martes, 26 de abril de 2011

Fue un fracaso

26.04.11

J. M. RUIZ SOROA |

El Correo


La Segunda República fue la época de los intransigentes. Las fuerzas en liza sobrevaloraron la fidelidad a los principios y condenaron cualquier atisbo de pacto con los contrarios


Cuando nuestros hodiernos republicanos comparan la Segunda República española con el régimen democrático actual incurren indefectiblemente en una trampa característica: la de cotejar ideales con realidades, lo cual garantiza indefectiblemente el triunfo del ideal. Es la misma trampa que sufrimos durante años cuando se comparaba el ideal del comunismo con la realidad del capitalismo. Y es que para ser válida y significativa la comparación debe hacerse necesariamente, bien entre dos tipos ideales de régimen político, bien entre dos realidades concretas, pero nunca cruzar los términos. Si comparamos los ideales que inspiraron la República con la realidad de nuestra monarquía, ganará por goleada la primera, claro. Y ahí esta la trampa, pues lo que hay que comparar es la realidad histórica del régimen republicano durante sus cinco años de existencia con la realidad de nuestra monarquía democrática y constitucional durante los suyos.

Si hacemos así la comparación, el resultado es de una evidencia aplastante: nuestro actual régimen democrático funciona razonablemente bien desde hace treinta años puesto que nos permite convivir en libertad y avanzar hacia una sociedad mejor ordenada, por mucho que nos falte todavía. En cambio, la Segunda República fue un puro y simple fracaso: a los cinco años de ser inaugurada, la convivencia democrática se había hecho prácticamente imposible entre los españoles. En ese corto tiempo, la República había conocido cuatro insurrecciones generales anarquistas, una socialista, otra militar-derechista y una última separatista, lo que demuestra más allá de toda duda el escaso grado de lealtad democrática que consiguió suscitar entre las fuerzas políticas más significativas, así como que fue incapaz de estabilizarse.

Este de la lealtad democrática es uno de los puntos negros más significativos del régimen republicano. En efecto, sin contar con el movimiento anarquista que se declaró abiertamente contrario al régimen desde el principio, resulta que tanto la derecha católica como la izquierda socialista se consideraron a sí mismas como opciones semileales al régimen republicano. Lo aceptaron, pero solo accidentalmente, en tanto en cuanto les permitiese transitar hacia su modelo ideal de sociedad, el revolucionario en un caso, el corporativo-autoritario en otro. Sólo los partidos estrictamente republicano-burgueses fueron leales a la República, aunque no desdeñaron el recurso a la intervención cuando los resultados electorales no les favorecían. Y es que, en los años treinta, el recurso a la violencia se consideraba una posibilidad política siempre abierta y nunca condenable a priori. Algo que se nos olvida casi siempre. Como se nos olvida que la democracia parlamentaria era entonces un sistema generalmente despreciado en Europa, pues la juventud proclama su preferencia por los sistemas eficaces , fuesen los comunistas o los fascistas.

La Segunda República española padeció de muchos males, entre los que estaban los propios de la Europa de su época histórica, así como ciertos errores crasos en su diseño constitucional. Pero padeció sobre todo, y precisamente en los personajes políticos que más directamente la dirigieron y simbolizaron, de dos defectos que se revelaron terribles a la larga: la inflación de expectativas y la intransigencia de principios.

La Segunda República nació ilusionada y pacíficamente en el seno de una sociedad que llevaba treinta años de un fuerte desarrollo modernizador y con una acusada movilidad ascendente. Quizá por ello generó en sus políticos, unos aficionados sin experiencia previa de gobierno, un exceso de expectativas: la República podía y debía resolver de golpe todos los grandes problemas de España, el clerical, el agrario, el de la enseñanza, el territorial, el militar, etc. Se creyó adanistamente que se estaba en un tiempo nuevo que permitía cambiar radicalmente y de un plumazo la realidad de la sociedad española, mediante una serie de «destrucciones significativas», dijo Azaña. La realidad pronto enseñó su cara rebelde y su perfil difícil, y las desilusiones fueron tan grandes como lo habían sido las previas expectativas creadas.

