martes, 24 de septiembre de 2013

Cataluña: unanimismo versus pluralismo

MANUEL CRUZ

EL PAÍS 24/09/13


El soberanismo ambiguo catalán ha dado paso al secesionismo inequívoco. Como consecuencia de este salto político, la solución a todos los problemas sociales queda aplazada al día después de la independencia



La espuma de los acontecimientos a menudo impide que percibamos las corrientes profundas que definen el signo de los procesos o, si se prefiere, los árboles de la actualidad suelen provocar que nuestra mirada pierda la perspectiva acerca de las características del bosque por el que deambulamos. Si aplicamos esta cautela a la situación que se vive en Cataluña, sin gran dificultad comprobaríamos que muchos de los episodios que han tenido lugar en el transcurso del último año, sorprendentes y novedosos para algunos, constituyen el efecto o consecuencia casi inevitable de premisas que nunca dejaron de estar presentes y operativas.

Acaso la que convendría plantear en primer lugar sería una premisa que el discurso nacionalista nunca ha dejado de dar por descontada, a saber, que toda nación debe tener un Estado, de forma que incluso la misma expresión “nación sin Estado” lo que en realidad estaría señalando es una carencia, una falta profunda. Y aunque es cierto que de semejante convencimiento no siempre se ha desprendido programáticamente la exigencia inmediata de aquél (no habría más que recordar el largo mandato de Pujol), sí que ha señalado de manera inequívoca la dirección del proceso, el horizonte último al que apuntaban incluso los sectores más gradualistas del nacionalismo y que explicaba que sus reivindicaciones nunca parecieran tener fin. Dicha premisa, planteada como un principio general de carácter histórico, casi prepolítico, ha funcionado como una auténtica trampa para osos en la que han ido cayendo casi todo el resto de partidos, pero en especial —para lo que me interesa plantear aquí— los de izquierda. El unanimismo, al que siempre ha sido tan proclive el nacionalismo catalán (a condición de que la unanimidad lo tomara a él como eje: del pal de paller a la casa gran del catalanisme), ha ido adoptando diversas apariencias, aunque sin variar su esencia última. El reclamo del ideal del autogobierno (¿quién se atrevería a sostener que está en contra de semejante ideal tan obviamente benéfico?), cuyo límite nunca se explicitaba, ha ido sirviendo para que el nacionalismo fuera dando pasos en la dirección señalada sin encontrar la menor resistencia por parte de quienes se la deberían haber presentado y que, por el contrario, parecían entusiasmados por ser acogidos a la derecha del Gran Padre Transversal.

Resulta preocupante el seguidismo de los partidos de izquierda respecto al nacionalismo

Así, el eslogan que durante buena parte de la democracia en Cataluña se repetía era el de que todos los “partidos eran catalanistas”, todos estaban por fer pais. Más tarde, durante el proceso de elaboración del Estatut, se puso en primer plano, como una reivindicación asimismo unánime, la condición de nación que le correspondía a Cataluña (reivindicación que, algunos lo recordarán, en aquel momento los propios nacionalistas pretendían presentar, con dudosa lealtad constitucional, como políticamente inocua). De ahí hemos pasado, en la presente legislatura, a la reciente declaración del Parlament catalán en la que los partidos de izquierda apoyaron que se proclamara que el pueblo catalán era sujeto soberano para decidir su futuro. El desplazamiento terminológico, en apariencia inane para el menos avisado, tenía una intención inequívoca: del catalanismo al nacionalismo y de ahí, al soberanismo.

