sábado, 21 de mayo de 2011

Indignación

21.05.11

JAVIER ZARZALEJOS |

El Correo



El efecto electoral de esta protesta, si es que lo tuviera en magnitud apreciable, es un asunto abierto a la especulación. La música ha encontrado amplia comprensión. La cuestión es quién pone la letra y lo que esta signifique


Habrá que disculpar a los suspicaces. Por un momento alguien ha podido extrañarse de que haya sido ahora, precisamente a unos pocos días de unas elecciones con buen pronóstico para el Partido Popular y muy malo para la izquierda, cuando ha prendido la indignación. No parece que los acampados tengan hoy más motivos para expresar su descontento que un año o cinco meses atrás y, sin embargo, han soportado el deterioro de las condiciones económicas y de sus propias expectativas laborales y personales con gran paciencia hasta que han dicho «basta», seguramente sin reparar en que mañana se celebran elecciones.

El efecto electoral de esta protesta, si es que lo tuviera en magnitud apreciable, es un asunto abierto a la especulación. La música ha encontrado amplia comprensión. La cuestión es quién pone la letra y lo que ésta signifique.

De todas formas, la coincidencia de estas protestas con los comicios sí ayuda a poner en evidencia dos falacias, dos serias distorsiones de la realidad, que dan cuerpo a la denuncia. La primera, que todos los políticos son iguales y que la culpa es del «sistema». Bien es verdad que eso fue al principio de la acampada. Con el paso de los días, los interpretes mediáticos de guardia han ido pasando a limpio las cosas, aclarando que la culpa en realidad es del PP. Lo relevante es que con esta descalificación de la política, pierde sentido la democracia porque no tiene objeto pedir cuentas a quienes gobiernan ni merece la pena votar ya que el «sistema» es el que siempre manda. La arrogante pretensión de contar con las claves de una «democracia real» no cuadra con la negación de la competición democrática que implica elegir entre opciones dentro de un terreno de juego de reglas compartidas.

La segunda de estas falacias consiste en demonizar la política mientras se deja a salvo a la sociedad como una víctima, toda virtud, de esta casta de privilegiados que «no nos representa». Nos guste o no, la política tiene mucho de espejo de la sociedad que la segrega. Sería muy tranquilizador pensar que nuestros problemas radican en liberar a una sociedad estupenda de una política enferma. Pero las cosas son algo más complejas y no se pueden reducir a la elección del chivo expiatorio más adecuado sabiendo que se formará una cola de indignados esperando su turno para propinarle a la política la patada que les alivie de su indignación.

Tenemos muchos problemas como sociedad y no menos como organización política institucional. Pero si de algo debería huir España como del diablo es del discurso de la antipolítica del que nunca ha salido otra cosa que populismos, justificaciones para el autoritarismo intervencionista y coartadas para la corrupción.

«Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir». Este cursi remedo de los eslóganes del 68 francés podía leerse en uno de los carteles que los acampados exhibían en la Puerta del Sol. Otro indicio, por lo que sugiere, de que estamos ante la tercera generación que en Europa es víctima de la estafa cultural y moral que el progresismo empezó a trabar hace casi 50 años. Al calor de la Europa del bienestar, los profetas de la revolución sexual y de la sociedad del ocio prometían, precisamente a los jóvenes, la emancipación de todas las estructuras «represivas» que, como la familia y el trabajo, reproducían la moral burguesa y la dominación patriarcal. Proclamaban que la deconstrucción y la sospecha habían conseguido dejar al descubierto esos artificios represores apuntalados por los grandes relatos de la política y la religión. Hombres y mujeres liberados de semejantes servidumbres vivirían dedicados a su autorrealización sin restricciones, y con culpables siempre a mano -el famoso «sistema»- para derivar hacia ellos toda responsabilidad. Y en ello seguimos, buscando el paraíso terrenal de la adolescencia sin término que, claro está, son otros los que nos impiden alcanzar.

Comparadas con las del 68 en París, las reivindicaciones se han vuelto más prosaicas porque el paraíso prometido parece que tarda en llegar. Pero en lo demás, aquel engaño, urdido por una filosofía que se proponía como su antídoto, sigue funcionando y atrae a nuevas víctimas como todavía hoy sigue ocurriendo con los juegos de trileros o esos viejos timos en los que la gente vuelve a caer aunque sean bien conocidos.

Es casi fascinante que mientras se repudia la globalización, la acampada se difunda a través de Twitter, con tecnología de las más grandes multinacionales que transmite la descalificación del capitalismo a países que el capitalismo ha transformado de sociedades agrarias en economías emergentes.

Se proclaman defraudados por el sistema y tienen razón al denunciar -¿a quién?- un horizonte tantas veces angustioso por carente de expectativas. Pero ese reproche deberían dirigirlo también a un sistema educativo que les ha fallado por culpa de paradigmas pedagógicos pretendidamente críticos y emancipadores a los que seguimos aferrados a pesar de su fracaso. Y a un debate público en el que las más exitosas discusiones políticas se localizan en los programas de la telebasura. Exigen responsabilidades a los bancos, a los mercados, y al capitalismo. Bien está. Pero si no quieren engañarse, no deberían olvidarse de ajustar cuentas con Marcuse, Foucault y Sartre.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110521/opinion/indignacion-20110521.html



martes, 17 de mayo de 2011

Libertad

17.05.11

JOSEBA ARREGI |

El Correo


No es verdad que la mayoría de la sociedad vasca haya estado siempre contra ETA, la realidad es que ha mirado para otro lado


Temo que de tanto hablar de paz, de la cercanía de la paz, terminemos perdiendo de vista la libertad. La libertad se da por supuesto, lo que nos falta es la paz. Y vivimos así con el ensueño de vivir una libertad cuya falta hemos dejado de percibir. Lo que supone la peor falta de libertad.

Los ciudadanos, nos dicen las encuestas, no se interesan en la política y consideran a los políticos más como fuente de problemas que como propulsores de soluciones. Pero a falta de interés en la política, los ciudadanos españoles, los vascos incluidos, terminaremos siendo especialistas en derecho: gracias a los medios de comunicación, gracias a los tertulianos profesionales, sobre todo gracias a las disquisiciones de los políticos, todos estamos haciendo un curso acelerado de derecho penal y constitucional.

Pero en todo ese proceso estamos corriendo peligro de perder de vista lo principal. Es absurdo creer que la sentencia del Tribunal Constitucional funcione como un deus ex machina que traiga automáticamente la paz a Euskadi. Y menos la libertad. Garantizando la participación de la coalición Bildu en las elecciones ha defendido la libertad de los coaligados a presentarse, y la de sus electores a elegirlos. En ese sentido ha consolidado el Estado de derecho que garantiza la libertad de todos, aunque los coaligados hayan negado reiteradamente que España sea un Estado de derecho.