Pero es que, además, la Segunda República fue la época de los intransigentes. Casi todas las fuerzas políticas en liza, del anarquismo al nacional-catolicismo, de los republicanos de izquierda a los socialistas, sobrevaloraron la fidelidad estricta a los principios y condenaron cualquier atisbo de pacto con los contrarios como una traición inadmisible a su ideario. Es característico a este respecto el jacobinismo intransigente de los republicanos de izquierdas, a quienes tocó dirigir inicialmente la República, y que la entendieron como si fuera un régimen de su propiedad en el que no cabía pactar con los conservadores accidentalistas. «No más abrazos de Vergara, no más pactos, no más transacciones, si quieren la guerra civil que la hagan», dijo Albornoz ya en 1931. El único partido (el Radical de Lerroux) que concebía la política como pacto y transacción, casi como un negocio, resultó aplastado entre tanta intransigencia y pureza.

A la altura de julio de 1936 el régimen republicano se había demostrado como un fracaso que exigía a gritos una corrección urgente: una corrección de firmeza democrática como la que pedían Maura o Sánchez Román. Pero para entonces las fuerzas políticas a derecha e izquierda de los republicanos habían ya apostado mayoritariamente por soluciones que iban más allá de la democracia, fueran éstas la revolución o el golpe militar reaccionario. La violencia política, hija directa de la exclusión y la intransigencia, se había adueñado de la República y el eclipse de la democracia en España había comenzado. Franco lo convirtió en una noche trágica que duró cuarenta años.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110426/opinion/fracaso-20110426.html

martes, 12 de abril de 2011

Víctimas

12.04.11

J. M. RUIZ SOROA

El Correo



Las víctimas tienen su papel en los procesos de erradicación de la violencia, cierto. Pero ese papel nunca podrá ser, en un Estado de Derecho consolidado, ni protagonista ni relator: su papel es el más humilde de ser testigos o símbolos

El Estado de Derecho de los países liberales y democráticos nunca ha tenido un lugar especial para las víctimas de los actos delictivos violentos que se produjeran en su ámbito. Y esta ausencia no ha sido casual, ni ha constituido un olvido del Derecho, sino que se ha correspondido exactamente con la filosofía que hay detrás del tratamiento conceptual y práctico que se concede al fenómeno social del delito. En efecto, el delito no es catalogado como tal porque se trate de un caso de daño causado injustamente a otra persona (la víctima), sino porque supone una transgresión voluntaria del orden jurídico en que se fundamenta la convivencia de todos. Lo relevante para el Derecho no es el hecho de que se haya causado un daño concreto a alguien, sino la rebelión del infractor contra las normas generales.

En las sociedades antiguas era el daño inferido a otra persona el que se valoraba como crimen. El crimen era algo esencialmente privado, se traducía en una relación personal entre victimario y víctima, y era ésta última la titular del derecho a perseguir al culpable y exigir una retribución por el mal sufrido. O a perdonarle. Por el contrario, el Estado moderno valora la acción delictiva en tanto en cuanto se opone a un orden jurídico general, y lo que pretende al sancionar al delincuente es restaurar la plena vigencia del orden jurídico. Resarcir a la víctima es sólo una función complementaria y accesoria del Derecho, nunca la principal. Es por ello por lo que en el proceso penal los papeles protagonistas están atribuidos al delincuente al que se juzga y al Estado de Derecho que acusa y sentencia. La víctima tiene un papel excéntrico o marginal al proceso jurídico.

Ahora bien, en la política moderna ha tenido lugar un fenómeno peculiar, y es el de la revalorización (política) del papel genérico de víctima. Los ciudadanos se conciben a sí mismos como víctimas, la sociedad va poco a poco convirtiéndose en un conglomerado inestable de víctimas de todo tipo, y no existe mejor título de legitimación política para defender cualquier pretensión que el de presentarse a sí mismo como víctima de alguna injusticia, concreta o cósmica. Hoy en política nadie quiere ser víctima pero todo el mundo quiere haberlo sido en el pasado.

Este fenómeno político se ha trasladado al ámbito del Estado de Derecho y asistimos hoy algo perplejos al caso de que las víctimas de los delitos, sobre todo cuando son repetidos y colectivos, reclaman un papel protagonista en su persecución y tratamiento. Las víctimas se consideran investidas de una especial legitimación para formular sus opiniones, sus intereses y sus exigencias con respecto al fenómeno delictivo y todo lo que le rodea. Y, efectivamente, la sociedad mediática en que vivimos les concede una enorme atención, pone su foco sobre ellas.

