jueves, 30 de mayo de 2013

El gin tonic, los churros y los viajes de Sus Señorías

Inocencio Arias

30 MAY 2013




Creo que debuté en estas páginas describiendo una situación que me parecía chocante. En los últimos meses de mi estancia en Los Ángeles mi Ministerio, Exteriores, dictaminó que no podía sufragar un desplazamiento mío de trabajo a Colorado para atender a unos compatriotas porque estábamos en época de reducción de gastos. El objetivo de mi propuesta era bueno, la cantidad ridícula, algo así como 454 euros, pero la austeridad, pensé yo, era inevitable.

Al jubilarme, regresé, prescripción del Ministerio, en clase turista a pesar de que el viaje duraba 18 horas, con una escala, etc. Por muy embajador que uno sea, concluí yo piadosamente de nuevo, es hora de que todos nos apretemos el cinturón. España no está muy boyante y hay que dar ejemplo. (Lo de los españoles en Colorado era más serio y hubo que aceptarlo).

Me llevé por ello una sorpresa morrocotuda cuando descubrí que en esas mismas fechas la Vicepresidenta del gobierno, la señora De la Vega, realizaba un viaje a Nueva York acompañada de TREINTA Y OCHO personas, con estancia de varios días en un hotel de postín, para un acto en el que hubiera bastado la presencia de un Director General y que, en todo caso, aún en época de vacas gordas, habría sido suficiente la presencia de una delegación de seis o siete personas, no de 39.

Que el Gobierno o la Vicepresidenta fueran tan rumbosos en ese desplazamiento, que pasó TOTALMENTE desapercibido en la ciudad de los rascacielos, y tan estrictos con mi petición de prestar un servicio en Colorado a unos españoles de edad provecta o de hacer un largo viaje el día que me jubilaba después de trabajar 40 años para el Estado me causó algo de perplejidad. No excesiva, porque he pasado muchos años viendo a políticos españoles de los que nunca podrá decirse que se han lucrado con fondos públicos, no lo han hecho, pero que no pierden una ocasión de disparar con pólvora del Rey. No hay forma de tirar el dinero que no haya sido practicada con asiduidad y entusiasmo por un número no pequeño de nuestros políticos.

Al leer ahora lo de la subvención del restaurante del Congreso para que los diputados anden más desahogados al final de mes la perplejidad me vuelve y no sólo porque estemos en época de estrecheces. Que diputados y funcionarios de Congreso puedan almorzar a precios modestos, parcialmente sufragados con el dinero del contribuyente, puede sorprender a alguno pero no causa especial sonrojo. Que desayunen su café y porritas por la mitad (1,05 euros) de lo que pagamos los demás ya empieza a extrañarte. Pero que puedan tomarse un gin tonic, un coñac o un whiskey, con recursos que en no poca medida salen del bolsillo de cualquier pagador de impuestos, del jubilado, etc., ya es de aurora boreal. No me explico cómo, por un mínimo de pudor, no eliminaron, al hacer la contrata, todo lo referente a los licores...

¿Necesitarán sus Señorías, como algún Lord de Wodehouse o de Somerset Maugham, pegarse un lingotazo de ginebra a media mañana y otro por la tarde (a 'Her Majesty the Queen of England' parece que le ocurre) para poder funcionar y que la maquina legislativa no se pare?

Sé que es fácil hacer demagogia con esto pero lo de los licores no tiene precio.

Por último, estos días circula asimismo la noticia de que en una votación en el Parlamento Europeo la mayoría de los eurodiputados españoles, 39 de 43, han votado en contra de que les impongan viajar en turista. Ellos quieren, para un trayecto tan agotador como dos horas, hacerlo en 'business'. Y lo van a seguir haciendo. Muy poco edificante.

No ignoro que el presupuesto de los órganos de la Unión Europea no se vota en nuestro Parlamento. Se hace en Estrasburgo, pero evidentemente con aportaciones de los estados miembros, entre ellos de España. La votación aumenta de nuevo el escepticismo sobre cómo gasta el dinero la Unión Europea y te hace ser más receptivo a las tesis británicas de que las instituciones y la burocracia de Bruselas, Estrasburgo etc... no son precisamente frugales.

