miércoles, 16 de julio de 2003

La identidad colectiva, un mito opresivo

MARCOS AGUIRRE

El Correo 16/7/2003




En su concepción democrática la nación es una suma de individuos políticamente organizados mediante un Estado común. Ese Estado vela por el cumplimiento de la ley y respeta los derechos de los ciudadanos, entre los cuales ocupa un lugar preeminente la libertad individual. Esta libertad, sin la cual no hay pluralismo político, significa que cada individuo es autónomo en la elección de sus preferencias ideológicas y culturales; en virtud de su autonomía individual cada ciudadano tiene ante si una amplia gama de opciones que le permiten afirmar su propia personalidad y su independencia ideológica frente a la colectividad o frente al Estado. El pluralismo ideológico, entendido como libre opción de los individuos, es una condición necesaria para la democracia; por eso para ser ciudadano de una nación no se le exige a nadie la adhesión previa a un 'espíritu nacional', o a una supuesta identidad colectiva; la 'nación de los ciudadanos' no se basa en la afinidad cultural, sino en el ejercicio de iguales derechos, entre ellos el de la libertad.

Pero la nación de los ciudadanos no coincide con la nación de los nacionalistas, cuyo principal rasgo ideológico es la obsesión por la identidad colectiva: para un nacionalista la nación es una comunidad de gentes que se parecen desde siempre y que tienen la obligación moral de seguir pareciéndose. El carácter diferencial, el conjunto de los rasgos que nos distinguen a unos de otros como personas es transferido por los nacionalistas del individuo a la etnia, pueblo o nación. El 'pueblo' no es una suma de individuos con sus derechos, sino una gran personalidad colectiva con sus atributos diferenciales y cuyo origen se remonta al principio de los tiempos. En cuanto a las personas concretas, sólo alcanzan significación en su vida mortal si se las entiende como partes de esa gran Persona Eterna que es la nación. En la ideología del nacionalismo vasco el individuo es absorbido por el 'pueblo vasco', mientras que la nación, es decir el 'pueblo vasco' se apropia de los rasgos diferenciales y los derechos propios del individuo. La sociedad vasca real, compuesta por una compleja suma de hombres con sus diferentes personalidades, culturas e ideologías queda transmutada en el 'pueblo vasco', entendido no como una suma plural de individuos, sino como una persona gigantesca que engloba, o que debería englobar, a todos los hombres y a todas las generaciones que habitan un territorio. Para los nacionalistas cada individuo está moralmente obligado a luchar por la supervivencia de una supuesta personalidad colectiva: por tanto, sus derechos quedan subordinados a la permanencia del 'pueblo eterno', que es la 'comunidad natural' en que nació. Desde esta perspectiva el 'pueblo vasco' es un grupo originario o 'natural' de gentes que, en virtud de su lengua, cultura y costumbres, participan de una personalidad común. El nacionalismo nos presenta la 'identidad vasca' como un 'hecho natural' que todos los vascos estarnos obligados a perpetuar, cuando en realidad es una invención creada por los propios nacionalistas, mitificación que constituye precisamente el núcleo de su ideología.

Para ser admitido social y políticamente en condiciones de igualdad, para no ser un mal vasco, un enemigo de la colectividad, es preciso acatar el mito de la personalidad nacional. Nuestros nacionalistas son tan 'abiertos' que perdonan los apellidos y se conforman con la adhesión ideológica a su mito central: la identidad colectiva. Son tan generosos y tan igualitarios que nos permiten 'ser como ellos' o, mejor dicho, 'parecernos' a los vascos de verdad: basta con pensar y votar como ellos. Ya lo dijo el lehendakari a los habitantes de la margen izquierda: «sois como nosotros». Declaración asombrosa si pensamos que en una sociedad de ciudadanos con iguales derechos no existe la distinción entre 'nosotros' y 'ellos'; declaración inaudita en alguien que por su propio cargo debería considerarse el representante de 'todos'. De hecho la sociedad vasca ha sido dividida por el nacionalismo en dos poblaciones que se distinguen no sólo por su ideología, sino por su diferente grado de consideración y derechos efectivos. ¿Cómo serán tratados aquellos que rehúsan la adhesión ideológica, la amable invitación a entrar en el 'nosotros'? El lenguaje del PNV durante la pasa-da campaña electoral puede darnos una idea aproximada.

En un artículo colectivo publicado en 'Deia' (16 mayo) los constitucionalistas, a quienes se designa literalmente corno «ellos», son tachados de nostálgicos del franquismo; los partidos que los representan son «ajenos al País»; se basan en «formas adulteradas de democracia» y constituyen «quintas columnas dedicadas al sabotaje de los intereses del Pueblo Vasco», se les honra con el título de «carroñeros y buitres». Como en la vieja España inquisitorial los judíos son invitados a entrar en el cristianismo, y amenazados si no lo hacen. Si la discriminación y la amenaza a los herejes se mezclan con la invitación a entrar en la verdadera Iglesia, ¿quién podrá resistir la tentación del bautismo? Por eso proliferan los conversos.

En las pasadas elecciones Ibarretxe asignó a su propio partido la labor de «exigir una y otra vez la identidad vasca»; esta 'exigencia' de la identidad vasca suele esgrimirse retóricamente contra 'Madrid', que parece representar el centro geográfico de la maldad política, pero donde de verdad se ejerce esta exigencia de manera imperiosa y muy expeditiva es sobre cada uno de nosotros: los individuos de carne y hueso que, al margen de las abstracciones nacionalistas, formamos la sociedad vasca realmente existente.