Alguien podrá argumentar, no sin parte de razón, que estar por el derecho a decidir no es sinónimo de decidir una determinada cosa (personas hay que tienen ganas de dejar clara en una votación su rechazo al independentismo). Así la dirección del PSC ha intentado clarificar este punto señalando que su posición oficial es estar a favor de una consulta pactada, en la cual, llegado el caso, votarían no a la independencia. Pero no cabe olvidar que, a su izquierda, a estas alturas el ciudadano no sabe qué propondría la dirección de ICV que se votara en un hipotético referéndum de autodeterminación o que, dentro del mismo PSC, continúa habiendo sectores que parecen dispuestos a seguir acompañando a los sectores nacionalistas hasta el final, lo sitúen estos donde lo sitúen. Una corriente interna de este partido, autodenominada “Avancem”, hizo público recientemente un documento en el que se distanciaba de las propuestas de la dirección, declarando estar a favor de un Estado catalán “independiente o no”. (La especificación final debió hacer que muchos lectores de la noticia recordaran el famoso chiste del humorista Eugenio acerca de las ovejas blancas y negras). Recuperando el hilo de nuestro discurso, el nacionalismo ya ha dado el paso que faltaba y ha decidido transitar desde un soberanismo que todavía dejaba margen a una cierta ambigüedad (si no hubiera entre qué escoger, no habría decisión posible) al secesionismo más inequívoco. La consecuencia ha sido que el espacio político catalán se ha ido achicando de manera vertiginosa. Y de la misma forma que, durante años, solo cabía ser catalanista o nacionalista, el mensaje con el que ahora se nos bombardea desde los medios de comunicación públicos catalanes es que no hay vida política fuera del secesionismo. Tal vez fuera más propio decir que en las tinieblas exteriores al independentismo solo habitan la irrelevancia pública o, peor aún, el españolismo más rancio y casposo. Que nadie considere estas últimas palabras como una exageración. Era precisamente el actual conseller de cultura (sí, de cultura, han leído bien) del gobierno catalán el que hace pocos días dejaba caer, en un discurso que por cierto llevaba escrito, la afirmación de que solo se pueden oponer a la creación del Estado catalán “los autoritarios, los jerárquicos y los predemócratas o los que confunden España con su finca particular”.

La ilusión no es un valor en sí misma ni la instancia para decidir entre opciones políticas

Este secesionismo independentista, pretendiendo presentarse como algo prepolítico (o suprapolítico), lo que en realidad reedita es la vieja tesis conservadora de la obsolescencia de las ideologías, de la superación del antagonismo entre derechas e izquierdas, en este caso por apelación a una instancia superior jerárquicamente en la escala de los valores como es la nación (ya saben: “ni derecha ni izquierda: ¡Cataluña!”). Este genuino vaciado de política no es en absoluto inocente: gracias a él, el gobierno catalán está consiguiendo rehuir todas las críticas que se le plantean (por ejemplo, a sus políticas sociales) a base de aplazar al día después de la independencia, identificada con la plenitud nacional catalana (Artur Mas dixit), la solución taumatúrgica de todos los problemas. De ahí que resulte preocupante el ruinoso seguidismo practicado por los partidos de izquierda catalanes en relación con el nacionalismo no solo durante todos estos años sino, muy en especial, en los últimos tiempos. Sin que sea de recibo argumentar, para intentar maquillar o neutralizar este carácter conservador del programa independentista, el valor político que representa el hecho de que dicha corriente haya conseguido movilizar, insuflando ilusión, a amplios sectores de la sociedad catalana.

Entiéndaseme bien: sin duda ha sido así, pero resulta obligado plantearse el valor político de dicha movilización o, si se prefiere, el contenido de la ilusión en cuanto tal. Quienes tanto se complacen en señalar el carácter histórico de cuanto está ocurriendo, o dibujan analogías extravagantes con determinados momentos del pasado (por ejemplo, con los procesos de descolonización del Imperio Español), no deberían ser tan hipersensibles cuando se les advierte de paralelismos históricos mucho más pertinentes. Cualesquiera intransigentes, fanáticos e intolerantes (de los cruzados medievales a los jóvenes españoles que se alistaban voluntarios en la División Azul, pasando por todos los ejemplos que se les puedan ocurrir) se sienten ilusionadísimos ante la expectativa de alcanzar sus objetivos, pero a nadie en su sano juicio se le ocurriría sumarse a su causa solo por ello.

