jueves, 18 de abril de 2013

Nostalgia socialdemócrata

EL CORREO 18/04/13 J. M. RUIZ SOROA

Thatcher no fue sino la ocasión histórica para el cambio que reclamaban los fracasos reales, para poner un límite al protagonismo directo de lo público en la economía y comenzar a adelgazar el Estado

El reciente fallecimiento de Margaret Thatcher ha proporcionado a algunos una nueva ocasión para pregonar su muy particular historia de los últimos cincuenta años europeos. Aunque conviene decir que, más que historia, es en realidad nostalgia. El relato nos cuenta que existió un Estado interventor en la economía y en la sociedad que habría llegado a ser el gran benefactor para la mayoría de los ciudadanos allá por los años setenta del pasado siglo, y que fue cruelmente truncado en su desarrollo por las ideas de políticos como Thatcher, Reagan o Khol, o de intelectuales como Hayek, Popper o Raymond Aron. Por culpa de ellos, el Estado de bienestar comenzó a adelgazar y frente a la ‘solidaridad’ (palabra talismán en el universo socialdemócrata), apareció el ‘individualismo’ en su forma más degradada, esa que se supone que considera al ser humano como un ente puramente egoísta y posesivo. Por poner un ejemplo, es la historia que contaba (espléndidamente por cierto) Tony Judt en ‘Algo va mal’.

Como escribió Álvarez Junco a propósito de la obra de Judt, esta explicación para el cambio de paradigma en política económica que tuvo lugar en los setenta parece muy débil. ¿Cómo es que bastaron los escritos de unos cuantos intelectuales y el liderazgo de unos cuantos políticos para convencer a las sociedades occidentales de que abandonasen un modelo económico que les estaba reportando tan grandes beneficios? Sabemos desde Marx, por lo menos, que no son las ideas las que dirigen el proceso del cambio social, y que las personas concretas que encarnan el poder tienen escasa importancia, si alguna, en el desencadenamiento de esos procesos. Por eso, la vulgata socialdemócrata resulta curiosamente idealista (precisamente lo contrario de su filosofía de base que es materialista) porque hace depender de las ideas de dos o tres líderes un cambio económico de enorme magnitud. Unas ideas que, además, son definidas desde una insufrible superioridad intelectual como «las ideas del tendero». Y no digamos cuando endosa a la terna Thatcher/Reagan/Wojtila el desmoronamiento del socialismo real de la Unión Soviética y países adláteres en los ochenta. Demasiado cambio en la estructura sociopolítica del mundo para ser fruto de las ideas de unas personas, por líderes que fueran, ¿no?

Por otro lado, esta historia encierra al final un núcleo literalmente incomprensible: ¿Cómo explicar que la mayoría de los ciudadanos de un país libre –Reino Unido– eligiera reiteradamente a una líder que no hacía sino retirarles prestaciones y derechos? ¿Se trató de un alucinamiento colectivo? ¿Cómo explicar que los socialistas que dirigían otros países –Mitterand, González, Delors– siguieran la misma senda en sus políticas económicas? ¿Fue un caso de abducción? ¿Por qué todo el universo político occidental dejó voluntariamente de incrementar aquellos maravillosos Estados del bienestar? ¿Eran tontos de capirote? ¿Por qué los sucesores de Thatcher en el Gobierno no volvieron al paradigma intervencionista anterior, a pesar de que eran laboristas? Si sólo se tratase de personas e ideas, todo esto resultaría un misterio.

En cambio, si vamos a la realidad económica y social de aquellos años setenta las cosas empiezan a entenderse mejor. En efecto, las políticas keynesianas del ajuste automático del bienestar a través del crédito y el gasto público llevaban ya años fracasando. Pasado el tirón de la reconstrucción posbélica, los ajustes automáticos habían degenerado en situaciones de estanflación, la política económica dirigista basada en el papel determinante del Estado en la economía había comenzado a mostrar sus límites. Roosevelt había puesto de manifiesto con su agresivo intervencionismo que el mercado, el puro mercado, tenía fallos insoportables para la sociedad. Pero en los setenta se empezó a experimentar la otra cara de la moneda, la de los fallos del Estado. Que no existía un Jauja necesario de la mano de Keynes, y que la situación de estancamiento era insoportable.

