jueves, 25 de julio de 2013

El mérito incuestionable del PP vasco

PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO

PROFESOR DE HISTORIA DEL PENSAMIENTO POLÍTICO EN LA UPV-EHU

El Correo 25/7/2013


Mientras Bárcenas amasaba su fortuna, los militantes de su partido en el País Vasco iban todos con escolta, sintiéndose cebos vivos



El tal Bárcenas no ha perdido tiempo desde que ingresó en la cárcel para tirar de la manta, corno estaba cantado que iba a hacer tras su cambio de abogados y de estrategia de defensa. Y la onda sísmica de su corrupta indignación ha llegado también a Euskadi, porque en sus papeles de amanuense contable aparecen movimientos que afectan directamente al PP vasco durante el periodo 1999-2005, cuando Iturgaiz lo dirigió, hasta el 2004, y luego María San Gil. Todo un desafío para un PP vasco, ahora presidido por Arantza Quiroga, que seguramente ha sido el que, dentro del PP nacional, más se ha destacado en denunciar la corrupción y en pedir medidas eficaces para combatirla, del mismo modo que se están empleando a fondo ahora en aclarar y despejar cualquier sombra de duda, por ejemplo sobre la compra de su actual sede de Bilbao.

Esta ramificación que llega a Euskadi convierte el caso Bárcenas en el más representativo, hoy por hoy, de la imagen de España que siempre ha hecho furor entre los nacionalistas: la de su corrupción y desgobierno. Para empezar, es obligado que el personaje de Bárcenas reúna cualidades insólitas. Fue decisivo ganarse la con-fianza de sus jefes, por su aparente discreción y solvencia. A partir de ahí su carrera contable fue en ascenso continuo, con manos libres y sin control directo que le obligara nunca a extremar su celo profesional o a tener que revalidarlo con cada nuevo equipo directivo: disfunción letal para cualquier democracia de partidos. Y junto a ello, alimentando una imagen de eficacia y equilibrio, su afición montañera, con un despliegue de medios al alcance de muy pocos: escaladas a las cimas más emblemáticas del alpinismo mundial y descensos esquiando por pistas de nieve virgen, con apoyo de helicóptero para las más inaccesibles.

De tan solo tener ligeras muestras de cómo emplean su tiempo los ricos muy ricos, ahora con Bárcenas hemos pasado a conocer detalles de obscena ostentación. Se podía acercar por la mañana a alguna de las oficinas en Suiza donde gestionaban sus fondos y, después de dar las instrucciones oportunas para que su dinero no estuviera ocioso, quedar luego con su mujer para cenar en algún restaurante a la orilla del lago Leman o, de un salto en jet privado, disfrutar de una velada en la Toscana italiana o en la Costa Azul francesa. Y mientras duró este tren de vida, durante estos más de veinte años de nuestra democracia en que estuvo controlando las finanzas del PP, los militantes de su partido en el País Vasco iban todos con escolta, rodeados de contravigilancia, sintiéndose cebos vivos, perfecta presa para un terrorismo etarra que tenía asegurada, con su asesinato, la comprensión de una parte, no pequeña precisamente, de la ciudadanía vasca. Este era el sensiblemente distinto tren de vida de los compañeros vascos de Bárcenas: mientras él amasaba su fortuna en Suiza y otros paraísos fiscales aquí iban cayendo Gregorio Ordóñez, Miguel Angel Blanco, José Luis Caso, José Ignacio Iruretagoyena, Manuel Zamarreño, Jesús María Pedrosa o Manuel Indiano, por citar solo a militantes vascos asesinados entonces del PP.

Pero aparte irregularidades contables en las que haya intervenido un personaje de la calaña del que estamos hablando, lo que quedará a salvo para siempre es el mérito incuestionable del PP vasco al prestigiar la democracia con su presencia entre nosotros desde los inicios de la Transición. Los que han tenido durante todo este tiempo el coraje cívico y Político de defender esas siglas, sobre todo los más jóvenes que ahora ocupan los principales puestos de su dirección, tuvieron que vivir otra vida distinta de la que vivimos la mayoría: a escondidas, como parias en su propia tierra, sin que nadie apenas se pudiera acercar a ellos, protegiéndose siempre, tanto en su vida pública corno privada, para no caer asesinados cobardemente. Porque la sociedad en la que vivían consintió que aquí se matara por ideas políticas y la mayoría de la gente nunca salió, al menos hasta la atrocidad cometida con Miguel Ángel Blanco, a protestar en masa por lo que estaba ocurriendo.