Con otras palabras, ni la ilusión es un valor en sí mismo ni, menos aún, constituye la instancia última con la que dirimir entre diversas opciones programáticas. La política es discusión racional sobre fines colectivos en la plaza pública. No cabe, sin contradicción, apelar constantemente a la necesidad de la política y, al mismo tiempo, optar por la irracionalidad de la ilusión sin más. Porque si la indiferencia es mala, el unanimismo acrítico es, sin el menor género de dudas, mucho peor.

Manuel Cruz es catedrático de filosofía contemporánea en la Universidad de Barcelona. Autor del libro Filósofo de guardia (RBA).

lunes, 23 de septiembre de 2013

Catalanes por libre

MANUEL MONTERO

EL CORREO 23/09/13


Si en España los nacionalistas catalanes hubiesen sufrido el mismo trato que ellos han dado a los catalanes que no son nacionalistas hubiese sido tildado como un Estado opresor



La cuestión de Cataluña muta de farsa a docudrama, a medida que sus dirigentes tropiezan en las zancadillas que se han puesto a sí mismos, al improvisar agitaciones de camino incierto. Pero lo más sorprendente de esta historia no es la ligereza con que los catalanistas plantean la independencia como la panacea, la solución de todos sus males. Tampoco ese frenesí que los coloca todo el rato al borde del paroxismo agitando banderas, como si la secesión fuese sólo una cuestión de efervescencia colectiva. Lo verdaderamente raro es la manera en que la política española afronta la cuestión: a la defensiva, acomplejada, sin argumentos. Actúa como si se sintiese culpable y la excitación catalanista constituyese la más profunda autenticidad política.

No hay novedad. Siempre ha sido así, al menos desde la transición. Si fuese cierta la presunción de un litigio «entre Cataluña y España», por emplear la dicotomía nacionalista – que empieza a usarse en el resto de España; el otro día la utilizó un ministro–, no sería un debate político entre dos partes, sino un discurso cada vez más ofendido y radical frente al silencio pétreo de la contraparte, en este esquema la ofensora. Si ofende, no será por lo que dice. Los agraviados tienen que echar mano de imaginarios, históricos o actuales, o indignarse por cualquier expresión que no les trate con el respeto que creen debido: pues en esta óptica son la parte honorable y la otra la vergonzante. Por lo que se ve, esta idea catalanista la comparte buena parte de la política española.

El esquema ha funcionado durante las tres últimas décadas y a lo mejor explica cómo hemos llegado a las columnas humanas que se unen para separar. Desde que se hizo la Constitución los partidos nacionales han rehuido cualquier debate y actuado como si a los nacionalistas les asistiese la razón democrática– como si Cataluña o el País Vasco se ajustasen a la ficción de una rotunda voluntad independentista, que fuese la única legítima–, tuviesen un plus de autenticidad y sólo cupiesen apaños, a ver si así se aplaca la fiera. Como si la unidad política fuese una impostura, a sostener mediante cualquier cesión que satisficiese para siempre al nacionalista, un empeño vano, pues el objetivo nacionalista no es un acomodo definitivo en España (malo, bueno o mejor) sino navegar por libre, se le ofrezca el puerto que se le ofrezca. Ha contribuido a la política acomplejada la periódica necesidad –cuando no hay mayoría absoluta– de que PP o PSOE tengan que contar con los votos nacionalistas para formar gobierno. Ha llevado a dar por buena cualquier política cultural o a hablar catalán en la intimidad.

Pero hay más y tiene que ver con la conformación ideológica de la política española. Por parte del centroderecha está la ausencia de un discurso nacional que no sea rancio y esencialista: hablar de la sacrosanta unidad de la patria milenaria contra los enemigos traidores puede enardecer a los exaltados, pero suena a dislate en una sociedad democrática que se sostiene sobre la voluntad popular. No tiene un discurso, pues no puede considerarse que lo sea la mera alusión a que lo impide la Constitución, sin argumentos de mayor calado.