Más de un eurodiputado español o de otro país me dará compungidamente media docena de argumentos para justificar ese viaje en clase preferente entre Madrid y Estrasburgo. Alguno tendrá su base. Pero igual que pensé que el desplazamiento de la ex vicepresidenta con 38 personas a Nueva York era un frivolidad y un disparate será difícil que me convenzan de que un embajador de España con setenta años debe hacer un viaje de 18 horas, con escala, el día que se jubila, en turista y ellos, los eurodiputados -personas que imagino de media en los 50 años- encuentren inevitable y justo realizar invariablemente uno de dos horas en clase preferente.

http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/cronicasdeundiplomaticojubilado/2013/05/30/el-gin-tonic-los-churros-y-los-viajes-de.html

martes, 21 de mayo de 2013

No miren al espejo

J. M. RUIZ SOROA

EL CORREO 21/05/201
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Murió Videla. Y murió a los 87 años, encarcelado de por vida (es decir, hasta la muerte) por los tribunales de su país. Murió un preso político, dado que los crímenes que cometió tenían un móvil político, no personal. Murió en condiciones más bien indignas, como consecuencia de las lesiones y fracturas que sufrió en una caída en su celda y que no fueron tratadas. Murió sentado en el inodoro, como han informado los medios. Murió una alimaña, podrían haber añadido. En cualquier caso, el veredicto unánime ha sido: está bien muerto, nunca se arrepintió ni pidió perdón.

No hace tanto, meses a lo sumo, que todos los que ahora asienten sesudamente al hecho desnudo de la muerte en prisión de un hombre de 87 años clamaban con no menor convencimiento que el Estado de derecho nunca puede llegar al exacerbamiento punitivo que entraña hacer morir a una persona (vasca) en la cárcel. Que un preso (vasco) afectado por una enfermedad incurable debe ser excarcelado para poder morir con dignidad en su casa y con su familia.

Tampoco hace tanto tiempo de que todos los que ahora acogen como razonable y normal la explicación de la muerte de un preso consistente en decir que se cayó hace días en la celda y sufrió fracturas múltiples, que no fueron tratadas, hasta que se murió sentado en el water, se rebelaban indignados cuando otros presos (vascos) fallecían durante su condena por causa de enfermedad o accidente, privados del tratamiento médico que hasta a un perro se le daría. No hace tanto que Patxi Zabaleta exigía que se reconociera la dignidad igual de todos, incluida la dignidad de los presos (vascos).

Tampoco está lejana la afirmación de que exigir perdón o arrepentimiento a un preso (vasco), no digamos exigirle que reconozca lo ilegítimo del proyecto político por el que mató a otras personas, es una exigencia desaforada y vengativa, que sólo se explica desde el rencor personal o desde un diseño político deliberado de criminalizar las ideas.

Menos tiempo aún ha pasado desde que la presidenta del Parlamento vasco nos explicara que los presos (vascos) son presos por motivación política, puesto que cometieron los actos delictivos por los que fueron condenados por motivos exclusivamente políticos, no por motivos personales. Y aunque la señora presidenta no nos explicaba qué consecuencias jurídicas, morales, o sociales, tiene o debe tener esta su distinción y esta su calificación de delincuentes (vascos) por motivación política, sin duda debía ser trascendente cuando se molestaba en insistir en ella. Y es que, hasta al más tonto le suena algo de que ser ‘preso político’ (vasco) es cosa buena, desde luego mucho mejor que ser preso pederasta o preso timador.

Todo lo cual nos lleva a aventurar una hipótesis: ser vasco, ser progresista o, en general, ser buena persona es un arte consistente en no mirar los espejos nunca, no permitir que la realidad nos devuelva implacable nuestra propia imagen, pasar de largo ante los esperpentos en que se convierten nuestras declaradas convicciones cuando se aplican fuera de nuestro ámbito y de nuestro interés. O es lo que parece, vamos.

¡Marchando una de valores!