No se trata de que seamos una sociedad políticamente virtuosa. Quizás nos baste con aspirar a serio. Y esto valdría para cualquier otra parte del mundo. Pero lo cierto es que tanto la revolución que se pretendió en Euskadi a partir de finales de los sesenta, que no impidió ni de lejos que Franco muriera en su cama, como la transición a la democracia tras la muerte del dictador, se hicieron señalando un mismo chivo expiatorio, que no fue otro que la derecha vasca, de la que todos se alejaron como de la peste. Y a pesar de ello unos pocos perseveraron en su soledad política: esa es su gloria intransferible. Una derecha vasca que lo fue todo en la Euskadi anterior a la Guerra Civil, como explica Idoia Estornés, nada sospechosa de revisionismo, en sus recientes memorias: «En el agitado clima político de inicios de la República, la única fuerza hegemónica de Vasconia era la derecha, en sus dos versiones, regional o de Estado».

De ahí que cuando se habla de derecha política la gente exhibe impúdicamente la mayor de las ignorancias: toda la derecha es fascismo. Se prescinde, con una ligereza pasmosa, de que la derecha incluye liberalismo conservador, tradicionalismo, tecnocracia, democracia cristiana y, claro que sí, movimientos autoritarios que auparon a Franco al poder, pero también en Euskadi, porque es que el franquismo también fue vasco, y de qué manera. No obstante, la única época histórica que han vivido y de la que pueden responsabilizarse las generaciones que hoy dirigen al PP vasco es la del terrorismo de ETA, que tiene sus propias claves. Y lo que es absolutamente seguro es que el tal Bárcenas ni tiene idea de esas claves, ni le importa lo más mínimo el no tenerla.

sábado, 6 de julio de 2013

El Estado y las lenguas

JOSU DE MIGUEL BÁRCENA / Abogado y profesor de Derecho Constitucional,

EL CORREO 06/07/13


En el País Vasco, el consenso lingüístico siempre se ha visto limitado por la clara identificación entre el euskera y la nación.

Como se sabe, en nuestro país las lenguas cooficiales tienen protección constitucional. Sin embargo, el reconocimiento que hace la Constitución de las mismas se detiene en la posibilidad de que cada estatuto de autonomía las pueda incorporar y normalizar en su acervo territorial, lo que deja un amplio espacio político para que las instituciones autonómicas puedan jugar con la ingeniería social, uno de los deportes favoritos de la España fragmentada y postmoderna. El Tribunal Constitucional (TC) dijo desde el comienzo que la declaración de cooficialidad de una lengua no dependía de su peso o grado de presencia como efectiva realidad social, sino de que los poderes públicos respectivos la estableciesen como medio normal de comunicación entre ellos y en su relación con los sujetos privados, con plena validez y efectos jurídicos (STC 82/1986). Lo que en principio parecía un mecanismo lógico y necesario para proteger y fomentar unas lenguas postergadas por la desigual articulación del nacionalismo español, se ha convertido en un instrumento político muy peligroso para desatar pasiones populistas y rivalidades territoriales.

En nuestro sistema constitucional la lengua está asociada, como no podía ser de otra manera, a la satisfacción de los derechos de las personas que la hablan habitualmente. Sin embargo, en el ideario de los partidos nacionalistas, la lengua, junto a los diversos procesos de autorreconocimiento, tiene otra función: construir un país distinto. Esto se hace claramente perceptible en Cataluña y País Vasco, no tanto en Galicia, donde los nacionalistas apenas han alcanzado poder institucional. En el País Vasco, el consenso lingüístico siempre se ha visto limitado por la clara identificación entre el euskera y la nación, lo que añadido a la difícil comprensión por amplias capas de la población, aún después de muchos años de normalización, ha obligado a los poderes públicos a mantener políticas de cooficialidad efectivas en la educación y la comunicación. En Cataluña, por el contrario, el acuerdo social sobre el catalán ha sido muy amplio, al identificarse en el pasado reciente con la lucha contra el franquismo y al presentarse como una lengua de fácil comprensión que permite continuos procesos de hibridación o promiscuidad lingüística con el español. Ello ha permitido que los poderes autonómicos tuvieran carta blanca para aplicar políticas de inmersión y fijar la lengua como el principal instrumento para concitar legitimidades en torno a los distintos proyectos políticos que se van sucediendo, primero el Estatuto, ahora la secesión.