Thatcher no fue sino la ocasión histórica para el cambio que reclamaban los fracasos reales, para poner un límite al protagonismo directo de lo público en la economía y comenzar a adelgazar al Estado. Sus ideas sobre la libertad individual y la responsabilidad personal encajaban muy bien en el relato de lo que estaba sucediendo, pero no fueron su causa, sólo su música. No son las ideas, sino los intereses, los que mueven el mundo, aunque las ideas actúen a veces como cambios de agujas para los vagones que impulsan esos intereses, advirtió Weber en diálogo con Marx. Durante los veinte años siguientes, al son de esa música, se volvió a la senda de la creación de riqueza y al desarrollo una vez que se redefinieron los papeles respectivos de la iniciativa privada y del aparato estatal. Hasta la próxima crisis, que es donde estamos hoy.

Lezlek Kolakowski escribió con lucidez en esa misma época que las ideas básicas del conservadurismo, el liberalismo y el socialismo son perfectamente compatibles si se abandona el prejuicio ideológico y el sectarismo. ‘Responsabilidad individual’ y ‘solidaridad social’ no son en absoluto principios incompatibles, sólo es cuestión de la política de cada momento encontrar su dosificación práctica correcta. Thatcher encarnó el momento conservador –necesario en su momento– invocando la libertad individual. Naturalmente que fue unilateral y extremosa, era probablemente inevitable. Pero tenía gran parte de razón y sacó del pantano a la economía productiva (y con ella mantuvo la posibilidad de mantener un Estado de bienestar). La socialdemocracia europea lleva mucho tiempo perdida y sin capacidad de análisis en un mundo globalizado, dando palos de ciego y equivocándose de enemigo. Confundir la historia de lo sucedido en el pasado reciente con un cuento moral de buenos y malos teñido de nostalgia no le ayudará a salir del pantano, sino sólo a seguir con sus prédicas y sermones. Si no entiende el pasado, menos entenderá el presente. Y eso es malo para todos, porque es insubstituible.

lunes, 15 de abril de 2013

El suelo ético

LUIS HARANBURU ALTUNA EL CORREO 15/04/13

Afirmando que la ética no es un suelo que se pueda degradar, tres autorizadas voces de la izquierda abertzale han publicado en este periódico una tribuna donde se expone la quintaesencia de su pensamiento. Dicen y afirman que se ha de disociar la ética de la política, proclaman también la primacía de los derechos colectivos sobre los individuales, hablan del relato y de su relatividad para finalmente concluir diciendo que el perdón y el arrepentimiento son de naturaleza privada. Dejando a un lado el cinismo de quienes hacen el juego de palabras del suelo ético y de la ética por los suelos, estimo oportuno realizar cuatro reflexiones.

Disociar la ética de la política y reivindicar al mismo tiempo los derechos humanos, aparte de ser una aporía resulta ser un extraño y peculiar modo de concebir la política como una totalidad autónoma. A pesar de la evidente raigambre de la izquierda abertzale en los abrevaderos ideológicos de la religión y de la teología, sorprende ahora su voluntad de diferenciar lo ético de lo político. Reivindican la laicidad de lo político e insisten en el carácter religioso de la ética. A este respecto conviene tener claro que los derechos humanos son indisociables de su origen moral y tienen en su génesis un sólido anclaje en los valores religiosos. Las primeras declaraciones de derechos humanos realizados en el siglo XVIII en la América constituyente e incluso la Declaración de derechos de la persona anexos a la Revolución francesa poseen una fuerte inspiración moral que en última instancia proviene de la cultura religiosa de Europa. No puede entenderse a Rousseau ni a Jefferson sin la previa cultura de la autonomía personal que es el fruto de un milenario proceso, que naciendo en Grecia y siguiendo por Roma, concluyó generando una cultura humanista donde los derechos de la persona son el mejor logro histórico de la humanidad. La ética y la política están indisolublemente ligadas y no en vano, hace ya cinco siglos, Nicola Maquiavelo asentó el concepto de ‘virtù’ junto al de la política.

