miércoles, 11 de noviembre de 2009

De derrota en derrota

11.11.2009

GABRIEL ALBIAC

ABC


LA batalla del Alakrana está perdida. No hay misterio: cuando un Estado renuncia al ejercicio de la fuerza para defender su potestad, es que está ya por completo muerto y sólo queda esperar el desagradable espectáculo de su podredumbre. Sería menos trágico, si los Estados se agusanaran ellos solos. Pero esa gangrena suya acaba siempre por pagarse con la vida de los otros: de los pobres, incautos ciudadanos, presos en las fatales redes que todo Estado despliega. No pagan con su vida los políticos. Nunca. Los desbarres del Estado se pagan siempre con sangre inocente.

No hay sorpresa. Cuando un ministro del ejército proclama -lo hizo con asombrosa petulancia el primero de los de Zapatero- su disposición a ser matado antes que matar, todos sabíamos, sin un asomo de duda, lo que estaba diciendo: que prefería que nos matasen a nosotros antes que asumir el coste moral que va incluido en el cargo por el cual él cobraba. Un ciudadano pacifista es un ciudadano éticamente impecable: tanto cuanto el que no lo es. Un ministro de la guerra pacifista es un perfecto canalla, un tahúr de sangre ajena. Desde que el pacifista José Luis Rodríguez Zapatero llegó por sorpresa al poder tras aquel 11 de marzo de hace casi seis años, España no ha tenido más que ministros pacifistas de la guerra. Ninguno ha muerto, que yo sepa, en el altar de sus humanitarias convicciones. Murieron, eso sí, soldados a los cuales se había privado del privilegio primordial que define el oficio: el uso profesional de las armas. Murieron, sin que ni siquiera les cupiera el honor -que es base de la condición castrense- de morir en combate. ¿Cómo iban a morir como soldados, si estaban sólo en misiones de paz humanitarias? Ahora son indefensos pescadores los que pagan el precio de un país que ha trocado a su ejército en ONG uniformada. Tampoco esta vez morirá ningún ministro. Pacifista. De la guerra.

Da asco toda esta farsa. Con vidas de abandonados ciudadanos de por medio. Hablemos claro. Por más que hablar claro nos avergüence. Cuando un ejército no está dispuesto -o autorizado- a hacer uso de sus armas, es mejor que se rinda y se disuelva. La ambigüedad militar sólo puede acumular muerte. En lo de la piratería en Somalia, Francia -que sí tiene un ejército sin vocación misionera- fijó el único canon, el de siempre desde que la piratería existe: perseguir a los navíos corsarios hasta sus últimos refugios, atacarlos, hundirlos. Todos los dispositivos, estratégicos y tácticos, con los cuales cuenta una fuerza armada deben ser puestos al servicio de eso. Y, si es preciso entregar un rescate para quitar de la línea de fuego a los civiles, se entrega. E inmediatamente después se procede a lo irrenunciable: la cacería, a cualquier coste, de los delincuentes. Pero, de no aceptar el precio material y moral que esa apuesta necesariamente implica -y esa es la humillada realidad española hoy-, sólo quedan dos opciones: a) pagar el impuesto revolucionario que los «hermanos de la costa» juzguen justo embolsarse para ser benévolos con nuestros barcos; b) abandonar esa zona de pesca para siempre.

En los primeros momentos del secuestro del Alakrana, una acción fulminante de comandos hubiera podido liberar a los secuestrados y escarmentar a futuros secuestradores. No se hizo. Ya no es posible. Los piratas han humillado a la Armada española. Han humillado al gobierno de España. Y nos han puesto a todos ante el espejo: no somos nadie; hasta el último zarrapastroso con un viejo kalashnikov en bandolera puede ponernos de rodillas. No hay ninguna sorpresa: es la herencia corruptora de aquel 11 de marzo.


http://www.abc.es/20091111/opinion-firmas/derrota-derrota-20091111.html

sábado, 7 de noviembre de 2009

Ser fuertes


06.11.09

J. M. RUIZ SOROA

Diario Vasco



Suele ser en los momentos de tensión por una amenaza exterior cuando se comprueba la fibra moral de una sociedad, así como el grado de cohesión que hay entre ella y su Gobierno. Aquello que el todavía opositor Rodríguez Zapatero llamaba «patriotismo cívico» cuando alababa la inicial reacción de la sociedad estadounidense ante el 11-S: todos unidos tras sus líderes políticos.