Esta reaparición social de las víctimas tiene algún rasgo positivo, sin duda: las víctimas han estado en ocasiones muy escondidas y olvidadas (el terrorismo vasco es paradigmático al efecto); en otras ocasiones, han sido precisamente las víctimas las que con su presencia dolorida y su exigencia permanente de restaurar sus derechos, han contribuido al efectivo castigo de los culpables de crímenes odiosos (Sudamérica). Las víctimas han operado como ejemplos vivientes de los derechos humanos conculcados, han concretado con su humanidad doliente la configuración abstracta y objetiva del Estado de Derecho. Son y serán siempre un acicate permanente para activar a Estados de Derecho ausentes o insuficientes.

Y, sin embargo, creo que no conviene en este punto dejarse llevar por una fácil 'victimolatría' y llegar al extremo de configurar a las víctimas como protagonistas del proceso democrático de erradicación de la violencia y retribución por los delitos cometidos. Porque hay un fondo de razón muy evidente en la desconfianza con que el Estado de Derecho ha observado siempre la actuación de las víctimas: el hecho cierto de que se trata de personas concretas, cargadas por ello con todos los sentimientos e intereses propios de la subjetividad humana. No se trata de afirmar que el delito es ante todo una cuestión pública, mientras que el daño sufrido sería una cuestión privada. La distinción no se traza entre lo público y lo privado, sino entre la consideración abstracta y objetiva de la norma jurídica, y la visión concreta y subjetiva de la víctima. La relevante es la primera, y quien la protagoniza es la comunidad democrática de ciudadanos. Las víctimas son personas y su propio dolor las somete a constricciones evidentes, nunca serán jueces fiables.

Las víctimas tienen su papel en los procesos de erradicación de la violencia y deslegitimación del terrorismo, cierto. Pero ese papel nunca podrá ser, en un Estado de Derecho consolidado, ni un papel protagonista ni un papel relator: su papel es el más humilde de ser testigos o símbolos. Un papel difícil de mantener, ante la tentación constante de bajar a la arena pública e intervenir en la refriega política enarbolando el mal sufrido como título. Pero si así lo hacen, las víctimas no son ya símbolos de nada, sino unos simples ciudadanos más: y la sociedad podrá preguntarse por qué debería tenerles en cuenta más que a otros.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110412/opinion/victimas-20110412.html


CARTAS AL DIRECTOR
Ciudadanos y víctimas
13.04.11
JOSU PUELLES GARCÍA. BILBAO

El Correo



«Nuestro mayor problema es que empezamos a no distinguir que la vida humana es efectivamente un valor supremo, pero no tanto por ser vida, como por ser humana. Es decir, dotada de conciencia y libertad. Por lo que el criterio ético para enjuiciar las conductas que lastiman a otro exige tener en cuenta el daño que sufren estas facultades y posibilidades humanas y no solo el que sufre la vida biológica sin más. Si la vida fuera el bien supremo, lo congruente habría sido tirar las armas hace mucho. Si no lo hacemos es porque no se trata de salvar la vida, sino de salvar cierta clase de vida, ésa que merece la pena vivirse».

La cita no es mía sino de J.M. Ruiz Soroa ('Víctimas', 12-4-11). Por eso se me hace más difícil entender el significado de este artículo y siento disentir (por la admiración que le profeso) con el trasfondo del mismo, pero creo que lanza una serie de afirmaciones y conclusiones, que dice se autoatribuyen las víctimas, que no se corresponden ni con la realidad de ese mundo ni con sus verdaderas intenciones. Así, decir «las víctimas se consideran investidas de una especial legitimación para formular opiniones…». No creo que se corresponda con la verdadera naturaleza de sus actos pues no se sienten ni más legitimadas, ni nos consideramos en posesión de verdad absoluta alguna. Nuestras ideas, al menos las mías, no parten del sufrimiento o dolor padecido, sino del análisis racional de lo acontecido y los actos que nos llevan a movilizarnos tienen precisamente como objetivo, el fortalecimiento de nuestro Estado de derecho, para que éste sirva precisamente para amparar, sin atajos políticos y con aplicación efectiva de la justicia dimanada de él, la dignidad que merecemos, para poder vivir esa cierta clase de vida que merece la pena vivirse. Y reivindicar eso no es bajarse a la arena de la refriega política, no es querer ser algo más que simples ciudadanos, y cuestionarse si la sociedad no tendría que tenernos en cuenta más que a otros me lleva en bucle a la cita con la que empecé esta carta.