Aunque formalmente, y es muy importante, la sentencia del TC haya garantizado la libertad de participación electoral activa y pasiva de Bildu, ello no implica que materialmente la libertad de todos los vascos está más defendida hoy que ayer. Porque la sentencia del TC ha defendido el derecho y la ley, pero de ello no se deriva necesariamente la legitimidad democrática de la coalición. Sólo su legalidad. Ahora bien: sin legalidad no puede haber legitimidad, pero la legalidad por sí sola no constituye legitimidad democrática.

Por partes: más de un ciudadano se habrá asustado al ver una de las fotos de la celebración por parte de miembros de Bildu de la sentencia favorable del Constitucional. En ella Pello Urizar y Martín Garitano entre otros levantan el brazo derecho y cierran el puño. Seguro que no tiene significación jurídica, pero a algunos la memoria nos dice que siempre que ha habido brazos extendido en alto y puños cerrados, a alguien le ha caído encima una buena tanda de golpes.

El mismo Garitano era citado en los medios diciendo que abogaba por que nadie en Euskadi tuviera que andar escoltado. El problema es que la necesidad de andar escoltado es como la fiebre: no es la enfermedad en sí misma, sino el síntoma de que algo falla. Para saber lo que falla en Euskadi basta con mirar quiénes deben llevar escolta: empresarios, para financiar el terror de ETA, involuntariamente por supuesto; las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado por lo que significan; los jueces por lo mismo; los periodistas que escriben lo que no gusta a la organización terrorista ETA; políticos del ámbito constitucionalista.

Es decir: personas que representan la diferencia interna a la sociedad vasca, los que hacen que la sociedad vasca sea plural y compleja, que no sea homogénea en el sentimiento nacionalista, los que hacen que Euskadi no se pueda cerrar sobre sí misma, sino que tiene que estar abierta a otros ámbitos de identificación como es España si quiere ser democrática y garantizar la libertad.

Es ahí donde está el problema. No solo en que un preso de ETA recién salido de la cárcel, ni arrepentido ni reinsertado, por cumplimento de la pena impuesta en su día por sentencia de tribunal, haga propaganda de Bildu, cantando puño en alto el 'Eusko Gudariak', reclamando la independencia y dándose vivas a sí mismo diciendo gora gu gudariok, viva nosotros los luchadores, es decir los miembros de ETA. El problema está en que el terror se ha basado y se ha ejercido en nombre de un proyecto político, para su consecución, y que ese proyecto político excluye del mismo a los no nacionalistas, que por lo mismo pasan a ser objeto posible de atentado.

Hasta hace no mucho tiempo, eran mayoría los analistas que consideraban que el diferencial del llamado problema vasco era precisamente que el terror de ETA tenía base social, cultural y política, el llamado conflicto. Y la negación de la diferencia interna era, y sigue siendo, parte integrante, estructural del proyecto político del nacionalismo, con o sin violencia de ETA.

Algunos habíamos creído, con mucha inocencia como se está viendo, que la hora de la debilidad de ETA, del fin previsible de ETA, que aún no ha llegado porque sigue viva y amenazante, era la hora en la que había que plantear abiertamente el debate ideológico y político con el nacionalismo, el debate sobre cómo se garantiza política y jurídicamente la libertad de los vascos en la realidad de una sociedad plural y compleja; el debate de si es posible defender al mismo tiempo un proyecto nacionalista radical y el pluralismo y la complejidad de la realidad social vasca.

Mucho me temo, más aún: estoy seguro de que este debate no se va a producir, y que por eso la libertad seguirá estando en peligro en Euskadi, aunque llegue la paz, algún modo de paz.

En muchas de las opiniones que en torno a las sentencias del Supremo y del Constitucional se han manifestado aparece la referencia a que el sentir de la mayoría de los vascos puede ser distinto del de la mayoría del resto de españoles. Convendría en ese contexto no olvidar que hasta hace muy poco no se ha podido decir que la mayoría de los vascos, de la sociedad vasca estuviera contra ETA, que no es verdad que la mayoría de la sociedad vasca haya estado siempre contra ETA, cuando la realidad es que ha mirado para otro lado, que no ha visto ni ha percibido siquiera a las víctimas.

No hay democracia si no son las mayorías las que deciden quién debe gobernar. Pero la mayoría no cualifica automáticamente una opinión como democrática y ajustada a derecho. No pocas veces es al contrario.

http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110517/opinion/libertad-20110517.html

viernes, 6 de mayo de 2011

Depuración ideológica en el País Vasco

06.05.11

PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO | PROFESOR DE HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO UPV-EHU

El Correo


Existen numerosos municipios vascos donde las candidaturas no nacionalistas han experimentado una coerción sistemática de sus posibilidades de representación política


Cuando en el País Vasco se invoca la necesidad de que las elecciones sean democráticas y puedan concurrir a ellas todos los partidos políticos y todas las opiniones organizadas, cualquiera puede advertir la razón de ese aserto y convenir en lo deseable que sería que aquí viviéramos en semejante escenario de pluralismo y representatividad, de modo que no hubiera ningún sector significativo de todo el espectro político, social y cultural vasco que no tuviera su correspondiente representación en todas las instituciones democráticas, tanto a nivel local como foral, autonómico, general y europeo. Ahora bien, si tenemos en cuenta lo que ha ocurrido en la política vasca en los últimos treinta años, dicha afirmación requeriría alguna importante matización, a mi juicio.

En efecto, el periodo conocido en toda España como la Transición ha tenido aquí la peculiaridad de contar con un movimiento insurreccional armado, dividido en múltiples frentes e imbricado en prácticamente todos los sectores de la vida social, imbuido de un objetivo para nada disimulado, consistente en desacreditar la legitimación del poder político español y sustituirlo por uno propio. Ese proyecto abiertamente secesionista está basado en una ignorancia supina de la historia contemporánea vasca, a la que se pretende entender desvinculándola de la española, con el añadido de un falseamiento profundo de toda la historia de épocas anteriores, para hacer pasar por real y verídica la ensoñación de un pueblo vasco siempre libre. Ese movimiento ha tenido como vértice de actuación la violencia extrema, consistente en eliminar personas que representaran los símbolos del poder político opuesto, y a su vez se ha bifurcado en diversos brazos de violencia difusa y subsidiaria de la principal, que han ejercido la misma o mayor fuerza coercitiva que la matriz de la que emanaban.

Durante todas estas décadas hemos asistido, por tanto, a un ejercicio continuado de asesinatos políticos, extorsión económica, amedrentamiento ideológico e imposición cultural y simbólica cuyo resultante ha sido la construcción de un imaginario absolutamente inédito en el País Vasco, delirante en muchos aspectos, desprovisto de todo fundamento histórico, distorsionador de la imagen real de Euskadi y sobre todo escamoteador de su auténtico entramado sociológico. Esto último se ha conseguido por el expeditivo método de no hablar jamás de la gran inmigración española al País Vasco, salvo para integrarla al nuevo sistema de creencias, en ningún caso para considerarla lo que efectivamente es: la clave principal para explicar toda la realidad política, social y cultural del País Vasco contemporáneo.