Al reivindicar la absoluta autonomía de lo político, la izquierda abertzale manifiesta su voluntad de convertir la política en una antidemocrática actividad donde lo colectivo prevalece sobre lo personal y los derechos de la persona son supeditados a unos supuestos derechos colectivos. Los derechos humanos tienen en la dignidad de la persona su fundamento y justificación e instrumentarlos para adobar unos derechos de la nación vasca que estarían por encima de todo, constituye una aberración moral y política. Los derechos humanos son derechos de la persona. Del individuo. Son derechos imprescriptibles y la sociedad democrática ha de asumir la prevalencia de los mismos. No existe ni razón de Estado, ni voluntad colectiva, ni nación soñada que prevalezca sobre los derechos humanos asentados en su intransferible dignidad.

Dicen las voces de la izquierda abertzale que «cada cual tiene su relato, sus matrices. Cada cual tiene sus interpretaciones» sobre lo sucedido aquí en Euskadi y pretenden con ello relativizar la necesidad de un relato verdadero donde la objetividad y la verdad de los acontecido prevalezcan. Es muy posmoderna la pretensión de que cada cual posee su verdad y la historia es del color de los cristales con los que se mira. Es posmoderno, repito, pero aberrante. Este delicuescente pensamiento está en el origen de la negativa de la izquierda abertzale a asumir su responsabilidad histórica. Pretende con ello relegar a las victimas a una categoría ideológica donde las muertes, las extorsiones y el terror sean considerados como daños colaterales sobre los que no cabe responsabilidad alguna. La izquierda abertzale reivindica la herencia de ETA, pero se niega a asumir el débito histórico de la organización terrorista. Por ello habla de la pluralidad de los relatos, intentando borrar la historia y negar la evidencia del terror padecido por la sociedad vasca.

Insiste la izquierda abertzale en reducir el arrepentimiento y el perdón a la esfera privada, y en ello les da la razón algún cargo del actual gobierno supuestamente experto en la resolución de conflictos. Olvida sin embargo que el perdón y la promesa fueron y son los dos elementos constitutivos de la paz europea. Cuando tras dos guerras mundiales hubo que construir la paz, fue Hannah Arendt quien fijó el binomio del perdón y la promesa. Perdón a quienes habían exterminado a millones de seres humanos y la promesa de estos de no volver a delinquir. La izquierda abertzale se obstina en no pedir perdón por su responsabilidad histórica en los crímenes de ETA y al hacerlo está cegando el proceso de paz que tanto mencionan. El arrepentimiento y la solicitud de perdón, lejos de ser categorías morales de orden privado, constituyen el meollo político de la convivencia democrática. El responsable y el cómplice necesario de los crímenes cometidos deben pedir perdón a las victimas y a la sociedad vasca en su conjunto, para acto seguido realizar la promesa de no volver a matar, extorsionar o aterrorizar. La izquierda abertzale siempre ha sido vicaria de ETA y jamás le ha enmendado la plana. En el artículo que me ha dado pie a estas reflexiones, los autores, lejos de propiciar el arrepentimiento y la promesa, tratan de ‘liquidar’ en el sentido de hacer líquida y evanescente la obviedad objetiva y política de su responsabilidad en lo que ellos llaman conflicto y no es, en suma, más que el daño causado por su obcecación fanática de imponer unos supuestos derechos colectivos conculcando la dignidad de la persona y sus derechos.

Si no fuera tan cínico, movería a risa el que quienes durante cuatro décadas han amparado la conculcación de la dignidad humana en el País Vasco se postulen hoy como los apóstoles de los derechos humanos.

viernes, 12 de abril de 2013

El estudiante Törless en Euskadi

IÑAKI UNZUETA, EL CORREO 12/04/13

· Aunque la violencia ha cesado, el nacionalismo radical mantiene un proyecto que destruye la pluralidad existente y genera desechos y anomalías.