José María Ruiz Soroa

El País 21 mayo, 2013


TRIBUNA

Deberíamos llorar menos por lo perdido y promover más la reforma del mundo

Es difícil encontrar un síntoma más claro de la decadencia que afecta hoy a la sociedad europea como la de la continua invocación de que se han perdido los valores fundamentales de esa misma sociedad. Una prédica esta que se encuentra en labios de ciudadanos corrientes, de políticos cultivados, de clérigos de toda laya y de profesores de ética o sociología. Y no solo conservadores —como era casi obligado—, sino también socialdemócratas y progresistas. Todos ellos insisten en que la raíz de nuestros males está en el abandono de unos valores (fuesen los de igualdad, equidad, justicia, satisfacción diferida de los deseos, responsabilidad individual o solidaridad comunitaria) que poseímos en un pasado venturoso. Pero resulta que, como nos enseña unánime la historia, evocar una “edad áurea” en la que “se tenían valores” es un dato recurrente en toda sociedad en decadencia: miren si no a la fase terminal del Imperio Romano, o a la monarquía católica del siglo XVII, por poner algún ejemplo. ¿Cuál era el paradigma de autocomprensión entonces, sino el de una crisis que solo se invertiría si se recuperaban unos valores que habían existido en un pasado feliz, aunque nadie sabía cómo obrar tal milagro si no era mediante su puro deseo?

Ahora bien, dejando de lado esta congruencia repetida entre la prédica de los valores perdidos y la decadencia de una sociedad, ¿qué hay de cierto en la idea básica? ¿Han perdido sus valores fundantes las sociedades occidentales y, en particular, la española? La respuesta es que sí, pero que ello es un resultado inevitable del éxito en la construcción de esas mismas sociedades, lo que significa que el proceso no es reversible. Aunque parece que se nos ha olvidado, la mejor teoría sociológica del siglo XX advirtió hace ya decenios que lo que llamamos sociedad occidental moderna (es decir, la sociedad capitalista) se había construido mediante el uso y consumo parasitarios de unos valores y estructuras sociales típicamente premodernos y tradicionales, en los que se había apoyado para poder desarrollar la sociedad individualista y universalista de mercado. Pero que, y este era el punto relevante, la sociedad capitalista no era capaz de reproducir esos mismos valores tradicionales y preburgueses en que había basado su triunfo. Por ejemplo, escribía Habermas en 1977 que “la llamada ética protestante, con su insistencia en la autodisciplina, el ethos secularizado de la profesión y la renuncia a la gratificación directa por la diferida se funda en tradiciones que no pueden ya regenerarse sobre la base de la sociedad burguesa. La cultura burguesa en su conjunto nunca pudo reproducirse a partir de su propio patrimonio, sino que siempre se vio obligada a complementarse en cuanto a motivos activos (valores) con imágenes tradicionalistas del mundo”. Y lo mismo decía Cornelius Castoriadis: que el capitalismo se desarrolló usando de manera irreversible una herencia histórica creada por épocas anteriores que luego se vio incapaz de reproducir.

En términos más sencillos, si gracias al uso de los valores tradicionales de la sociedad premoderna y de una “burguesía austera” llegamos a poner en planta una “sociedad de la satisfacción” que precisa para subsistir de un tipo antropológico de individuo enfocado al consumo inmediato y al diferimiento de los costes y responsabilidades de su acción (como decía Galbraith), sería un tanto ingenuo echar en falta al individuo virtuoso original. ¡A ese lo consumimos para crear el nuevo, y con el nuevo tendremos que lidiar!

Aunque también es cierto que no procede arrojar sobre nuestra propia cultura una culpa excesiva (hasta en la manía de culparnos por todo demostramos nuestro etnocentrismo los europeos), porque parece inevitable que todo cambio sustancial de modelo social implique utilizar unos valores que se perderán al arribar al nuevo modelo. Basta mirar en derredor para ver en el mundo procesos simétricos de consumo parasitario de valores fundacionales que nunca podrán recuperarse: China, o Asia más en general, muestran hoy cómo unas sociedades en desarrollo usan de unos valores tradicionales de impronta genéricamente confuciana (el equivalente funcional a nuestra ética protestante, Max Weber dixit) para despegar y crear una nueva sociedad que es manifiestamente incapaz de reproducirlos porque precisa de un individuo distinto para mantenerse.