El balance de este singular escenario, dudosamente propicio para generar un sistema político democrático, ha sido la eliminación física de todo el tradicionalismo histórico vasco-español que, con el nacionalismo y el socialismo, completaba el trípode en el que se basaba la política vasca anterior a la Guerra Civil. En el ámbito socialista, por su parte, la terrible persecución sufrida ha engordado el síndrome 'vasquista' entre su militancia, que posterga de su ideario las señas de identidad originariamente españolas, tanto las del Perezagua enfrentado a cara de perro a la exclusión etnicista del primer nacionalismo, como incluso las del Prieto autonomista, republicano y liberal, que intervino decisivamente en el primer Estatuto. El movimiento de fondo correlativo a toda esta depuración física e ideológica del no nacionalismo ha consistido en un enorme trasvase de inmigrantes españoles, singularmente los hijos de los llegados aquí en la posguerra, a las posiciones nacionalistas, sobre todo extremas, algo que se puede explicar por el feroz adoctrinamiento ejercido en ciertos enclaves conocidos de Gipuzkoa y Bizkaia, donde la convivencia entre población nativa y sobrevenida ha sido más intensa, a diferencia de lo ocurrido en las grandes poblaciones vascas, donde la inmigración española ha podido hacer toda su vida en barrios construidos por ellos y para ellos (guetos, los llaman los nacionalistas) sin apenas contacto diario con la cultura nativa.

De estas consecuencias mayores de la actividad insurreccional vasca en la Transición se deduce que hay un número muy significativo de municipios, sobre todo en Gipuzkoa y también en Bizkaia, pero en general en todo el País Vasco (no me puedo olvidar de Llodio, por ejemplo, bastión histórico del tradicionalismo alavés), donde las candidaturas no nacionalistas han experimentado lo que bien podríamos denominar una coerción sistemática de sus posibilidades de representación política. La presión ambiental, sobre todo en núcleos de población donde toda la gente se conoce, ha sido de tal calibre durante varios decenios seguidos, que la presentación electoral de candidaturas políticas, que no respondieran de un modo u otro a los designios de la construcción nacional vasca, ha sido absolutamente imposible.

Los que han ejercido esta política de tierra quemada sobre la geografía y la historia vascas podrán dar por bueno, sin duda, lo conseguido hasta ahora y pensarán que, si se acaba para siempre el ciclo violento, las bases de partida son suficientemente sólidas como para garantizar opimos frutos en un futuro inmediato. En muchos pueblos vascos, no obstante, hay señales y testimonios que anuncian algo sensiblemente distinto, porque hay mucha gente callada a su pesar, contraria a las consignas habituales, que no habla nunca de política fuera de su círculo más íntimo, y que espera secretamente el momento de poder hacerlo sin miedo a represalias. Cuando de ahí surjan ciudadanos que encaucen dignamente esa opinión reprimida hasta ahora, podremos decir que, por fin, ha llegado la democracia a Euskadi, la democracia de verdad.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110506/opinion/depuracion-ideologica-pais-vasco-20110506.html

miércoles, 4 de mayo de 2011

Difuso o confuso


04.05.11

JOSEBA ARREGI |

El Correo


Batasuna sigue emperrada en participar en la democracia afirmando que la democracia y el Estado de derecho aún no existen, sino que están a la espera de que ellos lleguen

Es probable que tengan razón quienes pronostican que el fin de ETA será un fin difuso. Es probable que ese fin no sea como nos gustaría a muchos, un fin claro, con una fecha clara, con una declaración clara: nos disolvemos, se ha acabado ETA, firmado: ETA. Puede suceder algo distinto: fin por inoperancia, fin por agotamiento, un fin sin fecha, un fin sin que nadie pueda decir que realmente ha sucedido.

El fin de ETA, en cualquier caso y por muy difuso que fuera, sería algo bienvenido que aún no se ha producido. ETA estará más o menos débil, tendrá mayor o menor financiación, estará más o menos infiltrada por los cuerpos de seguridad del Estado, pero está muy presente, demasiado presente en la política vasca. Y gracias a la colaboración que todos prestamos a la debilitada ETA ha conseguido que el carácter difuso de su fin se convierta en debilidad de la democracia y del Estado de derecho porque provoca en casi todos nosotros un estado alarmante de confusión.
El fin de ETA puede ser perfectamente difuso, aunque no nos guste. Pero eso no puede ser razón para que provoque la confusión en la que estamos inmersos. Desde que, con conocimiento, iniciativa e impulso de ETA o sin todo ello, Batasuna inicia un estudiado y medido distanciamiento de ETA, el suficiente en su opinión para cumplir con lo exigido por la Ley de Partidos y poder así participar en la vida democrática institucional, da la impresión de que al resto de actores políticos y a los observadores de la política les ha entrado, o nos ha entrado, una especie de niebla mental, vocación de futurólogos, ambición de conseguir el Nobel de la paz, prisa por ser los anunciantes del fin -de ese fin del que se dice que será difuso-, una confusión que, a falta de otros motivos de alegría, debe resultar reconfortante para los miembros de ETA.

Uno, en su ingenuidad, había pensado que para que Batasuna pudiera participar en la democracia se debía producir una de dos cosas: una declaración de ETA anunciando su voluntad firme y comprobable de abandonar la lucha armada, o una declaración de Batasuna anunciando su ruptura eficaz y comprobable con ETA para lo que la condena de la historia de terror de ETA es la mejor y más sencilla prueba.

No ha sucedido ni lo uno ni lo otro. Lo único que ha sucedido es que ETA declara una tregua en la que faltan las palabras incondicional y definitiva; que Batasuna declara su voluntad de que en el futuro no haya violencias que valgan en política, ni la de ETA ni la del Estado de derecho, se supone. Lo único que se ha producido es que Batasuna sigue emperrada en participar en la democracia afirmando que la democracia y el Estado de derecho aún no existen, sino que están a la espera de que ellos lleguen. Lo único que ha sucedido es que se vuelve al tiovivo de las marcas sustitutorias, de las interpretaciones de voluntades subjetivas, de pruebas y contrapruebas, de impugnaciones ante tribunales y de sentencias judiciales, y de acusaciones mutuas entre partidos políticos de actuar por intereses partidistas y electorales -las hemerotecas avergüenzan a cualquiera-.

Es cierto que no hay democracia sin algo de todo esto, de ruido, debate, discusiones, alboroto y críticas entre los partidos políticos. Es la realidad del pluralismo, de la libertad de opinión, de la formación de voluntades mayoritarias. Pero también es cierto que todo esto no termina desintegrando las sociedades democráticas ni los sistemas democráticos porque existen supuestos que no se cuestionan: el respeto de las reglas acordadas, el respeto de los principios que hacen posible la convivencia entre diferentes, la convivencia en pluralidad, la intolerancia con el intolerante, el sometimiento no a la exclusiva voluntad popular, sino al imperio del derecho, el respeto del pluralismo, la comprensión de democracia como gestión del pluralismo.