Las tribulaciones del estudiante Törless’ es el libro que Robert Musil publicó en 1906 y donde lleva a cabo un brillante ejercicio de sociología del poder y de prognosis de los acontecimientos que asolarían Europa unos años después. Un grupo de alumnos de una academia militar, entre ellos el hijo del consejero Törless, aprovecha un pequeño hurto del judío Basini para, so pena de darlo a conocer, imponer su dominio y someterlo a extorsiones, torturas y vejaciones. Si el lector mantiene el interés hasta el final, conocerá la suerte que corrieron Basini y sus torturadores. Con la obra de Musil al fondo, me propongo alertar sobre una estrategia de clausura del terrorismo que reparte responsabilidades, oculta el significado de las víctimas, no hace justicia y deja expedita la vía para que los hechos se repitan.

Con relación al pasado terrorista se manifiestan cuatro posiciones. En primer lugar los legitimadores que justifican o no llegan a realizar un examen crítico profundo de las violaciones contra la integridad de los clasificados como excluidos. Plantean un marco interpretativo con una pluralidad de víctimas resultantes de un conflicto entre dos bandos y creen también que sólo la negociación traerá la paz definitiva. En el otro extremo, los vencidos consideran que la sociedad vasca ha sido el espectador mudo que ha perpetuado el terrorismo hasta que ha sido derrotado sólo policialmente, puesto que su legado ideológico ha sido transmitido indemne a una nueva generación. Mantienen que los vencidos son los muertos, exiliados y el constitucionalismo que, debilitado, no es capaz de deslegitimar el nacionalismo.

Entre estas posiciones se encuentran los vencedores, que se dividen en dos. Por un lado, los que creen que la tenacidad de los vascos ha doblegado al terrorismo y que sus secuelas (presos, reconciliación, etcétera) son una mera cuestión de tiempo. Por otro, los que consideran que ETA ha sido derrotada por el pueblo vasco y por el Estado de derecho. Creen también que la legalización de Sortu es fruto de la aplicación de la ley y que los presos deberán tener el mismo tratamiento derivado de una Constitución que ha salido fortalecida.

El nombramiento del nuevo secretario de Paz y Convivencia del Gobierno vasco se puede interpretar como una convergencia de las ramas del nacionalismo para cerrar el ciclo de violencia y acometer sin lastres la fase final de la construcción nacional. Esta convergencia se explica porque comparten un relato con tres hitos: causa, problema y solución y sostienen que existe un conflicto con un foco de opresión. Si definimos el conflicto como las acciones colectivas impulsadas por dos partes en lucha por la distribución de unos recursos materiales y/o simbólicos dados y con objetivos divergentes, es verdad que aquí se producen luchas en torno a recursos materiales, culturales, políticos y simbólicos con objetivos diferentes. Pero se trata de luchas entre vascos donde una parte ha utilizado la violencia contra la otra. Así, de un lado se encuentran aquellos que llevan a cabo definiciones reduccionistas de lo vasco, patrimonializan los sentimientos de pertenencia y esencializan la cultura convirtiéndola en su propiedad; su objetivo es la independencia. De otro, los que consideran que la cultura vasca es porosa y con fronteras lábiles donde ‘lo otro’ está incrustado en nuestro interior y se transforma con nosotros. Consideran que con el actual estatus político la identidad vasca está asegurada, las antiguas libertades nacionales están superadas y sólo desde unidades políticas ampliadas se puede hacer frente al desafío de la globalización.

Ahora bien, la cuestión decisiva es que, aunque la violencia ha cesado, el nacionalismo radical mantiene un proyecto que destruye la pluralidad existente y genera desechos y anomalías. Por ello no resulta creíble la oferta de reconciliación que plantean, puesto que, como dice Echeburúa, si el mal no se encuentra repartido en dos partes, ¿con quién tengo que reconciliarme si no he ofendido a nadie? ¿Cómo se va a reconciliar Consuelo Ordóñez con el asesino de su hermano, que se jacta de los atentados cometidos? ¿Cómo vamos a reconciliarnos con aquellos que en su proyecto político no somos más que una anomalía a superar? Desde una actitud objetivante orientada al éxito de unos objetivos marcados a hierro en la construcción nacional la reconciliación es un engaño. La reconciliación no puede derivar más que de una actitud realizativa orientada al acuerdo y que reflexiona sobre las propiedades que consideramos deseables en el trato con los demás.