Bueno, pues ahora nos toca a nosotros. Aunque sea a una escala menor. La amenaza, no hay ni que decirlo, es la de unos piratas (unos modernos 'Robin Hood" según nuestra siempre inefable izquierda estúpida) que amenazan con aumentar el grado de tortura moral y física a que someten a unos trabajadores y compatriotas, que amagan con infligirles más severos daños. Aunque probablemente todo ello no es sino un escenario cuidadosamente diseñado por ellos mismos para lograr el máximo impacto mediático y aumentar el rescate. Es lo que hacen siempre: esos que llamamos «jeques tribales» saben más de la antropología de una sociedad occidental que nosotros de la suya, aunque suene a paradoja.

Una sociedad civil fuerte reaccionaría con unidad y tranquilidad: confiando en la profesionalidad de sus gobernantes que dirigen la negociación, y que son quienes mejor saben lo que hay que hacer. Dirigiría su rabia, una rabia tranquila, contra los culpables. No se equivocaría de enemigo. En una sociedad civil fuerte, los medios de comunicación públicos sabrían refrenar su tendencia a la explotación del emocionalismo fácil y pondrían sordina al grito angustiado de los que pierden los nervios porque les toca más de cerca. En una sociedad civil fuerte se dejaría hacer a las instancias competentes, sin presionarlas ni tironearlas sin más criterio que el arbitrismo o la ocurrencia de cada uno.

Miren a su alrededor y verán, mucho me lo temo, el ejemplo vivo de una sociedad débil. Una sociedad que confía muy poco en sus dirigentes, que sólo cree en que «el que no grita no mama». Una sociedad que está dispuesta antes a disculpar a los piratas que a pensar bien de sus políticos y de sus jueces. Unos políticos que, todo hay que decirlo, tampoco han hecho mucho para ganarse esa confianza que ahora reclaman, que han exhibido una mudanza de criterio asombrosa según iba la verbena.

Pues bien, a pesar de todo, yo apuesto por confiar en los que gobiernan, me niego a dejarme llevar por un 'síndrome colectivo de Estocolmo'. Luego vendrán tiempos para exigir responsabilidades, ahora es el de ser fuertes.


Una sociedad civil fuerte reaccionaría con unidad y tranquilidad


http://www.diariovasco.com/20091106/al-dia-sociedad/fuertes-20091106.html

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Una extraña deslegitimación

04.11.09

AURELIO ARTETA | CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA MORAL Y POLÍTICA DE LA UPV-EHU

El Correo


«¿No hemos caído ya en la trampa de creer que lo aquí está en juego es tan sólo la renuncia a los medios brutales, como si los objetivos buscados fueran moral y políticamente indiscutibles?», se pregunta el autor. «Algún día se comprenderá que no es ETA el único ni el mayor mal de nuestro país. El mal principal está en las falsas ideas que la engendraron y en las ideas confusas o falsas que ella y los suyos han sembrado después entre nosotros»


La portavoz de Aralar en el Parlamento se permite algunos comentarios a propósito del cumplimiento del Plan Vasco de Educación para la Paz (EL CORREO, 23-10-09) que no debemos pasar por alto. No es la primera vez, ni será la última, que su partido político y ella misma desbarran a gusto cuando nos comunican sus criterios morales y políticos. La cosa es grave en quienes se ofrecen como modelo para una venidera izquierda abertzale al fin separada de ETA. Pero aún resulta más estremecedor que, según ella cita entre comillas, el propio informe de los evaluadores del Plan contenga juicios políticos y morales insostenibles.

Dejemos a la señora Ezenarro que prodigue eso tan bonito de 'las y los alumnos' para no incurrir en el funesto machismo de citar a todos-as bajo el género masculino. Siempre es más fácil, y mejor visto, repetir las fórmulas de moda que atreverse a hablar (y pensar) por cuenta propia. Ellá sabrá asimismo por qué quiere rechazar el testimonio directo de las víctimas en las aulas, como pretende el Gobierno, a menos que la desazone políticamente la mostración de sus heridas. Pues es más preocupante su apostilla de que, además de ETA, hay otros victimarios. Son demasiadas las veces en que su partido ha equiparado -y continúa equiparando- el ejercicio de la fuerza del Estado con la violencia terrorista y los muertos de los unos con los muertos a manos de los otros. Pero su propósito resulta diáfano cuando subraya que hay que trasladar a nuestros jóvenes «una visión global del sufrimiento», o sea, de todo sufrimiento, no sólo del causado por el terror etarra y la constante amenaza de sus fans. Se trata de un sufrimiento que ha generado «el contexto de violencia», o sea, desde la llamada de género hasta la de los 'latin kings', pero no en particular la violencia terrorista.