Lo malo de la situación actual es que la confusión afecta no a lo normal de la vida democrática, sino a los supuestos sin los que la democracia desaparece, se desintegra. El problema no es que haya algún partido político que quiera cambiar la Constitución, que quiera otro sistema político, siempre que sea capaz de explicar cómo piensa respetar la libertad de conciencia, la libertad de opinión, el derecho a la diferencia, la libertad de identidad, porque si no puede hacerlo es que es un partido no democrático.

El problema radica en que se olvida que en la historia ha habido partidos democráticos que han abierto las puertas al totalitarismo -el Partido de Centro a Hitler-, el problema radica en que se olvida que ha habido partidos que han puesto en jaque el sistema democrático al considerar a partidos democráticos como fascistas en lugar de luchar contra los planteamientos totalitarios -el Partido Comunista alemán obedeciendo a Stalin en la república de Weimar-. El problema radica en que el partido que quiere participar en la vida democrática trae el fardo de una historia de justificación de cientos de asesinatos, de una historia de amenazas, amedrentamiento y extorsión, y sólo ofrece la callada como aval de su comportamiento futuro.

El problema radica en que parece que estamos todos encantados en que nos carguen con la acusación de haber vivido en una falsa democracia desde la transición, una democracia que superará su propio déficit estructural si se les admite a ellos, los concubinos del asesinato, sin que tengan que romper con esa historia de forma expresa.

Uno sabe que el subjetivismo posmoderno está destrozando la posibilidad misma de la política democrática. Nada es objetivo, nada se puede objetivar. Todo es opinable, todo es interpretable. Todo es cuestión de voluntad subjetiva. Todo es relativo. La intención es lo que cuenta. Algunos caminan cantando las excelencias de este posmodernismo subjetivista hacia el abismo. Pero algunos no tenemos ninguna voluntad de estrellarnos y creemos que es necesario algo de claridad en este marasmo intelectual que sólo sirve para regocijo de ETA.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110504/opinion/difuso-confuso-20110504.html

martes, 3 de mayo de 2011

Bin Laden y el fracaso del integrismo

03.05.11

JUANJO SÁNCHEZ ARRESEIGOR | HISTORIADOR Y ESPECIALISTA EN EL MUNDO ÁRABE

El Correo


Ahora que Bin Laden ha muerto, su epitafio podría ser: 'Destruyó dos grandes edificios, mató a varios miles de personas que no tenían nada que ver con el asunto y provocó la caída de sus mejores amigos'.

'Usama Bin Ladin' -las vocales 'o' y 'e' no existen en el idioma árabe- era uno de los muchos hijos de un emigrante yemení, que llegó a ser tan rico que logró la hazaña extraordinaria de conseguir la nacionalidad saudí. Bin Laden era por lo tanto saudí, pero pasó parte de su infancia en Yemen, en una región con fuertes minorías chiíes a las que odiaba ferozmente, pero de las que iba a recoger las nociones místicas del martirio y la violencia autodestructiva, desconocidas en el islam suní. Era el hijo privilegiado de un multimillonario que disfrutaba de largas vacaciones en Europa, pero fue instruido en el wahabismo, una secta ultrafanática y ultrareaccionaria que despreciaba la riqueza y consideraba pecaminoso todo lo occidental. Bin Laden era por lo tanto un manojo de paradojas. Tal vez por eso se lanzó a la guerra santa contra los soviéticos en Afganistán.

Los rasgos dominantes de la personalidad y la ideología de Bin Laden eran la xenofobia y el ultra conservadurismo. Mientras estuvo en Afganistán, jamás fue entrenado ni financiado por la CIA pues se negaba a mantener contacto directo con los norteamericanos o cualquier tipo de 'infieles'. El adolescente que disfrutaba de sus vacaciones en Europa se había convertido en un fanático que consideraba a todos los no musulmanes y a muchos musulmanes como infieles enemigos a los que combatir y exterminar.

Cuando Irak invadió Kuwait, los saudíes tuvieron que llamar a los norteamericanos porque carecían de un ejército eficaz. Bin Laden no quiso entenderlo y ofreció al Gobierno saudí una alternativa islámica para derrotar a un Sadam Hussein al que consideraba un despreciable descreído y apóstata. Había conservado una base -'al qaida', en árabe- de datos con los nombres de los mujaidines que habían luchado contra los soviéticos. Podía reunir a un par de decenas de miles de aquellos encallecidos veteranos para usarlos como punta de lanza del ejército saudí. Ahora bien, ¿unos cuantos miles de milicianos iban a detener en campo abierto a las divisiones acorazadas iraquíes? Este disparate estratégico demuestra que Bin Laden estaba desconectado de la realidad.

La ruptura de Bin Laden con el Gobierno saudí fue por lo tanto una rabieta xenófoba, pero existía cierta lógica en sus acciones. Era humillante tener que depender de extranjeros infieles para defender el reino, pero sobre todo le parecía nefasta la influencia que pudiera ejercer la mera presencia de medio millón de infieles. La xenofobia de Bin Laden no era caprichosa, sino que nacía de su hostilidad a cualquier cambio.

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron un gran éxito mediático y propagandístico, pero resultaron un desastre estratégico porque condujeron a la caída de sus anfitriones talibanes. Bin Laden había calculado mal la reacción norteamericana y perdió su única base de operaciones. Pudo escapar con vida gracias a la incompetencia criminal de la Administración Bush, pero pasó el resto de su vida como una presa perseguida.

Bin Laden entregó su vida y su fortuna a lo que consideraba una noble causa: la defensa de un orden social tradicional arcaizante e inamovible, santificado mediante una interpretación sesgada de las variantes más anacrónicas del islam. Su gran sueño era una especie de Esparta islámica; todos los hombres serían mitad monjes-ascetas, mitad soldados de la guerra santa. A las mujeres ni se las menciona. Nada de arte, de música, de juegos o diversiones. La economía quedaría reducida al mínimo indispensable para proveer las necesidades más básicas y sostener el esfuerzo bélico contra los infieles, incluyendo en esta categoría a los chiíes y a la mayoría de los suníes no integristas.

Bin Laden encontró su ideal en la dictadura de pesadilla de los talibanes. Afganistán era a sus ojos lo que debería haber sido la Arabia Saudí wahabita, pero que no había llegado a ser debido a la influencia corruptora de las riquezas del petróleo. De ahí el extremo ascetismo que el terrorista multimillonario practicó durante toda su vida adulta, alejándose de los lujos de su juventud. Nunca comprendió que si Arabia Saudí hubiera sido gobernada y administrada como el Afganistán taliban, jamás hubiera podido desarrollarse ni operar industria moderna alguna, incluida la petrolífera.