Por otra parte, y para confundir aún más la cuestión, el paradigma decadente de la “vuelta a los valores” gusta de incurrir en la falacia típica del intelectualismo socrático: el obrar bien nace del saber bien, luego lo que hay que hacer es enseñar valores en la escuela, sea con asignaturas ad hoc sea con más horas de religión. Cuando en realidad deberíamos recordar que, como le decían los sofistas a Sócrates, la virtud no se aprende, sino que se adquiere por la práctica y el ejemplo. O, lo que es lo mismo, que la moral es sociogénica y cada sociedad tiene la moral común que le corresponde según su estructura y según los procesos que la sostienen. Ese es el orden lexicográfico entre mundo y valor, y no el contrario, nos guste o no. Así que… llorar menos por los valores perdidos y promover más la reforma del mundo. Ser menos decadentes, vamos.

José María Ruiz Soroa es abogado.

http://elpais.com/elpais/2013/05/17/opinion/1368816662_650447.html

lunes, 20 de mayo de 2013

La lucha de clanes

MANUEL MONTERO

EL CORREO 20/05/2013


· La sustitución del concepto de interés común por los sacrosantos intereses de la secta permite la irresponsabilización general.

La sociedad española se configura tribalmente. Las cohesiones se definen por clanes, no por referencias generales, mucho menos nacionales. Incluso las afinidades ideológicas se entienden en términos grupales. Se dicen ‘gente de izquierdas’ y el imaginario no arranca del tipo de ideas. Lo forma una especie de cabila de miembros fijos nacida en el paleolítico o al menos en la II República. La connotación no es ideológica sino tribal.

Los clanes luchan: en realidad es su principal nexo y función. El enemigo lo tienen siempre bien configurado. Da en abyecto, pues las sectas nacionales se otorgan a sí mismas la superioridad moral.

Las izquierdas se la atribuyen explícitamente, convencidas de que derraman virtudes, no como la derecha, aviesa y felona, que hace lo que hace porque «quieren acabar con todo» y «no tienen límite», incluso si hace lo que hacían los propios, pero en éstos era por sacrificio. El clan de la izquierda lo componen distintos clanes, que se diferencian por su grado de pureza. A su izquierda se encuentra el clan que vigila a los socialistas, por si relajan su hostilidad al enemigo común, y les reprocha su flojera por no saltarle a la yugular. Los aludidos, que suelen sentirse avergonzados, procuran emularlos. Las tribus tienen identidades netas y éstas se definen por su radicalismo y su capacidad de aborrecer al enemigo.

Ninguna duda hay del espíritu clánico de los nacionalistas –divididos en subclanes, como todos–, pero se objetará que la derecha no tiene esta configuración. No es exacto: sucede que, por sus vericuetos históricos, rehúye la exposición de identidades fuertes. Buena parte de la derecha española se avergüenza públicamente de serlo y se contenta con dispersas apelaciones al orden, la familia, la moral, la neoliberalidad conservadora… Pero sí se sitúa en el antagonismo nosotros/ellos como un bloque definido por la posesión de la verdad, el desprecio a los contrarios y las voluntaristas sugerencias de eficacia… no como los otros.

Entendida la sociedad en clanes, los que no tienen sitio en los imaginarios son los no adscritos, los que votan a unos o a otros no para demostrar esencias, sino según vaya la feria. Tienen un momento de protagonismo: en vísperas de elecciones salen en las encuestas como ‘indecisos’. Ponen nerviosos a los partidos, a los que seguramente no les cabe en la cabeza tanta necedad. Dependen de ellos, pero resulta sintomático que por lo común las estrategias electorales se monten para que no vayan a votar a los otros, no para atraérselos. Que se abstengan los indecisos a los que suponen que forman parte del clan enemigo, pues en estos esquemas todos los ciudadanos son de alguna secta. El principal objetivo es entusiasmar a los propios, que sientan que la tribu está en marcha. Así la vida política tiene el propósito clánico de movilizar a los suyos sin que se cabreen los márgenes indecisos de los otros, no sea que al final voten a la contra.

La configuración tribal de nuestra sociedad tiene varios efectos, todos lamentables. El primero: aniquila la noción de interés general y lo subordina al ande yo caliente. Ha de hacerse lo que robustece a la tribu, así se la den todas a los demás.