El discurso de la izquierda, en las antípodas, contribuye al desbarre. A fuerza de oponerse al concepto conservador de nación española rompió con la misma idea, si alguna vez la compartió. A finales del franquismo creía que los nacionalistas –con ellos, las ‘fuerzas de progreso’– expresaban las verdaderas ansias populares. Todo se arreglaría sin sustos ni problemas, apelando a la buena voluntad de los progresistas. Tal buenismo evanescente no ha desaparecido en la izquierda española. Estos días se oye la propuesta socialista de incluir el derecho a decidir – o sea, la autodeterminaciónen la Constitución. Al margen de que sería un caso único en las constituciones democráticas, el supuesto de que así llegaría la concordia no tiene un pase y está reñido con la experiencia.

Ante esta vaciedad ideológica los nacionalismos han tenido campo libre. Su gran éxito: lograron que la autonomía no se concibiese como un espacio común para la diversidad. Sus estatutos han funcionado no como un logro compartido sino como conquistas nacionalistas y el punto de partida para la construcción de nuevos Estados-nación que socavasen los pluralismos internos.

Los grandes sacrificados de esta historia son quienes en las autonomías preindependientes no se ajustan a los cánones nacionalistas. Quedaron sujetos a la conversión, ante la complacencia (o asentimiento) de los partidos nacionales. Y eso que vienen a representar en torno a la mitad de los futuros independizados, a los que se va convenciendo de su ilegitimidad de origen. Por decirlo de otra forma: si en España los nacionalistas catalanes hubiesen sufrido el mismo trato que los nacionalistas catalanes han dado a los catalanes que no son nacionalistas hubiese sido tildado con razón como un Estado tiránico y opresor. No es todo culpa catalanista. La tienen también los partidos nacionales que consideran que la cuestión es vidriosa y mejor no menealla, a ver si se enmienda sola.

Hay un problema central que nunca han afrontado PP y PSOE. Dieron por bueno que las autonomías nacionalistas no se construyesen para la convivencia entre distintas opciones identitarias, sino como la ocasión de que los nacionalismos desarrollasen las suyas, en detrimento de las diferentes. En el docudrama catalán hay distintas responsabilidades: por activa y por pasiva. Hay pecados por acción y por omisión.

martes, 17 de septiembre de 2013

Las formas de la desigualdad

José María Ruiz Soroa

El País 17/9/2013


La riqueza actual no conecta con la propiedad, sino con la burocracia. En el otro extremo están los trabajadores que carecen de una retribución digna porque las sociedades no los necesitan para crecer



Escribía el sociólogo Barrington Moore que la desigualdad ha sido un hecho universal en las sociedades humanas dotadas de escritura. Por ello, lo más interesante de este fenómeno no es tanto su pura constatación, ni siquiera la medición del grado cuantitativo que alcanza, sino el estudio de las formas concretas que adopta la desigualdad en cada sociedad y época concretas, así como los principios que cada cultura utiliza para legitimarlas a los ojos de sus miembros.

Dado que la desigualdad económica ha vuelto a ser un tema de actualidad, resulta conveniente analizar las formas más llamativas que adopta esa desigualdad hoy en día en una sociedad europea como la española. Porque si la desigualdad es una constante, las desigualdades son distintas: si hablamos solo de la primera de una manera genérica corremos el riesgo de recaer en clichés manidos que poco aportan a la comprensión de la realidad, por muy cargados de emoción que estén. Así sucedía hace poco en este diario con un autor que celebraba el redescubrimiento de que en la sociedad existen las clases que Marx estudió en su momento. Un hallazgo de más que dudoso valor.

Aquí queremos contextualizar en su particular diversidad dos de las más llamativas desigualdades económicas que tienen lugar entre nosotros. La primera, la de ese reducido estrato social que acapara una porción de renta descomunal por relación a su tamaño numérico, los que se suelen denominar como “upper-class”, y que en lenguaje más popular son “los ricos”. La segunda, la del amplísimo estrato de los que están excluidos del trabajo suficientemente remunerado, bien por hallarse en paro bien por poseer empleos que no proporcionan un nivel de vida digno.