Al final del relato de Musil, a Törless, que acabó enfrentándose a los compañeros torturadores, se le facilita el abandono del centro, Basini es expulsado y los agresores resultan absueltos. Esto es lo que aquí también puede suceder, que los agresores sean absueltos y que nuestros Basinis –las víctimas, los constitucionalistas…– acaben expulsados. Sería el rendimiento póstumo de las víctimas, estrujarlas otra vez hasta extraer las últimas gotas. Pero es que, además, si el agresor es premiado todo podría volver a suceder. Cuando Törless comparece ante la dirección del centro, expone que «todos podemos convertirnos tanto en torturadores como en un animal sacrificado. La cosa más terrible es posible. No existe ningún muro entre un mundo bueno y uno malo». Y añade, «que quería saber qué pasa cuando una persona se humilla o actúa con crueldad. Antes creía que el mundo se vendría abajo. Hoy sé que lo que parece más terrible e incomprensible desde lejos ocurre sin más. Debemos estar prevenidos. Eso es lo que he aprendido». Y nosotros, ¿estamos prevenidos? Con Mintegi reivindicando –como Eichmann– el derecho a decidir con quién vivir (ELCORREO, 16-10-12), si la crisis del Estado se agudizara y el proyecto europeo quebrara, si se dieran las condiciones objetivas de las que Tasio Erkizia hablaba, ¿qué les impediría otra vez decidir con violencia con quién quieren vivir?

lunes, 8 de abril de 2013

ETA en el corazón

ANTONIO ELORZA, EL CORREO 08/04/13

· A ningún sujeto colectivo le gusta que su imagen sea empañada por la exposición de pretéritos crímenes o violaciones de derechos humanos.

En un paisaje idílico de las afueras de Bruselas se alza el Museo Real de África Central, fundado hace más de un siglo, en 1908, con el propósito de presentar aspectos singulares y atractivos, siempre exóticos, de la colonia personal establecida en el Congo por su rey Leopoldo II. Con el clásico pretexto de llevar la civilización a los salvajes, y el humanitario de protegerles de los árabes cazadores de esclavos, Leopoldo II dirigió personalmente un colonialismo de depredación, un orden de esclavitud generalizada con incontables muertos y torturados que sembró los gérmenes del desastre en que vivió luego el Congo hasta hoy. El museo rehúye encarar el prolongado crimen contra la humanidad cometido. Persiste en cambio el icono de su justificación ideológica: la estatua de un soldado belga que se interpone con su fusil entre el alfanje de un árabe y una indefensa nativa con un niño en sus brazos. Está prohibido fotografiar.

A ningún sujeto colectivo le gusta que su imagen sea empañada por la exposición de pretéritos crímenes o violaciones de derechos humanos. La izquierda abertzale no es en este sentido un caso único en la historia europea, aun cuando la compañía de tantos personajes y organizaciones impresentables no le sirve en modo alguno de coartada. Porque siempre cerrar los ojos sobre el propio pasado tiene un alto coste. En los casos más flagrantes de memoria falseada, como en la negación del genocidio armenio por Turquía o por Rusia del genocidio cometido en Ucrania por Stalin en 1932-1933, ese bloqueo de la memoria está asociado y sirve de apoyo a una conciencia política de signo ultranacionalista, susceptible de legitimar ulteriores actuaciones presididas por la violencia. Algo que perfectamente podría suceder entre nosotros.

No es, en consecuencia, inocuo que la izquierda abertzale repintada vuelva a presentarnos la imagen de ETA como una expresión heroica del patriotismo que con su lucha armada impidió, como el soldado belga, el aplastamiento de la sociedad vasca por la opresión española. Solo han pasado dos años desde que al presentar Sortu sus estatutos esa página pareciera encontrarse en situación de ser vuelta definitivamente. Resultaba visible desde las caras del acto de presentación que el núcleo dirigente de Sortu era el mismo que el de Batasuna con Otegi. Pero aun cuando sonasen a puro oportunismo, las palabras que rodeaban al nacimiento del partido parecían diseñar de verdad una nueva etapa. Recuerdo la portada de este diario, el 8 de febrero de 2011: «La izquierda abertzale rechaza, por primera vez en su historia, toda violencia de ETA». Yo mismo escribí en un artículo en ese número que la exigencia de «condena o rechazo del terrorismo» era atendida por cuanto «la toma de postura frente a la violencia de ETA se ha convertido en un problema constituyente». Al mismo tiempo que la izquierda abertzale marcaba «la ruptura con los modelos organizativos y las formas de funcionamiento» del pasado, fijaba como objetivo «la definitiva y total desaparición de cualquier clase de violencia, en particular la de la organización ETA». Era obvio que si la «superación de toda violencia y terrorismo» era lo deseable, la valoración del terrorismo de ETA no podía ser positiva. La voluntad de distanciamiento era en las formas inequívoca.