Al-Qaida ha tenido siempre mucho de espejismo. La espectacularidad de los atentados ha servido para ocultar su debilidad estructural. Bin Laden llevaba mucho tiempo fuera de juego, de manera que su muerte podría no tener mucha influencia. Sin embargo, a largo plazo el factor decisivo es la imposibilidad manifiesta de llevar a la práctica una ideología tan arcaizante como el integrismo. Bin Laden muere justo cuando las revoluciones árabes demuestran que el terrorismo integrista está doblemente obsoleto. En primer lugar, porque los movimientos de masas consiguen derribar gobiernos y cambiar regímenes, mientras que los grupúsculos terroristas solo consiguen muerte y destrucción. En segundo lugar, porque a la hora de la verdad, las masas piden precisamente lo que el integrismo rechaza por encima de todo: democracia, libertad y modernización.

Una advertencia: Si las revoluciones árabes fracasan, las masas podrían volverse hacia el integrismo. En cualquier caso, de cara al futuro el peligro integrista no está en los grupos terroristas ni en el Irán de los ayatolás, sino en Arabia saudí, donde el integrismo es dogma de Estado, y sobre todo en tres países: Pakistán, Pakistán y Pakistán.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110503/opinion//laden-fracaso-integrismo-20110503.html

martes, 26 de abril de 2011

Fue un fracaso

26.04.11

J. M. RUIZ SOROA |

El Correo


La Segunda República fue la época de los intransigentes. Las fuerzas en liza sobrevaloraron la fidelidad a los principios y condenaron cualquier atisbo de pacto con los contrarios


Cuando nuestros hodiernos republicanos comparan la Segunda República española con el régimen democrático actual incurren indefectiblemente en una trampa característica: la de cotejar ideales con realidades, lo cual garantiza indefectiblemente el triunfo del ideal. Es la misma trampa que sufrimos durante años cuando se comparaba el ideal del comunismo con la realidad del capitalismo. Y es que para ser válida y significativa la comparación debe hacerse necesariamente, bien entre dos tipos ideales de régimen político, bien entre dos realidades concretas, pero nunca cruzar los términos. Si comparamos los ideales que inspiraron la República con la realidad de nuestra monarquía, ganará por goleada la primera, claro. Y ahí esta la trampa, pues lo que hay que comparar es la realidad histórica del régimen republicano durante sus cinco años de existencia con la realidad de nuestra monarquía democrática y constitucional durante los suyos.

Si hacemos así la comparación, el resultado es de una evidencia aplastante: nuestro actual régimen democrático funciona razonablemente bien desde hace treinta años puesto que nos permite convivir en libertad y avanzar hacia una sociedad mejor ordenada, por mucho que nos falte todavía. En cambio, la Segunda República fue un puro y simple fracaso: a los cinco años de ser inaugurada, la convivencia democrática se había hecho prácticamente imposible entre los españoles. En ese corto tiempo, la República había conocido cuatro insurrecciones generales anarquistas, una socialista, otra militar-derechista y una última separatista, lo que demuestra más allá de toda duda el escaso grado de lealtad democrática que consiguió suscitar entre las fuerzas políticas más significativas, así como que fue incapaz de estabilizarse.

Este de la lealtad democrática es uno de los puntos negros más significativos del régimen republicano. En efecto, sin contar con el movimiento anarquista que se declaró abiertamente contrario al régimen desde el principio, resulta que tanto la derecha católica como la izquierda socialista se consideraron a sí mismas como opciones semileales al régimen republicano. Lo aceptaron, pero solo accidentalmente, en tanto en cuanto les permitiese transitar hacia su modelo ideal de sociedad, el revolucionario en un caso, el corporativo-autoritario en otro. Sólo los partidos estrictamente republicano-burgueses fueron leales a la República, aunque no desdeñaron el recurso a la intervención cuando los resultados electorales no les favorecían. Y es que, en los años treinta, el recurso a la violencia se consideraba una posibilidad política siempre abierta y nunca condenable a priori. Algo que se nos olvida casi siempre. Como se nos olvida que la democracia parlamentaria era entonces un sistema generalmente despreciado en Europa, pues la juventud proclama su preferencia por los sistemas eficaces , fuesen los comunistas o los fascistas.

La Segunda República española padeció de muchos males, entre los que estaban los propios de la Europa de su época histórica, así como ciertos errores crasos en su diseño constitucional. Pero padeció sobre todo, y precisamente en los personajes políticos que más directamente la dirigieron y simbolizaron, de dos defectos que se revelaron terribles a la larga: la inflación de expectativas y la intransigencia de principios.

La Segunda República nació ilusionada y pacíficamente en el seno de una sociedad que llevaba treinta años de un fuerte desarrollo modernizador y con una acusada movilidad ascendente. Quizá por ello generó en sus políticos, unos aficionados sin experiencia previa de gobierno, un exceso de expectativas: la República podía y debía resolver de golpe todos los grandes problemas de España, el clerical, el agrario, el de la enseñanza, el territorial, el militar, etc. Se creyó adanistamente que se estaba en un tiempo nuevo que permitía cambiar radicalmente y de un plumazo la realidad de la sociedad española, mediante una serie de «destrucciones significativas», dijo Azaña. La realidad pronto enseñó su cara rebelde y su perfil difícil, y las desilusiones fueron tan grandes como lo habían sido las previas expectativas creadas.

Pero es que, además, la Segunda República fue la época de los intransigentes. Casi todas las fuerzas políticas en liza, del anarquismo al nacional-catolicismo, de los republicanos de izquierda a los socialistas, sobrevaloraron la fidelidad estricta a los principios y condenaron cualquier atisbo de pacto con los contrarios como una traición inadmisible a su ideario. Es característico a este respecto el jacobinismo intransigente de los republicanos de izquierdas, a quienes tocó dirigir inicialmente la República, y que la entendieron como si fuera un régimen de su propiedad en el que no cabía pactar con los conservadores accidentalistas. «No más abrazos de Vergara, no más pactos, no más transacciones, si quieren la guerra civil que la hagan», dijo Albornoz ya en 1931. El único partido (el Radical de Lerroux) que concebía la política como pacto y transacción, casi como un negocio, resultó aplastado entre tanta intransigencia y pureza.

A la altura de julio de 1936 el régimen republicano se había demostrado como un fracaso que exigía a gritos una corrección urgente: una corrección de firmeza democrática como la que pedían Maura o Sánchez Román. Pero para entonces las fuerzas políticas a derecha e izquierda de los republicanos habían ya apostado mayoritariamente por soluciones que iban más allá de la democracia, fueran éstas la revolución o el golpe militar reaccionario. La violencia política, hija directa de la exclusión y la intransigencia, se había adueñado de la República y el eclipse de la democracia en España había comenzado. Franco lo convirtió en una noche trágica que duró cuarenta años.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110426/opinion/fracaso-20110426.html

martes, 12 de abril de 2011

Víctimas

12.04.11

J. M. RUIZ SOROA

El Correo



Las víctimas tienen su papel en los procesos de erradicación de la violencia, cierto. Pero ese papel nunca podrá ser, en un Estado de Derecho consolidado, ni protagonista ni relator: su papel es el más humilde de ser testigos o símbolos

El Estado de Derecho de los países liberales y democráticos nunca ha tenido un lugar especial para las víctimas de los actos delictivos violentos que se produjeran en su ámbito. Y esta ausencia no ha sido casual, ni ha constituido un olvido del Derecho, sino que se ha correspondido exactamente con la filosofía que hay detrás del tratamiento conceptual y práctico que se concede al fenómeno social del delito. En efecto, el delito no es catalogado como tal porque se trate de un caso de daño causado injustamente a otra persona (la víctima), sino porque supone una transgresión voluntaria del orden jurídico en que se fundamenta la convivencia de todos. Lo relevante para el Derecho no es el hecho de que se haya causado un daño concreto a alguien, sino la rebelión del infractor contra las normas generales.