Con respecto a los ricos, hay que empezar con la constatación bastante obvia de que el siglo XXI es en materia de desigualdad una época weberiana, no una marxista. Vamos, que la riqueza no conecta con la propiedad sino con la burocracia, en concreto con la organización gestora de los conglomerados empresariales y financieros. Como Max Weber anunció, el uso exclusivista de la información por parte de quienes se sitúan en lo más alto de las burocracias es lo que les permite fundar su poder, en este caso el de apropiación privilegiada de rentas. El capitalismo actual es un capitalismo de gestores, no de propietarios. La propiedad de los conglomerados empresariales o financieros se disemina entre los muchos, pero esos muchos desinteresados confían la gestión a los pocos. Es un fenómeno económico conocido que ya Adam Smith anotaba con preocupación en sus albores como posible fuente de “insensatez, negligencia y derroche”, palabras que suenan a conocido después lo ocurrido anteayer en el pistoletazo de salida de la crisis.

El gobierno corporativo se materializa en una relación de agencia descompensada, en la que el agente domina al principal y es capaz de imponer sus propios intereses particulares a los del conjunto que se le ha confiado, no digamos al de sus pasivos propietarios. Las empresas son burocracias, como los partidos políticos, y por ello están sometidas a las mismas leyes de hierro de la oligarquía de control. Y no se percibe, de momento, manera de desactivarlas desde la propia economía.

De esta forma concreta de desigualdad económica interesa destacar dos aspectos: por un lado, la proximidad amistosa de la élite managerialprivada con la élite político-burocrática, una interpenetración (¿complicidad?) que contribuye a sostener el andamiaje con el que los gestores desvían en su favor las rentas de situación correspondientes. Porque solo desde la política podría controlarse esta forma de saqueo organizada. Pero la política no percibe incentivos concretos para intervenir autoritariamente en ese mundo, algo que, por otro lado, le generaría dificultades sin cuento en el corto plazo.

El otro aspecto es el de la legitimación social, es decir, los valores socialmente difusos que permiten a este estrato obtener unos rendimientos tan descomunales sin mayor oposición. Las sociedades occidentales aceptan hoy sin mayor cuestionamiento (también los medios creadores de opinión son dirigidos por gestores) la idea de que los conocimientos o habilidades especiales de un individuo legitiman sin más su renta superior, y además no poseen ningún criterio sobre sus límites (¿cuántos cientos de miles de euros debe ganar un cirujano cardiovascular o un gestor habilidoso de fondos?). Se cree, con inexplicable ingenuidad, que hay un mercado que lo determina adecuadamente.

Esta aceptación acrítica de esta desigualdad concreta implica que no se percibe que el éxito individual es en gran parte el fruto de una previa organización social muy compleja, de manera que el mérito (si de tal hay que hablar) es social y no individual. De nada le valdría a Ronaldo su peculiar habilidad con la pierna si no se hubiera desarrollado la sociedad en que crece. Pero es que, además, existe una peculiar tautología en la explicación social funcionalista de la desigualdadmanagerial: las élites afirman que su alta retribución se debe al hecho de que desarrollan una actividad especialmente necesaria y apreciada, pero la única prueba de ello es el hecho de que reciben una retribución muy alta. Una circularidad argumentativa carente de corroboración externa. Y es que el darwinismo siempre fue una explicación “excesiva” en lo social, pues justifica cualquier desigualdad existente por el simple hecho de existir.