Poco después, ilegalizada Sortu, la solución B, Bildu, permitió el ingreso de la izquierda abertzale en la vida política legal sin tantas concesiones, y desde entonces pasó a primer plano la prioridad de la tesis de que todas fueron víctimas por igual, pero que hubo unas víctimas más iguales que otras, hacia atrás por su patriotismo y en el presente por su condición injusta de presos. La asociación entre ETA y terrorismo se desvaneció, e incluso la palabra terrorismo, para el bando patriótico, perdió toda vigencia. Las concesiones al reconocimiento humanitario de las otras víctimas llegaron con cuentagotas y siempre acompañadas de su inclusión en el café para todos.

Ahora, con Sortu ya en la legalidad, todo indica que ha llegado el momento de quitarse definitivamente la máscara. Laura Mintegi desempolvó el viejo argumento batasuno sobre los atentados de ETA, al evaluar el que costó la vida a Fernando Buesa y a su escolta: la muerte del socialista tuvo «un origen político» y se hubiera evitado de existir un «diálogo». Es decir, el terrorismo se inscribe en el marco normal de la política, cuando una organización como ETA ve rechazada su exigencia de negociación (‘diálogo’). No se trata de un desliz habitual en las declaraciones políticas, sino de un paso decisivo en la legitimación de ETA, lejos del rechazo auroral de Sortu.

La asamblea de Sortu, convertida en homenaje a López Peña, confirma esa impresión, de paso con Zabaleta reintegrado a la casa del padre. Si Buesa era un muerto de origen político, ahora para Barrena ‘Thierry’ es víctima de la injusticia que sufren los etarras encarcelados, «presos por motivos políticos», «presos de conciencia», «que han luchado por sus convicciones», ratificó Zabaleta. Resulta al parecer irrelevante que tales convicciones incluyeran el crimen como medio de acción. La muerte vuelve a ser protagonista simbólica de la política, con el añadido chavista de que la cárcel causó el derrame cerebral. El cartel distribuido por Sortu nos devolvía a felices tiempos pretéritos, al ensalzar a uno de los terroristas de ETA más empecinados: «Asesinato político en la cárcel». Otra vez el enlace entre difamación y exculpación total de ETA; del terror queda solo la vocación patriótica, y los comportamientos se justifican por la actitud de los Estados español y francés. ¡Falta ‘diálogo’!

No se trata de una apología, sino de una justificación retrospectiva en toda regla del terrrorismo. A la vista del comunicado de ETA, son indicios claros de que estamos de nuevo en un tiempo de natación sincronizada.