En las sociedades antiguas era el daño inferido a otra persona el que se valoraba como crimen. El crimen era algo esencialmente privado, se traducía en una relación personal entre victimario y víctima, y era ésta última la titular del derecho a perseguir al culpable y exigir una retribución por el mal sufrido. O a perdonarle. Por el contrario, el Estado moderno valora la acción delictiva en tanto en cuanto se opone a un orden jurídico general, y lo que pretende al sancionar al delincuente es restaurar la plena vigencia del orden jurídico. Resarcir a la víctima es sólo una función complementaria y accesoria del Derecho, nunca la principal. Es por ello por lo que en el proceso penal los papeles protagonistas están atribuidos al delincuente al que se juzga y al Estado de Derecho que acusa y sentencia. La víctima tiene un papel excéntrico o marginal al proceso jurídico.

Ahora bien, en la política moderna ha tenido lugar un fenómeno peculiar, y es el de la revalorización (política) del papel genérico de víctima. Los ciudadanos se conciben a sí mismos como víctimas, la sociedad va poco a poco convirtiéndose en un conglomerado inestable de víctimas de todo tipo, y no existe mejor título de legitimación política para defender cualquier pretensión que el de presentarse a sí mismo como víctima de alguna injusticia, concreta o cósmica. Hoy en política nadie quiere ser víctima pero todo el mundo quiere haberlo sido en el pasado.

Este fenómeno político se ha trasladado al ámbito del Estado de Derecho y asistimos hoy algo perplejos al caso de que las víctimas de los delitos, sobre todo cuando son repetidos y colectivos, reclaman un papel protagonista en su persecución y tratamiento. Las víctimas se consideran investidas de una especial legitimación para formular sus opiniones, sus intereses y sus exigencias con respecto al fenómeno delictivo y todo lo que le rodea. Y, efectivamente, la sociedad mediática en que vivimos les concede una enorme atención, pone su foco sobre ellas.

Esta reaparición social de las víctimas tiene algún rasgo positivo, sin duda: las víctimas han estado en ocasiones muy escondidas y olvidadas (el terrorismo vasco es paradigmático al efecto); en otras ocasiones, han sido precisamente las víctimas las que con su presencia dolorida y su exigencia permanente de restaurar sus derechos, han contribuido al efectivo castigo de los culpables de crímenes odiosos (Sudamérica). Las víctimas han operado como ejemplos vivientes de los derechos humanos conculcados, han concretado con su humanidad doliente la configuración abstracta y objetiva del Estado de Derecho. Son y serán siempre un acicate permanente para activar a Estados de Derecho ausentes o insuficientes.

Y, sin embargo, creo que no conviene en este punto dejarse llevar por una fácil 'victimolatría' y llegar al extremo de configurar a las víctimas como protagonistas del proceso democrático de erradicación de la violencia y retribución por los delitos cometidos. Porque hay un fondo de razón muy evidente en la desconfianza con que el Estado de Derecho ha observado siempre la actuación de las víctimas: el hecho cierto de que se trata de personas concretas, cargadas por ello con todos los sentimientos e intereses propios de la subjetividad humana. No se trata de afirmar que el delito es ante todo una cuestión pública, mientras que el daño sufrido sería una cuestión privada. La distinción no se traza entre lo público y lo privado, sino entre la consideración abstracta y objetiva de la norma jurídica, y la visión concreta y subjetiva de la víctima. La relevante es la primera, y quien la protagoniza es la comunidad democrática de ciudadanos. Las víctimas son personas y su propio dolor las somete a constricciones evidentes, nunca serán jueces fiables.

Las víctimas tienen su papel en los procesos de erradicación de la violencia y deslegitimación del terrorismo, cierto. Pero ese papel nunca podrá ser, en un Estado de Derecho consolidado, ni un papel protagonista ni un papel relator: su papel es el más humilde de ser testigos o símbolos. Un papel difícil de mantener, ante la tentación constante de bajar a la arena pública e intervenir en la refriega política enarbolando el mal sufrido como título. Pero si así lo hacen, las víctimas no son ya símbolos de nada, sino unos simples ciudadanos más: y la sociedad podrá preguntarse por qué debería tenerles en cuenta más que a otros.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110412/opinion/victimas-20110412.html


CARTAS AL DIRECTOR
Ciudadanos y víctimas
13.04.11
JOSU PUELLES GARCÍA. BILBAO

El Correo



«Nuestro mayor problema es que empezamos a no distinguir que la vida humana es efectivamente un valor supremo, pero no tanto por ser vida, como por ser humana. Es decir, dotada de conciencia y libertad. Por lo que el criterio ético para enjuiciar las conductas que lastiman a otro exige tener en cuenta el daño que sufren estas facultades y posibilidades humanas y no solo el que sufre la vida biológica sin más. Si la vida fuera el bien supremo, lo congruente habría sido tirar las armas hace mucho. Si no lo hacemos es porque no se trata de salvar la vida, sino de salvar cierta clase de vida, ésa que merece la pena vivirse».

La cita no es mía sino de J.M. Ruiz Soroa ('Víctimas', 12-4-11). Por eso se me hace más difícil entender el significado de este artículo y siento disentir (por la admiración que le profeso) con el trasfondo del mismo, pero creo que lanza una serie de afirmaciones y conclusiones, que dice se autoatribuyen las víctimas, que no se corresponden ni con la realidad de ese mundo ni con sus verdaderas intenciones. Así, decir «las víctimas se consideran investidas de una especial legitimación para formular opiniones…». No creo que se corresponda con la verdadera naturaleza de sus actos pues no se sienten ni más legitimadas, ni nos consideramos en posesión de verdad absoluta alguna. Nuestras ideas, al menos las mías, no parten del sufrimiento o dolor padecido, sino del análisis racional de lo acontecido y los actos que nos llevan a movilizarnos tienen precisamente como objetivo, el fortalecimiento de nuestro Estado de derecho, para que éste sirva precisamente para amparar, sin atajos políticos y con aplicación efectiva de la justicia dimanada de él, la dignidad que merecemos, para poder vivir esa cierta clase de vida que merece la pena vivirse. Y reivindicar eso no es bajarse a la arena de la refriega política, no es querer ser algo más que simples ciudadanos, y cuestionarse si la sociedad no tendría que tenernos en cuenta más que a otros me lleva en bucle a la cita con la que empecé esta carta.

http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110413/opinion/ciudadanos-victimas-20110413.html



domingo, 10 de abril de 2011

Comparaciones

10.04.11

JAVIER ZARZALEJOS

El Correo



La cuestión no son las 'actas' de ETA, sino la actuación del Gobierno. No habría que olvidar que las 'actas' se han conocido porque un magistrado -no el PP- considera esa documentación relevante para la instrucción del 'caso Faisán'


Aferrados a la supuesta fidelidad literal de unas notas de los representantes de ETA en la reunión de mayo de 1999 con enviados del entonces presidente del Gobierno José María Aznar, los mismos que califican las 'actas' de ETA de «bazofia» y «documentos llenos de mentiras, omisiones y manipulaciones», insisten en equiparar aquel encuentro en Suiza con el proceso de negociación con ETA-Batasuna mantenido por este Gobierno.