Así, por ejemplo, el clan catalán (formado por el clan nacionalista y asimilados) puede despotricar porque no le toca suficiente ración de la tarta. Y lo mismo andaluces, valencianos, madrileños, etc., pues en esta cuestión los nacionalistas no tienen el monopolio del autismo insolidario. Lo mismo vale para los clanes de referencia doctrinal. Que se sangre a ‘los ricos’ sirve como reclamo de subvenciones; que las cuentas no les salgan se usa para abominar de la herencia recibida. Y así todos contentos: inocentes, satisfechos y con capacidad de maldecir a los otros, lo que une mucho.

La sustitución del concepto de interés común por los sacrosantos intereses de la secta permite la irresponsabilización general. Esto nos pasa porque «España nos roba», «si el Gobierno diese lo que nos debe a los andaluces», «el mal viene del derroche autonómico». O, lo mismo, «los recortes de la derecha nos llevan al caos», «ha sido el despilfarro socialista». No hay, por tanto, responsabilidades colectivas ni propias. Todo se debe a las torpezas ajenas, a que el Gobierno nos estrangula a la comunidad autónoma o al ayuntamiento; o a que el antagonista ideológico no sigue nuestras propuestas. Serán brutos, ineptos, incompetentes: los demás, claro. Somos un país de inocentes. «Yo no he sido», «es por tu culpa».

En estas condiciones la política española adquiere la fisonomía de una guerra tribal, de todos contra todos. Presiono, a ver si mi parroquia aumenta el porcentaje, me ponen el AVE o me declaran el campanario patrimonio histórico y a cobrar. La pelea puede hacerse sin escrúpulos ni límites, pues ya ha quedado sentado que la culpa es de los otros, pues el clan propio, además de tener la verdad, es íntegro por definición. Y si en algo ha pecado lo ha hecho con la mejor voluntad, que esa es otra, como si las buenas intenciones disculparan cualquier incompetencia o desatino.

La lucha de clanes se ha convertido en el motor de nuestra historia. En el combate sempiterno –así lo es en el imaginario– se aspira a la aniquilación política del contrario, a desmembrarnos, a ganar por volumen o por triquiñuela. Es de una lógica aplastante: cuando reine nuestro clan e imponga los criterios llegará la felicidad. Al menos la de los propios, que son la única preocupación de las sectas.

domingo, 5 de mayo de 2013

¿Trabajar para el Estado?

J. M. RUIZ SOROA,

EL CORREO 05/05/2013


· El más sencillo egoísmo nos dice que cuando «trabajamos para la comunidad» estamos en realidad trabajando para nosotros mismos.



Hay una manera sutilmente insidiosa de plantear la relación económica entre el ciudadano y la comunidad, entre el individuo particular y el Estado de que forma parte. Es ésa que se nos presentaba en un reciente artículo en este periódico, expuesta en forma de cuadro comparativo que pretende recoger la parte del año que un trabajador dedica a «trabajar para el Estado», es decir, la parte de su trabajo que se queda el Estado en forma de impuestos, contribuciones y tasas aplicadas sobre el fruto de su rendimiento. Dado el volumen de estas deducciones, se afirma que un trabajador español, por ejemplo, trabaja todos los años desde el 1 de enero hasta el 15 de junio «para el Estado», y sólo desde el 15 de junio a fin de año «trabaja para su propio beneficio».

Esta presentación no es en absoluto falsa en sus números y, sin embargo, es falaz en su mismo planteamiento. Puede ser cierto que la Administración en su conjunto detraiga un porcentaje elevado del rendimiento del trabajo del ciudadano, y sin embargo es escandalosamente ideológico y mendaz presentar esta deducción como si fuera un caso de «trabajar para otro» o de verse privado del propio rendimiento para el interés de un ente ajeno al propio interés del ciudadano. En el fondo, esta presentación de la cuestión incurre en la típica esquizofrenia neoconservadora, que pretende que existe un interés del ciudadano que sería distinto e incluso contrario al de la ciudadanía en su conjunto.