http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110413/opinion/ciudadanos-victimas-20110413.html



domingo, 10 de abril de 2011

Comparaciones

10.04.11

JAVIER ZARZALEJOS

El Correo



La cuestión no son las 'actas' de ETA, sino la actuación del Gobierno. No habría que olvidar que las 'actas' se han conocido porque un magistrado -no el PP- considera esa documentación relevante para la instrucción del 'caso Faisán'


Aferrados a la supuesta fidelidad literal de unas notas de los representantes de ETA en la reunión de mayo de 1999 con enviados del entonces presidente del Gobierno José María Aznar, los mismos que califican las 'actas' de ETA de «bazofia» y «documentos llenos de mentiras, omisiones y manipulaciones», insisten en equiparar aquel encuentro en Suiza con el proceso de negociación con ETA-Batasuna mantenido por este Gobierno.

La legitimación retrospectiva de un balance de gobierno tan desolador se ha convertido en una necesidad crucial de los socialistas. Mucho más ahora que Zapatero tiene que construir con urgencia su propio relato viendo que desde sus propias filas se remite a la historia el juicio o, peor aun, la absolución por lo hecho en el poder.

A esta necesidad responde, en último término, un afán verdaderamente compulsivo por comparar, no como explicación sino como coartada. Resulta un poco excesivo, incluso para la agresiva propaganda oficial, equiparar un encuentro de dos horas y media, transcurridos nueve meses de tregua etarra, con un proceso de negociación que, según declaraciones en sede judicial, incluyó hasta 65 reuniones con la banda y 200 con su brazo político ilegalizado. Dicen -yo no lo creo- que en esa duradera relación hubo recepciones ofrecidas por los anfitriones noruegos, rondas de confesionario con los mediadores y almuerzos de trabajo. De ser así, hay que reconocerlo: el empaque sin precedentes que habría adquirido el evento negociador y su variada puesta en escena dejaría más disminuida aun aquella solitaria reunión en Suiza.

Como la propaganda lo es porque desafía la lógica y la realidad, lo que no explica es cómo ETA no aprovechó la oportunidad de sacarle hasta las entretelas al Gobierno del momento. Si se renunciaba a derrotar a la banda, si se invitaba a la negociación política, si Aznar no hacía otra cosa que acercar presos etarras para congraciarse con la banda, ¿cómo es posible que ETA dejara pasar todo lo que se le ofrecía? La propaganda no lo explica, ETA sí. En el 'acta' -aquí ETA habla de sí misma- reprocha a los interlocutores no llevar «ninguna propuesta concreta». Explícita fue también la banda en el comunicado de junio en el que informaba del encuentro: «Las premisas han sido claras, planteando por parte de la organización ETA la necesidad de respetar el proceso político que se ha iniciado y la palabra de Euskal-Herria y descartando por parte del Gobierno español esa posibilidad». Meses después en su boletín 'Zutabe', ETA insistía en que los enviados de Aznar habían ido «con las manos en los bolsillos» y criticaba al Gobierno por haberse situado como «un observador ajeno al proceso», un argumento que ya había utilizado en la propia reunión cuando espetó a los interlocutores: «Ustedes están realizando una lectura externa de la situación actual como si no estuvieran implicados». Ejerciendo de líder, en una entrevista al Diario Vasco el 31 de octubre de 1999, firmada por el hoy director general de EITB, Alberto Surio, Rafael Díez Usabiaga concluyó: «El Gobierno ha utilizado la única reunión con ETA como un instrumento represivo».

Lo cierto es que en aquellas circunstancias el Gobierno del PP creyó que lo conveniente era tener una reunión con ETA y muchas con el PSOE. Era lo que había que hacer. Años después, otro Gobierno decidió que lo conveniente era lo contrario: tener muchas reuniones con ETA y una con el PP. Por comparar.

Aznar dejó claro que se trataba de acreditar si en ETA existía esa voluntad inequívoca de abandono de la violencia de la que hablaba el Pacto de Ajuria-Enea. Pues bien, acreditado quedó que ni «final dialogado» ni «paz por presos». A pesar de lo que tantos sostenían, mientras presionaban al Gobierno para que librara a ETA de la carga de la prueba, ETA no jugaba a eso. Muchos de aquellos que entonces proclamaban el «final dialogado» como un imperativo moral, como una verdad evidente e indiscutible, hoy se exhiben escandalizados -«¡Aznar habló con ETA!»- desde su conversión forzada y a tiempo parcial a la primacía de la ley en la lucha contra ETA.