La legitimación retrospectiva de un balance de gobierno tan desolador se ha convertido en una necesidad crucial de los socialistas. Mucho más ahora que Zapatero tiene que construir con urgencia su propio relato viendo que desde sus propias filas se remite a la historia el juicio o, peor aun, la absolución por lo hecho en el poder.

A esta necesidad responde, en último término, un afán verdaderamente compulsivo por comparar, no como explicación sino como coartada. Resulta un poco excesivo, incluso para la agresiva propaganda oficial, equiparar un encuentro de dos horas y media, transcurridos nueve meses de tregua etarra, con un proceso de negociación que, según declaraciones en sede judicial, incluyó hasta 65 reuniones con la banda y 200 con su brazo político ilegalizado. Dicen -yo no lo creo- que en esa duradera relación hubo recepciones ofrecidas por los anfitriones noruegos, rondas de confesionario con los mediadores y almuerzos de trabajo. De ser así, hay que reconocerlo: el empaque sin precedentes que habría adquirido el evento negociador y su variada puesta en escena dejaría más disminuida aun aquella solitaria reunión en Suiza.

Como la propaganda lo es porque desafía la lógica y la realidad, lo que no explica es cómo ETA no aprovechó la oportunidad de sacarle hasta las entretelas al Gobierno del momento. Si se renunciaba a derrotar a la banda, si se invitaba a la negociación política, si Aznar no hacía otra cosa que acercar presos etarras para congraciarse con la banda, ¿cómo es posible que ETA dejara pasar todo lo que se le ofrecía? La propaganda no lo explica, ETA sí. En el 'acta' -aquí ETA habla de sí misma- reprocha a los interlocutores no llevar «ninguna propuesta concreta». Explícita fue también la banda en el comunicado de junio en el que informaba del encuentro: «Las premisas han sido claras, planteando por parte de la organización ETA la necesidad de respetar el proceso político que se ha iniciado y la palabra de Euskal-Herria y descartando por parte del Gobierno español esa posibilidad». Meses después en su boletín 'Zutabe', ETA insistía en que los enviados de Aznar habían ido «con las manos en los bolsillos» y criticaba al Gobierno por haberse situado como «un observador ajeno al proceso», un argumento que ya había utilizado en la propia reunión cuando espetó a los interlocutores: «Ustedes están realizando una lectura externa de la situación actual como si no estuvieran implicados». Ejerciendo de líder, en una entrevista al Diario Vasco el 31 de octubre de 1999, firmada por el hoy director general de EITB, Alberto Surio, Rafael Díez Usabiaga concluyó: «El Gobierno ha utilizado la única reunión con ETA como un instrumento represivo».

Lo cierto es que en aquellas circunstancias el Gobierno del PP creyó que lo conveniente era tener una reunión con ETA y muchas con el PSOE. Era lo que había que hacer. Años después, otro Gobierno decidió que lo conveniente era lo contrario: tener muchas reuniones con ETA y una con el PP. Por comparar.

Aznar dejó claro que se trataba de acreditar si en ETA existía esa voluntad inequívoca de abandono de la violencia de la que hablaba el Pacto de Ajuria-Enea. Pues bien, acreditado quedó que ni «final dialogado» ni «paz por presos». A pesar de lo que tantos sostenían, mientras presionaban al Gobierno para que librara a ETA de la carga de la prueba, ETA no jugaba a eso. Muchos de aquellos que entonces proclamaban el «final dialogado» como un imperativo moral, como una verdad evidente e indiscutible, hoy se exhiben escandalizados -«¡Aznar habló con ETA!»- desde su conversión forzada y a tiempo parcial a la primacía de la ley en la lucha contra ETA.

Sobre los movimientos de presos, es una lástima que la propaganda oficial, siempre atenta a recordar la autorización dada por el Congreso al Gobierno en mayo de 2005, tenga flaca memoria para las dos resoluciones parlamentarias de noviembre del 98 y de junio del 99 promovidas por IU y PNV y EA respectivamente, con el concurso del PSOE -el PP no tenía mayoría absoluta- en las que se instaba al cambio en la política penitenciaria. Se mantuvo la dispersión y de esos movimientos se excluyeron los traslados a cárceles del País Vasco de presos en cumplimiento de condena, salvo casos muy singulares y estrictamente limitados. Eso sí, faltaban 4 años y una mayoría absoluta del PP para que se pudiera impulsar con éxito una ley de cumplimiento efectivo de las penas que el PP venía reclamando en solitario desde muchos años atrás.

La cuestión no son las actas de ETA sino la actuación del Gobierno. Por mucho que se pretenda embarrar el terreno, no habría que olvidar que las 'actas' se han conocido porque un magistrado -no el Partido Popular- ha considerado que esa documentación es relevante para la instrucción en el 'caso Faisán' por la verosímil vinculación del llamado 'chivatazo' con la negociación con ETA. La sección de lo Penal de la Audiencia Nacional, con una posición discrepante, ha ratificado la imputación por delito de colaboración con banda armada a los implicados en el caso.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110410/opinion/comparaciones-20110410.html

sábado, 9 de abril de 2011

Falsas denuncias

09.04.11

F. L. CHIVITE

El Correo


Preferimos creer que se trata de pocos casos. Pero la pregunta es: ¿cuántos son pocos?