Para comprobar lo absurdo de este esquema comprensivo de la realidad basta con recurrir a ejemplos obvios derivados de ese mismo planteamiento. Por ejemplo, ¿no es cierto que ese ciudadano que se supone trabaja para el Estado durante seis meses al año está recibiendo durante esos seis meses de ese mismo Estado servicios públicos variados, o prestaciones tales como la enseñanza de sus hijos o la sanidad universal? Si es así, malamente se puede decir que «trabaja para el Estado», más bien sucedería que trabaja como «un sí mismo individuo» para «un sí mismo ciudadano». ¿Y qué sucede si ese trabajador queda inválido en un accidente laboral en su primer día de trabajo? ¿No le garantiza ese Estado una pensión vitalicia? ¿Diríamos entonces que el Estado «trabaja para el ciudadano» el resto de su vida? ¿Sería una forma mínimamente lógica de presentar la cuestión?

Estos ejemplos ponen de manifiesto que, incluso dejando aparte valores como los de solidaridad interpersonal o de igualación de oportunidades vitales entre todas las personas, incluso si no se concede relevancia a estos principios por su aroma socialista, el más sencillo egoísmo nos dice que cuando «trabajamos para la comunidad» estamos en realidad trabajando para nosotros mismos, porque al sostener la ciudad sostenemos la condición de posibilidad del individuo. Lo único que hace falta para entenderlo es practicar un egoísmo que sea, eso sí, un poco esclarecido o ilustrado, el mismo que utilizó el filósofo fundador de la sociedad occidental moderna, el tan temido como incomprendido Thomas Hobbes. En efecto, lo que defendió fue algo tan sencillo como que el interés egoísta de conservación del individuo le llevaba inevitablemente a renunciar a la violencia privada si todos los demás hacían lo mismo y se fundaba así a cambio un Estado de paz. Bastaba con que los individuos esclarecieran cuál era su interés y vieran un poco más allá de sus narices inmediatas.

Pues lo mismo sucede en nuestro caso, que si el ciudadano moderno mira un poquito más allá de la casilla «a pagar» de su declaración de impuestos comprueba pronto que ese pago le interesa porque revierte en su beneficio (aunque aquí sí que habría que recordar la cláusula de Hobbes de que todos –y todos por igual– hagan lo mismo, porque es un punto donde falla el sistema actual). Naturalmente que habrá algunos que digan que a ellos el Estado no les da nada o muy poco, que ellos pueden sufragarse con mucho menos sus servicios, su sanidad o su educación, que el volumen de lo que pagan es escandalosamente superior a lo que reciben, que por eso se tienen que ir a un paraíso fiscal para escapar a la voracidad del Estado respectivo. Naturalmente que existe una ‘upper class’ que practica una especie de secesión política invisible, no tanto territorial como personal. Se van –dicen– porque la sociedad sólo les quita, casi nada les da, luego la ciudadanía es un mal negocio para ellos.

Y, sin embargo, incluso en este caso el argumento es falaz y contrario al egoísmo esclarecido. Porque basta reflexionar acerca de un hecho subyacente al éxito económico de los ‘upper class’, sean empresarios, ejecutivos o deportistas de élite. El de que todos ellos deben su éxito a la existencia de unas sociedades organizadas que les proporcionan la ocasión para hacer fructificar esos sus dotes o méritos. Estos méritos no les producirían nada –realmente nada– si no fuera porque existe una sociedad compleja y desarrollada en cuyo seno trabajan, luego es de su interés que se mantenga esa sociedad que les garantiza el éxito. Al final, se trata sólo de ver las cosas en su complejidad: el financiero que se enriquece con su hábil manejo del dinero, el ejecutivo que triunfa en la gestión de su empresa, el deportista idolatrado por la afición, incluso el científico que inventa algo nuevo, todos ellos, no deben el pago que reciben tanto a sus méritos personales como a la existencia en su derredor de una sociedad organizada sin la cual su esfuerzo carecería de sentido y consecuencias positivas. Y es que la del mérito personal es una idea que, en lo económico, resulta ser bastante más borrosa de lo que a primera vista parece y de la que se abusa fácilmente.