Por su parte, la exclusión económica de la parte de población que carece de empleo retribuido dignamente obedece sin duda a razones económicas conectadas a la exposición a una globalización acelerada. Quienes no pueden situarse en Occidente en un nicho particular de trabajos protegidos de la competencia mundial, ven desplomarse su retribución o su empleabilidad, que tiende a igualarse a la de sus homólogos orientales, y engrosan las filas de un estrato nuevo: la de quienes, aun trabajando, no podrán vivir. Dicho de otra forma, parece bastante cierto que las sociedades desarrolladas no pueden dar trabajo aceptable a todos sus miembros: la contradicción fundamental es que todos necesitan trabajar para vivir, pero que la sociedad no necesita del trabajo de todos para crecer.

El frío dato globalizador oculta, además, unas contradicciones de segundo orden que son tan llamativas como deliberadamente ocultadas: las que operan entre generaciones o, si se prefiere, entre el tiempo presente y el futuro. Las sociedades europeas son de hecho unos sistemas económicos depredadores del futuro, y quienes viven razonablemente bien en ellas lo hacen a costa de la exclusión de las generaciones más jóvenes. El sistema económico está organizado para sostener el estatus de los perceptores de rentas medias mediante ayudas públicas cuyo coste está diferido al futuro. De manera que la mayor parte de las generaciones jóvenes nunca vivirán como sus precedentes, pero financiarán la prosperidad actual de estos. Esta es una contradicción que ninguna ideología política de las existentes está capacitada para asumir y desarrollar, por lo que se la ignora tanto en la práctica política como en el discurso público. Por otro lado, no resulta difícil mantener engañada a la generación más joven mediante el uso de utopías críticas sobre el sistema económico en general.

La crisis económica actual y su difícil salida está emborronando ese hecho: nunca habrá ya buenos trabajos para todos porque nunca se precisará de tanto trabajo humano. Y si eso es así, la única salida social posible es romper la conexión hasta hoy ineluctable entre trabajo y supervivencia. La sociedad deberá garantizar la vida digna a todos con independencia de que trabajen o no. Algo que implica un cambio revolucionario, no tanto en la práctica económica (en donde en realidad se consumen ya hoy enormes esfuerzos fiscales para mantener trabajos no necesarios), como en las mentes. Resultará muy difícil (y tendrá consecuencias sociales probablemente insospechadas) avanzar en una desvinculación manifiesta entre trabajo y vida. El paradigma del ser humano ha sido el del homo laborans durante la mayor parte de su existencia en la tierra, y cambiar la conciencia de esa mismidad costará más que cambiar la realidad objetiva misma. Y, sin embargo, no parecen existir muchas alternativas.

José María Ruiz Soroa, es abogado.

sábado, 7 de septiembre de 2013

El político y el personaje

JAVIER ZARZALEJOS

EL CORREO 07/09/13


Obama ha embarrancado en el conflicto sirio. Su actuación resume las contradicciones de un político que solo se siente cómodo en el terreno de la retórica.



En torno a todo político relevante se construye un personaje pero rara vez ambos coinciden. Unas veces, el personaje construido a base de prejuicios y percepciones distorsionadas no hace justicia al político; otras es el político el que no está a la altura de su propio personaje. Esto último parece que le está ocurriendo a Obama: un político que se está revelando muy por debajo del personaje erigido en el altar de los héroes. Nadie negará a Obama una capacidad de movilización y de persuasión poco comunes. Tampoco, un discurso atractivo, regenerador y sugestivo. Obama vino a cumplir los deseos de recuperación de la hegemonía política del progresismo buenista y multicultural e hizo emerger en su favor una realidad torpemente ignorada por la derecha norteamericana de la era post-Bush que vio reducida su audiencia electoral a un segmento integrado mayoritariamente por hombres, blancos, adultos, de diversas denominaciones cristianas pero no católicos y estrictamente monoculturales anglófonos.