Vivimos en una sociedad extremadamente judicializada. Las relaciones entre las personas se han sofisticado y cada día son más conflictivas. Y se legisla sobre todo. Supongo que es algo necesario, no digo que no. La posibilidad de acudir a la Administración de Justicia es, para cualquiera de nosotros, una garantía de que nuestros derechos serán respetados. Pero cada vez nos denunciamos más unos a otros. Y eso inevitablemente propicia la expansión de dos fenómenos pavorosos y relacionados entre sí: las denuncias falsas y los errores judiciales. Hace unos días leí el caso de un hombre que ha estado ocho años apartado de sus hijos por una falsa denuncia de violación. Ayer mismo, otro caso parecido: un español en Noruega, falsamente acusado de violación por la novia de su jefe, se ha pasado varios meses en las cárceles de ese país. Y a la vez, la curiosa historia de una mujer de 27 años que se enviaba anónimos amenazantes y se causó heridas de arma blanca a sí misma para presentar una falsa denuncia. La coincidencia de estas tres noticias en una semana, unida a la circunstancia personal de que hace unos años tuve ocasión de observar, en alguien muy cercano a mí, los devastadores efectos psicológicos que ocasiona en una persona inocente una falsa denuncia por violación, me han animado a tocar este engorroso asunto, sobre el que creo que se ha reflexionado y debatido muy poco en los medios. A menudo, alguien que ha sido falsamente denunciado por violación y condenado erróneamente (o bien porque se han extraviado las pruebas o bien porque no se ha considerado necesaria su existencia), tarda muchos años en recuperar su equilibrio emocional, si es que lo recupera. Ignoro si en España hay datos fiables sobre la magnitud de este fenómeno. A priori, preferimos creer que se trata de pocos casos. Pero acto seguido, la pregunta es: ¿cuántos son pocos? Decir que en España hay miles de inocentes encarcelados no es decir nada. Por lo que he visto, hay dos estudios (ambos estadounidenses) que tratan de abordar este tema. En uno de ellos (de 1985) se dice que las falsas acusaciones por violación suponían un 27% de las denuncias totales. En el otro (de 1994), se estimaba que podrían llegar a alcanzar el 40%. Pensar que estas cifras puedan ser extrapolables asusta. Se enumeran tres motivos mayoritarios por los que se realiza una falsa denuncia de este tipo: la venganza, el intento de crear una coartada y la búsqueda de atención y compasión. Conseguir hilar fino en esa turbiedad es difícil, desde luego. Quizá por eso, la mayoría quedan impunes, ya que no se considera denuncia falsa si no hay retractación de la denunciante. En cualquier caso, (desde que leí 'El proceso' de Kafka a una edad tal vez demasiado temprana) el tema de las condenas de inocentes siempre me ha parecido espeluznante.



http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110409/opinion/falsas-denuncias-20110409.html



domingo, 20 de marzo de 2011

El sesgo de confirmación

20.03.11

JOSÉ MARÍA ROMERA

El Correo




«De humanos es errar y de necios permanecer en el error» CICERÓN

Una parte de nuestro cerebro va en busca de información para ampliar conocimientos y facilitarnos una interpretación de la realidad que permita responder a situaciones nuevas. Es, por así decirlo, nuestro lado inquieto, curioso, abierto al descubrimiento. Pero hay otra parte que actúa en la dirección opuesta, esto es, negándose a cambiar los esquemas que ya tiene diseñados por más que las evidencias vengan a demostrar nuestro error. Ocurre hasta en las cabezas mejor equipadas. No es infrecuente que intelectuales nada sospechosos de dejarse llevar por la inercia mental se mantengan asidos a un dogma, a una teoría, a una posición ideológica o escolástica determinada y oculten -a los otros pero también a sí mismos- aquellas pruebas que debilitan su postura al tiempo que privilegian las informaciones que la refuerzan.

Somos animales de costumbres. Cuando nos habituamos a seguir una y otra vez el mismo camino, nos supone esfuerzo cambiar de trayecto y también de equipaje. Aunque el hipermercado de la comunicación nos facilite en abundancia toda clase de noticias, tendemos a quedarnos con las más ajustadas a nuestros intereses y a seleccionar dentro de ellas solo los detalles que nos convengan. Pensemos en una encuesta sobre preferencias políticas en la que la mitad de los entrevistados se incline por el Gobierno y la otra mitad prefiera a la oposición. Unos pondrán el foco en el primer dato minimizando el segundo, mientras que para otros ocurrirá a la inversa. En cualquiera de la direcciones, un 50 % no podrá nunca ser equiparado al otro 50 %.

Los especialistas denominan «sesgo de confirmación» a la tendencia a interpretar las informaciones de acuerdo con lo que uno cree, independientemente de la verdad, calidad, cantidad o significado objetivo de esas informaciones. Si se produce el atraco a un banco y en él participan cuatro personas de las cuales una es extranjera, el xenófobo encontrará en esa cuarta parte un argumento irrebatible para sus tesis sobre lo abominable de las gentes venidas de fuera. Un profesor predispuesto a considerar a unos alumnos más listos y a otros más tontos otros encontrará en los exámenes de los primeros más aciertos y en los de los segundos más fallos, aunque crea que califica imparcialmente a todos ellos. Por regla general, la fidelidad de los lectores a determinados periódicos se debe a la certeza de que encontrarán en sus páginas un reflejo de las ideas y las opiniones propias.

Nuestra mente trabaja para descubrir la verdad, pero mucho más para fabricar patrones donde encajarla. Una vez creado el estereotipo, el cliché o la idea preconcebida, todo conspira para defenderlos. Poco cuenta que esa defensa se haga a costa de sacrificar los datos ciertos. El «ya lo decía yo» puede mucho más que el «estaba equivocado». Los primeros observadores del sesgo de confirmación pensaban que uno de sus remedios consistiría en ampliar el campo de visión del sujeto, de tal modo que al recibir más informaciones tendería a minimizar el valor de las ya poseídas. Curiosamente, el efecto era en muchos casos el opuesto. El sesgo de confirmación no solo hacía que los prejuicios se mantuvieran, sino que los reforzaba. Contra la extendida opinión de que el provincianismo se cura viajando está la comprobación de que muchos viajeros vuelven de sus expediciones más apegados que antes al terruño.

Una de las ficciones de la sociedad de la información se basa en creer en el poder ilustrado de esa información servida a grandes cantidades. Se supone que los ciudadanos expuestos a la libre circulación de mensajes acaban tarde o temprano rindiéndose al imperio de la verdad objetiva. Pero no se tiene en cuenta otra fuerza de poder incalculable: la que nos lleva a aferrarnos a la seguridad de lo ya sabido. «Más vale malo conocido que bueno por conocer», dice el refrán del contentadizo que no quiere saber nada de desafíos ni de novedades. El discurso político de nuestro tiempo se aleja paulatinamente del ideal de la persuasión para concentrarse en el objetivo de la fidelización. Situado cada cual en su trinchera, lo que importa es reforzar las convicciones de los parroquianos para que, con razón o sin ella, se reafirmen en su posición y no se sientan tentados de cambiar de ideas. ¿Acaso no hemos descalificado siempre por «chaqueteros» o «tránsfugas» a aquellos que rectificaban la dirección de sus preferencias, y en cambio seguimos admirando el modelo humano de los «íntegros» que se mantienen en sus posiciones contra viento y marea? Entra dentro de lo humanamente comprensible el hecho de que rectificar supone a veces echar por la borda toda una vida y empezar de cero, empresa heroica que no todo el mundo está dispuesto a afrontar.

No dejes que la verdad te estropee un buen prejuicio, esa es la consigna. Y es que hemos construido nuestros edificios biográficos a base de terquedades sucesivas de las que no estamos dispuestos a apearnos así como así.

http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110320/opinion/sesgo-confirmacion-20110320.html