La falta de concreción constitucional de la política lingüística, unida a la crisis socioeconómica, puede facilitar la siempre peligrosa guerra de lenguas, como ya contó Ranko Bugarski en el caso de la desintegración yugoslava. La Comunidad de Aragón acaba de aprobar una lamentable ley en la que el catalán pasa a ser la Lengua Aragonesa Propia del Área Oriental (LAPAO). Más allá del choteo general, es una preocupante reacción identitaria y asimilacionista que aumenta el victimismo entre las fuerzas políticas nacionalistas y pone las bases para potenciales enfrentamientos sociales. En Baleares también andan con la rápida recuperación del mallorquín, mientras que en Valencia el Parlamento acaba de aprobar una resolución en la que cifra la aparición del valenciano en el siglo VI antes de Cristo. Estos movimientos son de manual, pero de aquellos manuales que explican de forma muy clara qué es lo que pasó en la Europa de entreguerras con el principio de las nacionalidades y la coctelera lingüística en manos de dirigentes irresponsables. Pedir temple y tranquilidad a la clase política aragonesa, valenciana y balear no es suficiente: la próxima reforma constitucional debiera cerrar nominalmente la presencia de lenguas cooficiales en el España, llamando a las cosas por su nombre, para así evitar enfrentamientos y demostrar que el Estado quiere implicarse aún más en la protección de las lenguas minoritarias, como piden muchos dirigentes nacionalistas catalanes y vascos.

Más allá de la siempre difícil reforma constitucional, convendría también que el propio Estado hiciera una ley del español. Los excesos lingüísticos nacionalistas han de parar allí donde están vigentes los derechos de los ciudadanos. La futura ley Wert pretende que por ejemplo, en Cataluña, aquellos padres que no puedan hacer efectiva una escolarización bilingüe, acudan a centros privados y pasen el coste a la Generalitat, que después verá descontada la cantidad del sistema de financiación común. Esta es una solución inasumible en un Estado constitucional. Desde hace prácticamente una década los tribunales vienen diciendo a las instituciones catalanas que no es posible confundir la inmersión con la lengua vehicular en la educación. El TC cerró el debate en la sentencia 31/2010 al señalar que no cabe el deber de conocer únicamente una lengua cooficial, lo que vendría a suponer que no sería el ciudadano el que eligiera la lengua de comunicación con los poderes públicos, sino estos últimos. La consecuencia: la marginación institucional del castellano. Una ley del español, basada en el artículo 149.2 de la Constitución Española, serviría para aclarar cómo ha de concurrir el idioma común del Estado con las demás lenguas cooficiales, permitiendo un mejor equilibrio entre las opciones bilingües en materia educativa y abriendo los órganos nacionales a algunas exigencias minoritarias. Todo ello desde la concordia, la lealtad política y la estricta observancia del Estado de derecho, el mejor método para templar los ánimos.

La confusión entre un partido y una patria

IGNACIO SUÁREZ-ZULOAGA / Autor de ‘VASCOS CONTRA VASCOS’,

EL CORREO 06/07/13


La iniciativa del lehendakari Urkullu de proponer el 7 de octubre –día de 1936 en que su predecesor José Antonio Aguirre juró su cargo en Gernika– como nueva Fiesta nacional vasca, es un paso más del Partido Nacionalista Vasco para confundir su historia con la del país. Imitando la apropiación partidista de la historia y sus símbolos que ya realizaron la Falange y otros partidos nacionalistas, ha debido de descartar que algún sucesor suyo pueda llegar a imitarle, y ponga la fiesta en julio (el 18 franquista o el 31 en que se anunció la fundación de ETA). Pues lo único seguro en la historia es que es pendular: los abusos alimentan reacciones que conducen a nuevos abusos.