Dicho todo lo cual a modo de crítica de la ideología disfrazada en las estadísticas de ‘trabajar para el Estado’, también conviene añadir que el interés esclarecido del ciudadano sí exige que ese Estado, precisamente ese Estado que sostiene para su beneficio, opere con criterios de racionalidad y eficiencia a la hora de emplear los recursos que se le entregan, por lo menos con el mismo nivel de racionalidad y eficiencia con que el ciudadano particular maneja sus propios asuntos. Porque resulta desalentador comprobar, una y otra vez, que quienes manejan los fondos públicos no lo hacen con el cuidado y atención que el individuo que se los entrega utiliza en su día a día. Y no se trata de la corrupción directa que, aunque pueda parecer lo contrario, es lo menos importante de las disfunciones de lo público. Se trata de que la política emplea todavía criterios egoístas nacidos de su interés propio que son escasamente ilustrados. Y, por ello, curiosamente es en gran parte la culpable de la popularidad de ideologías como las de «¡no trabajéis para el Estado!».

Reformas

JON JUARISTI,

ABC 05/05/2013


· Antes de abordar la reforma profunda de la Administración es necesario definir su objetivo general.



Se insta a una reforma de la Administración que quizá sea necesaria, pero abordarla al buen tuntún implica el riesgo de montar un fastuoso estropicio, y no sólo por el número más o menos elevado de empleados públicos que engrosarían el ejército del paro sin horizonte. Lo verdaderamente peligroso sería empantanar al Estado en un marasmo funcional. Es cierto que la Administración ha crecido y se ha multiplicado exageradamente en los últimos cuarenta años. Una parte de este crecimiento ha sido hinchazón mórbida, cuando no pura metástasis. La cuestión es si merece la pena matar al enfermo para que recobre la salud.

¿Para qué sirve el Estado? La respuesta más obvia sigue siendo, hoy por hoy, la de Hobbes: para terminar con la guerra permanente que la naturaleza lleva aparejada (el jardín es un campo de batalla). ¿Bastaría entonces un Estado gendarme cuya única función consistiría en liarse a garrotazos con los que buscan gresca? Quizá se entienda mejor la necesidad de una diversificación compleja de las funciones del Estado recurriendo a un parangón evidente: la Ley.

La Ley es siempre un conjunto de leyes, pero en toda Ley, empezando por la Ley del Sinaí, existe una ley más importante que las demás y a las que todas las otras se subordinan. Esa ley es la prohibición de quitar la vida a cualquier ser humano. El resto de las leyes que completan la Ley tienen como finalidad impedir los conflictos entre individuos o grupos que puedan derivar en la muerte de unos a manos de otros. De ahí que se prohíba la idolatría (es decir, los sacrificios humanos), el robo, la mentira, el falso testimonio, la desordenada codicia de los bienes ajenos… todo lo que sea fuente o causa potencial de violencia y muerte. La mera prohibición del homicidio no basta para evitarlo.

De manera análoga, el Estado debe asegurar las condiciones mínimas que hagan inviables los conflictos que puedan desembocar en guerra civil, lo que exige que asuma funciones no sólo disuasorias y arbitrales sino también niveladoras. No puede limitarse a dirimir los conflictos cuando estos ya se han producido. Debe prevenirlos, asumiendo la distribución de bienes y servicios, es decir, convirtiéndose en Administración. No todos los bienes y servicios son de carácter material, pero todos requieren una inversión de recursos y esfuerzos. Asegurar las condiciones para el ejercicio sin trabas de los derechos individuales resulta imposible sin organismos y funcionarios dedicados a ello. Para cierto liberalismo, la libertad puede desarrollarse –incluso mejor que en otra parte– en una especie de atmósfera cero, en un vacío sin Estado. Lo menos que puede decirse de semejante liberalismo es que nada ha aprendido de la Historia.

Si se acomete una reforma en profundidad de la Administración deben quedar claros de antemano los objetivos que se pretenden. El desmantelamiento de la Administración –central o autonómica– no constituye un objetivo legítimo, pues supondría la sustitución fraudulenta de los fines por los medios. Gran parte de la irritación que suscita la política de recortes no brota de la certeza de que se trata de medidas impuestas al Gobierno desde las instituciones europeas, sino de la aparente falta de un objetivo general. Se percibe que el carácter del Estado está cambiando, y el hecho de que vaya dejando de ser un Estado subvencionador, manirroto y clientelista, no se valora negativamente por la mayoría. Lo que suscita angustia, inseguridad y desconcierto es la ausencia de un objetivo que vaya más allá del pago de la deuda. Es necesario definirlo y explicarlo, aunque no sea alcanzable sin la mediación de una reconstrucción del consenso y de un nuevo proceso constituyente.