Para que quede más claro todavía, añade la portavoz que esa educación para la paz ha de impartirse «sin buscar réditos políticos». Sería milagroso que la deslegitimación moral y política de una violencia que invoca principios y objetivos políticos no busque y no provoque efectos de la misma clase. La lógica tanto como la justicia piden que tales efectos representen pérdidas políticas para quienes, por compartir aquellos fundamentos y metas, han justificado durante decenios el terrorismo. Y, por tanto, que traigan beneficios políticos para quienes lo han combatido y sufrido más que nadie sus zarpazos. Deslegitimar el terrorismo no puede al mismo tiempo favorecer a quienes hasta hoy lo han legitimado. Y lo siguen indirectamente legitimando, por cierto. Uno juraría que el otro día vio a esta señora en la marcha contra la prisión de los últimos líderes abertzales pillados mientras traficaban con ETA. Incluso he creído escucharla unas cuantas veces, antes y después de la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a favor de la legalización de los partidos políticos que ese Tribunal ha vuelto a condenar por ser afines al terrorismo.

Pero vengamos después a ciertos juicios contenidos en la primera evaluación de aquel Plan Vasco de Educación para la Paz. Según nos cuenta, escriben sus autores que «las sesiones han generado una tendencia a comprender en profundidad el concepto de empatía». Nadie lo habría dicho, a juzgar por los desconsoladores resultados de la encuesta entre jóvenes encargada por el Ararteko. A lo mejor es que sólo se trata de comprender qué sea la empatía, pero no tanto de sentirla y menos de practicarla. Mandan hoy los cánones lingüísticos que se hable de 'empatía' en general, en lugar de compasión o piedad para con las víctimas, y mucho me temo que la moral salga perdiendo con el cambio. Pues la primera es una capacidad psicológica que se conforma con saber ponerse en el lugar del otro, sea cual fuere su situación. La compasión, en cambio, es aquí el sentimiento de tristeza que nos embarga ante la desgracia inmerecida del otro. Por eso, y en compañía de la indignación, designa una emoción que acompaña a la virtud de la justicia. Compadecemos a las víctimas si al mismo tiempo nos indignamos contra quienes las han victimizado. Compasión e indignación se transforman ellas mismas en virtudes cuando impulsan la búsqueda de la justicia. ¿Acaso se dice algo parecido cuando se habla en términos de empatía?

Al parecer aquellos evaluadores concluyen que, gracias a este programa educativo, los así educados comprenden «que la violencia no debe ser respondida con violencia». ¡Válgame Dios y en ésas andamos todavía! Cuesta creerlo, pero así lo transmite y -faltaría más- lo celebra encantada la portavoz de Aralar. En el terreno privado, entonces, ¿ni siquiera hay lugar a la legítima defensa frente a aquella violencia? ¿Habrá triunfado al fin en Euskadi el precepto evangélico de poner la otra mejilla cuando nos golpean en una? Lejos de tamaña santidad, los ciudadanos comunes sólo podemos interpretar aquella consigna como el rechazo a tomarnos la justicia por la mano y la recomendación de dejar a la ley y al poder público responder por nosotros a la injuria sufrida. Y con la violencia que haga falta, naturalmente, para restablecer el derecho individual atropellado. Pero es que la violencia sólo engendra violencia, replicará quien aún se aferre a tópico tan tonto. Pues no, mire: sólo la violencia privada engendra otra violencia privada, mientras que la violencia pública es legítima porque viene precisamente a poner fin a la cadena interminable de violencias entre particulares. Si esto se enseñara a los niños, no haría falta recordarlo ahora a toda una portavoz parlamentaria.

En la escena pública vasca la educación para la paz debe ir más allá. Entre nosotros hay que explicar que desde hace 30 años una banda terrorista disputa al Estado el monopolio de la violencia legítima y por qué. Frente a esta violencia de naturaleza política, ¿qué haremos los ciudadanos, si no debe haber violencia que nos proteja de aquélla? ¿Pediremos beatíficamente al Gobierno que renuncie al uso legítimo de su propia fuerza como fórmula adecuada de contrarrestar la otra? ¿Aguardamos a que la banda acepte desarmarse para luego conceder graciosamente lo que ella y el mundo nacionalista vienen reclamando sin razones ni votos suficientes? Sea como fuere, ¿no hemos caído ya en la trampa de creer que lo aquí está en juego es tan sólo la renuncia a los medios brutales, como si los objetivos buscados fueran moral y políticamente indiscutibles?

Algún día se comprenderá que no es ETA el único ni el mayor mal de nuestro país. El mal principal está en las falsas ideas que la engendraron y en las ideas confusas o falsas que ella y los suyos han sembrado después entre nosotros.


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/prensa/20091104/opinion/extrana-deslegitimacion-20091104.html