Al entrevistar a líderes para elaborar mi libro sobre el conflicto entre vascos, un dirigente socialista me confesó el grave error de que los elementos simbólicos vascos fueran los del partido hegemónico. Al redactar el Estatuto se adoptó el nombre de Euskadi (inventado por Sabino Arana) a pesar de la tradición y el arraigo popular de la denominación País Vasco y de la corrección expresiva del término Euskal Herria; dos alternativas apartidistas, más fáciles de aceptar por la ciudadanía. Eso explica que dirigentes de la izquierda abertzale sean propensos a emplear Euskal Herria y líderes del Partido Popular utilicen País Vasco o Vascongadas.

Otro error fue aceptar el ‘Gora ta gora’ del PNV como himno de todo el país. En este caso la alternativa era aún mejor, pues el ‘Gernikako Arbola’ del bersolari Iparraguirre es uno de los más bellos himnos patrios que hayan sido compuestos en el mundo. La capacidad movilizadora de aquella canción provocó tumultos en el madrileño Café de San Luis –donde fue compuesta– al que acudían los vascos residentes en la Villa y Corte. Tal fue su popularidad, que el Gobierno progresista de Juan Álvarez de Mendizábal (el de las desamortizaciones, que tanto soliviantaron a los vascos) mandó al exilio al bardo de Urretxu.

La personalidad de Iparraguirre –por ser arquetipo del vasco genial, independiente y ‘jatorra’– no podría haber tenido mejor aceptación entre los vascos de hoy en día, que con muchísimos menos motivos hemos convertido en santos laicos a Celedón y la Marijaia. Iparraguirre se escapó de casa con 14 años para incorporarse a los tercios carlistas, se negó a acogerse a la amnistía del Abrazo de Bergara y se exilió sin más patrimonio que su ingenio y su voz. En 1848 estaba combatiendo en las calles de París contra el ejército francés, contribuyendo a instaurar la Segunda República. Es, por tanto, un personaje atractivo y unificador; mucho más que el xenófobo y ultraclerical Sabino Arana, autor del ‘Gora ta gora’. El hecho de que en el himno jeltzale se invoque reiteradamente a Dios y a la cruz hace aún más incomprensible la decisión de los socialistas de aceptarlo.

En tercer lugar está el asunto de la enseña inventada por Luis Arana para el PNV: la ikurriña (que significa ‘bandera’, como si fuera la única posible). Su legitimidad estriba en que la enarbolaron durante la guerra de 1936 los batallones organizados por el PNV y ANV (no los socialistas, comunistas, anarquistas, ni de Izquierda Republicana, que suponían más combatientes); recuérdese que contra la ikurriña lucharon los antepasados de gran parte de los navarros, guipuzcoanos y alaveses de hoy en día, contribuyendo a suprimirla durante cuatro décadas. A la hora de adoptar la ikurriña nadie se acordó de la única bandera histórica común, con la que combatieron en el exterior los vascos en 1860 y 1868. A diferencia de los conflictos anteriores (en que cada tercio enarbolaba la bandera de su provincia) las diputaciones decidieron que todos los Tercios Vascongados combatieran en Marruecos bajo una única bandera común, con el simbólico escudo del ‘Irurac Bat’ (tres en uno). Éste es el emblema de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País, la organización cívica que promovía la modernización cultural, industrial y educativa de los vascos, y que era la encargada de defender los intereses comunes en la corte. Unos años después, los vascos de la isla de Cuba entregaron una placa de reconocimiento que incluye esa bandera vasca, y que está conservada en el palacio de la Diputación de Álava.

Con los mencionados precedentes en materia simbólica, asombra que se mencione el pluralismo como argumento para la nueva fiesta; si Urkullu considera ‘plural’ una conmemoración de la Guerra Civil y que su partido acapare el 100% de la simbología vasca, podemos esperar cualquier cosa. Para esta y otras cuestiones relativas a nuestro doloroso pasado de intolerancia, violencia e imposiciones, el Gobierno debería de apoyarse en los historiadores de prestigio, acostumbrados a interpretar los hechos del pasado con la necesaria ecuanimidad. Y debería recordar que cuarenta años de franquismo, con todo el poder de una dictadura militar, no pudieron eliminar la historia y la simbología auténtica. Si Urkullu insiste en repetir los errores del pasado, que sepa que está sentando las bases para que algún día un águila sustituya en los impresos oficiales al escudo de la Comunidad Autónoma Vasca: la de San Juan (franquista) o la de Sancho El Mayor (de Batasuna).