La exitosa demonización de su antecesor, George Bush, más allá de la dimensión política de éste, hizo que Obama devolviera a la izquierda urbana de Europa y Estados Unidos la arrogante convicción en su superioridad moral. Los europeos tuvieron la sensación de que por primera vez también ellos, de alguna manera, habían votado en las elecciones presidenciales y Europa celebró, con satisfacción visible aunque con lógica dudosa, que fuera elegido el presidente de los Estados Unidos al que Europa menos importaba. El fin de una era de conflictos, la reforma social interna en vez de la reconfiguración del orden internacional, la liquidación de guerras heredadas, el restablecimiento del prestigio de los Estados Unidos, el ‘poder suave’ frente al militarismo, han sido reclamos atrayentes para los ciudadanos de una potencia cansada. El problema de Obama es que es precisamente él quien ya no encaja en su propio relato. No se trata de que sea mejor o peor. La cuestión es previa. Se trata simplemente de que es humano y eso no se acepta fácilmente por quienes en las urnas y en los medios lo encumbraron en un ejercicio de mitomanía adolescente impropio de la racionalidad crítica de un sistema democrático.

Obama ha embarrancado en el conflicto sirio. Su actuación en este grave asunto viene a resumir todas las contradicciones de un político que sólo se siente cómodo en el terreno de la retórica que, sin duda, domina. Es verdad que el mundo occidental en general, y los Estados Unidos en particular, se muestran cansados y escépticos ante la perspectiva del uso de la fuerza y entienden que Afganistán, Iraq o Libia no avalan nuevas iniciativas de esta naturaleza. Pero es en esas circunstancias donde los liderazgos deben ejercer capacidad de persuasión, eficacia explicativa y definición estratégica, si es que la administración americana esta convencida de que hay que golpear al régimen de Assad.

Y el liderazgo que está exhibiendo Obama es perfectamente descriptible hasta el punto de que ahora el problema no es tanto qué le ocurre a Assad –que ya sabe que no tienen intención de derrocarle– sino en qué posición queda la presidencia de los Estados Unidos. Vote lo que vote el Congreso, Obama ha transferido su propia y estricta responsabilidad a otros, en este caso al Legislativo. Si se salva de una derrota en el Capitolio, será por el apoyo de los republicanos y después de generar un importante lío para trasladar al Congreso la responsabilidad de decidir, en una huida hacia delante y a modo de disculpa, el presidente de los Estados Unidos afirma que no es su credibilidad la que está en juego sino la de la ‘comunidad internacional’. Pero aunque no le guste, es su credibilidad la que se encuentra comprometida y no sólo porque los americanos no quieran nuevas intervenciones sino porque el propio presidente se encuentra atrapado en la retórica que tanto contribuyó a auparle hasta la Casa Blanca.

Haber clamado en su día por la legalidad internacional y ni siquiera mencionar a la ONU en estas circunstancias es un juego mas bien difícil de entender porque el hecho de que Rusia y China bloqueen el Consejo de Seguridad es todo menos una novedad. Censurar el ‘unilateralismo’ de otros y al mismo tiempo estar dispuesto a actuar con el magro acompañamiento del Gobierno islamista de Turquía y el socialista de Francia, tampoco parece convincente. Reunir pruebas que demuestran la responsabilidad del régimen de Assad en el uso de armas químicas y renunciar a su derrocamiento es otra de las preguntas sin respuesta consistente. Y si se considera que el de Assad ya no es un régimen sino uno de los bandos en una guerra civil, que el otro bando con creciente presencia de yihadistas sea el beneficiario de una acción de castigo norteamericana obliga a Obama a prever que entre los que hoy piden el castigo a Assad están muchos de los que, llegada la ocasión, recordarán escandalizados que fue Estados Unidos el que armó a Al-Qaeda en Siria, como ya ocurrió con la ayuda que se prestó a la resistencia afgana contra los soviéticos.

Pero no intervenir también tiene su precio. Las amenazas y los riesgos no desaparecen porque se quieran ignorar. Existen y nos afectan. Seguramente a Obama le gustaría que Estados Unidos fuera menos necesario de lo que es. A Europa, no digamos. Unos y otros están convencidos de que así, cultivando su ‘soft power’, viviría n más tranquilos. El problema de esta vocación de balneario es que fuera hay quienes siguen decididos a perturbar esa apacible ensoñación.