domingo, 7 de abril de 2013

Ideas que contagian

José María Romera

El Correo 7/4/2013


En la medida en que crece la confusión en el ambiente, nuestro pensamiento busca refugio en las ideas recibidas. Debería suceder al contrario: que la incertidumbre nos empujara a afinar el criterio para hallar nuevas respuestas a los problemas, sin dejarnos llevar por modelos de explicación y de acción que se han revelado inútiles. Pero eso supondría un trabajo arduo que no siempre estamos dispuestos a emprender, y menos cuando nos hallamos sumidos en estados de fatiga y melancólico desánimo. Es el campo de cultivo más favorable para la difusión de actitudes, doctrinas y opiniones contagiosas. Explicaba Richard Dawkins en 'El gen egoísta' cómo los 'memes', al igual que los virus, se transmiten de cerebro a cerebro sin que haya ninguna relación entre su fuerza persuasiva y el alcance de su propagación. De hecho, el contenido de una buena parte de esas moléculas culturales carece de todo fundamento racional porque responde a impulsos meramente instintivos, cuando no es portador de simple y llana estupidez. Repetimos lo que otras nos dicen por efecto de la rutina». Copiamos de otros sus modos de hacer y de pensar para evitamos la molestia de discurrir con cabeza propia, en virtud de la misma mecánica que nos hace tararear melodías pegadizas, abrir la boca después de ver bostezar a alguien o pronunciar frases hechas en la conversación. Para Malcolm Gladwell ('La frontera del éxito'), admitimos como verdades triunfantes aquellas que han logrado prender con más facilidad, sin más. Su efectividad radica en la rapidez y la amplitud de su radio de acción, no en la cantidad de certeza que contengan.

Estamos inexorablemente expuestos a los 'memes', pero nos gusta creernos originales. Así como sucumbimos a los mensajes publicitarios donde se nos prometen experiencias únicas y exclusivas que luego se sustancian en la compra de ropa seriada hasta la náusea, sostenemos ideas prefabricadas con el amor propio de quien se bate en la defensa de un territorio personal. Atribuimos a nuestra independencia de criterio muchas opiniones propias sobre las que un sincero examen de conciencia sacaría conclusiones desalentadoras: cuando no son de segunda mano, provienen de actos automáticos dictados por la pereza, el pensamiento de grupo o la influencia de los medios de comunicación de masas.

Recordaba Aurelio Arteta ("Tantos tontos tópicos') que los lugares comunes proporcionan «el satisfactorio encuentro de uno con la mayoría, el ocultamiento dentro del número, la huida de toda disputa y, en fin, la tranquilidad consiguiente». Cuando las modas cambian, esas convicciones que creíamos sólidas se derriten con una asombrosa rapidez, hasta desvanecerse para dejar paso a otros nuevos 'memes' que también arraigarán con la misma fuerza: no la que proviene de la verdad, sino la que aporta el sentirse confirmado por la corriente.

Pero no se puede decir que todos los 'memes' sean pasajeros o afecten solo a unas personas y a otras no. En algunos casos llegan al alcance y la duración de las grandes ideas compartidas por toda la especie humana. Para el psicólogo Matthew D. Lieberman, especialista en neurociencia cognitiva social, hay Grandes Ideas refutadas por la ciencia que sin embargo perduran fuertemente arraigadas en nuestra visión de la realidad. En este caso se podría hablar de epidemias masivas de 'memes' no contagiados mediante la vía de transmisión de boca a oreja, sino anclados contra viento y marea en lo más profundo de nuestra naturaleza. Lieberman pone el ejemplo de la dualidad cartesiana mente-cuerpo. Seguimos hablando de ellos como dos planos diferenciados del ser humano y pensando en su distinta existencia por más que la separación entre ambos no goce de ningún crédito científico. Para Lieberman, eso se debe a que la idea, más allá de su mayor o menor solvencia intelectual, se ajusta hasta tal punto a la estructura y la función del cerebro humano que este nos hace ver el mundo conforme a ella. Por decirlo de otro modo, las mentes y los cuerpos se representan en el cerebro en redes distintas, lo que hace que las experimentemos como pertenecientes a categorías distintas aunque en realidad sean una misma cosa. Pero intentar convencernos de esto último sería, concluye, Lieberman, «tan inútil como intentar convencernos de que los colores y los números son el mismo tipo de cosa».

Si eso ocurre con el dualismo mente-cuerpo, cabe decirse algo parecido de otros binomios también anclados en nuestras cosmovisiones sobre los cuales se depositan muchos de los 'memes' en circulación. Tal vez estemos tan programados para interpretar la realidad en dualismos que caigamos sin cesar en interpretaciones basadas en antonimias: blanco y negro, ellos frente a nosotros, bueno y malo, tirios contra troyanos. Sin matices. Sin tonalidades. Sin admitir términos medios ni sopesar las variantes que se resisten a situarse en los extremos.

LA CITA Truman Capote «Antes de negar con la cabeza, asegúrate de que la tienes»