Sobre los movimientos de presos, es una lástima que la propaganda oficial, siempre atenta a recordar la autorización dada por el Congreso al Gobierno en mayo de 2005, tenga flaca memoria para las dos resoluciones parlamentarias de noviembre del 98 y de junio del 99 promovidas por IU y PNV y EA respectivamente, con el concurso del PSOE -el PP no tenía mayoría absoluta- en las que se instaba al cambio en la política penitenciaria. Se mantuvo la dispersión y de esos movimientos se excluyeron los traslados a cárceles del País Vasco de presos en cumplimiento de condena, salvo casos muy singulares y estrictamente limitados. Eso sí, faltaban 4 años y una mayoría absoluta del PP para que se pudiera impulsar con éxito una ley de cumplimiento efectivo de las penas que el PP venía reclamando en solitario desde muchos años atrás.

La cuestión no son las actas de ETA sino la actuación del Gobierno. Por mucho que se pretenda embarrar el terreno, no habría que olvidar que las 'actas' se han conocido porque un magistrado -no el Partido Popular- ha considerado que esa documentación es relevante para la instrucción en el 'caso Faisán' por la verosímil vinculación del llamado 'chivatazo' con la negociación con ETA. La sección de lo Penal de la Audiencia Nacional, con una posición discrepante, ha ratificado la imputación por delito de colaboración con banda armada a los implicados en el caso.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110410/opinion/comparaciones-20110410.html

sábado, 9 de abril de 2011

Falsas denuncias

09.04.11

F. L. CHIVITE

El Correo


Preferimos creer que se trata de pocos casos. Pero la pregunta es: ¿cuántos son pocos?


Vivimos en una sociedad extremadamente judicializada. Las relaciones entre las personas se han sofisticado y cada día son más conflictivas. Y se legisla sobre todo. Supongo que es algo necesario, no digo que no. La posibilidad de acudir a la Administración de Justicia es, para cualquiera de nosotros, una garantía de que nuestros derechos serán respetados. Pero cada vez nos denunciamos más unos a otros. Y eso inevitablemente propicia la expansión de dos fenómenos pavorosos y relacionados entre sí: las denuncias falsas y los errores judiciales. Hace unos días leí el caso de un hombre que ha estado ocho años apartado de sus hijos por una falsa denuncia de violación. Ayer mismo, otro caso parecido: un español en Noruega, falsamente acusado de violación por la novia de su jefe, se ha pasado varios meses en las cárceles de ese país. Y a la vez, la curiosa historia de una mujer de 27 años que se enviaba anónimos amenazantes y se causó heridas de arma blanca a sí misma para presentar una falsa denuncia. La coincidencia de estas tres noticias en una semana, unida a la circunstancia personal de que hace unos años tuve ocasión de observar, en alguien muy cercano a mí, los devastadores efectos psicológicos que ocasiona en una persona inocente una falsa denuncia por violación, me han animado a tocar este engorroso asunto, sobre el que creo que se ha reflexionado y debatido muy poco en los medios. A menudo, alguien que ha sido falsamente denunciado por violación y condenado erróneamente (o bien porque se han extraviado las pruebas o bien porque no se ha considerado necesaria su existencia), tarda muchos años en recuperar su equilibrio emocional, si es que lo recupera. Ignoro si en España hay datos fiables sobre la magnitud de este fenómeno. A priori, preferimos creer que se trata de pocos casos. Pero acto seguido, la pregunta es: ¿cuántos son pocos? Decir que en España hay miles de inocentes encarcelados no es decir nada. Por lo que he visto, hay dos estudios (ambos estadounidenses) que tratan de abordar este tema. En uno de ellos (de 1985) se dice que las falsas acusaciones por violación suponían un 27% de las denuncias totales. En el otro (de 1994), se estimaba que podrían llegar a alcanzar el 40%. Pensar que estas cifras puedan ser extrapolables asusta. Se enumeran tres motivos mayoritarios por los que se realiza una falsa denuncia de este tipo: la venganza, el intento de crear una coartada y la búsqueda de atención y compasión. Conseguir hilar fino en esa turbiedad es difícil, desde luego. Quizá por eso, la mayoría quedan impunes, ya que no se considera denuncia falsa si no hay retractación de la denunciante. En cualquier caso, (desde que leí 'El proceso' de Kafka a una edad tal vez demasiado temprana) el tema de las condenas de inocentes siempre me ha parecido espeluznante.



http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110409/opinion/falsas-denuncias-20110409.html