lunes, 30 de abril de 2012

La singularidad vasca

Pedro José Chacón Delgado

EL CORREO, 30/4/12


Por una suerte de metamorfosis histórico-política aún por explicar, el pueblo español se encontró sin una guía para adentrarse en la herencia foral vasca y navarra

Obedézcase, pero no se cumpla», tal es la fórmula en la que se sustancia lo que desde el foralismo histórico vasco y navarro se conoce como ‘pase foral’ y por el que ahora ciertos grupos políticos del Parlamento vasco pretenden, al parecer, resistirse a las medidas más restrictivas del Gobierno de Rajoy. Se trata de un término, el de ‘pase foral’, cargado de una historia densa y compleja, como todo lo que tiene que ver con nuestro ordenamiento jurídico interno, vasco y español, empleado desde tiempos pasados, incluso muy lejanos, por diferentes sujetos políticos y al servicio de intereses coyunturales, dentro de entramados de poder distintos y aun opuestos al constitucional actual, inconcebibles en nuestra situación histórica presente.

Pero el término ahí quedó, engrosando esa especie de arcano legal donde se concentra el núcleo de la singularidad vasca, que nuestra Constitución de 1978 consagró en su Disposición Adicional 1ª como «derechos históricos de los territorios forales», de los que solo unos pocos especialistas, y sin que quepa entre ellos un acuerdo al respecto, conocen su sustancia real y a la que el común de la ciudadanía suele asociar indefectiblemente con exigencias nacionalistas y disgregadoras. Y ello es así fundamentalmente porque, por una suerte de metamorfosis histórico política todavía por explicar, debida sobre todo a un pasado inmediato de amnesia colectiva sobre nuestra propia historia nacional anterior y posterior a la guerra civil, el pueblo español, y en especial la clase política que tuvo que afrontar el enorme desafío de la Transición, se encontró sin una guía adecuada para adentrarse en la herencia foral histórica vasca y navarra, que les hubiera permitido distinguir protagonismos y atajar apropiaciones indebidas de un pasado que nos correspondía, efectivamente, a todos y no a quienes se lo quisieron atribuir entonces en exclusiva.

El «obedézcase, pero no se cumpla» que permitía al pueblo, o a sus más directos representantes en Cortes, Juntas o Concejos, resistir las arbitrariedades de quienes se situaban jerárquicamente por encima de ellos, en el esquema jurídico político del Antiguo Régimen, surgió en origen, como nos informa uno de sus mejores conocedores, Ricardo Gómez Rivero, como parte intrínseca del derecho castellano, tal como quedó documentado desde las Cortes de Burgos y Briviesca de finales del siglo XIV, y de ahí se fue trasladando a los derechos políticos de las distintas unidades históricas españolas, y entre ellas al área jurídica vasca y navarra. Y se le empezó a denominar ‘pase foral’ en época tardía, con motivo de los conflictos forales del siglo XIX.

No hay otra: toda la historia vasca parte de su vinculación con el resto de España. Es difícil, muy difícil, por no decir imposible, explicar la singularidad vasca de otro modo. Y no hay mejor testigo ni aval para el trabajo y las conclusiones de los historiadores que el contenido de los archivos. El verano pasado se hizo efectiva la transferencia al Gobierno vasco de la gestión de los archivos de titularidad estatal. Fue una de las cesiones previstas en aquella negociación del Gobierno de Zapatero de finales de 2010 para conseguir aprobar los Presupuestos de 2011 y que fue tan jubilosamente celebrada por el PNV, ya que les permitió puentear galanamente al Gobierno de Patxi López. Pues bien, en estos días la Diputación de Bizkaia ha salido a la palestra para reclamar, por virtud de la LTH, que esa transferencia vaya a parar a la gestión propia de Bizkaia. El objeto de disputa, si bien para un político tiene una importancia relativa, dentro de su refriega partidista diaria, para un historiador resulta siempre de interés, puesto que se está discutiendo sobre la gestión de lo que constituye el ámbito natural donde deben surgir todas sus investigaciones.

En esta ocasión, los archivos que se han transferido son los históricos provinciales, depositarios de la documentación del Estado, en los ámbitos hacendístico y judicial mayoritariamente, en cada provincia. Lo primero que llama la atención es que esta transferencia, por lo que respecta a esta clase de archivos, está asumida desde hace tiempo por el resto de comunidades autónomas españolas y es el caso vasco el último de todo el Estado en el que se produce la delegación de gestión. ¿Será que no es documentación interesante para acreditar la singularidad vasca y no ha hecho falta en todo este tiempo reclamarla?

Para un historiador, el tema de los archivos atesora, en efecto, una importancia extrema. Es ley sagrada de la archivística que toda la documentación que produce un órgano hacendístico, judicial, político o del tipo que sea, se ordene en función de la institución que la genera y respetando al máximo la estructura originaria de la misma. La singularidad vasca reposa en los archivos que atesoran la documentación correspondiente a sus respectivos territorios históricos, que nunca formaron unidad política hasta la época contemporánea. Y resulta que el archivo ‘vasco’ más importante para fundamentar su singularidad a lo largo de toda la historia que va del siglo XV a comienzos del XIX, es el de la Real Chancillería de Valladolid, donde se conservan 8.230 cajas con documentación sobre hidalguía entre 1488 y 1834, con las que el genealogista Alfredo Basanta de la Riva elaboró a principios del siglo XX sus gruesos volúmenes sobre nobleza vizcaína, alavesa y guipuzcoana. Y donde además reposa también la joya de la institución, la ‘Sala de Vizcaya’, conformada por 5.847 cajas de documentación del periodo 1450-1841, con todos los pleitos de última instancia relativos al Señorío. Quienes consideran la Ley de 25 de octubre de 1839 como la del fin de la independencia vasca tienen muy difícil explicar qué sentido tiene un archivo como este y además en Valladolid.



viernes, 20 de abril de 2012

Dos hermanos y un relato

Luis Haranburu

EL CORREO, 20/4/12


Con motivo del segundo centenario de la Constitución de 1812 se ha recordado la memorable actuación de Miguel Zumalakarregi en las Cortes de Cádiz. Representando a la provincia de Gipuzkoa destacó por sus convicciones liberales que le llevaron entre otras iniciativas a proponer la abolición de la Inquisición. Miguel Zumalakarregi fue un digno representante de los liberales vascos que soñaban con un País Vasco moderno e ilustrado. Miguel Zumalakarregi fue, también, un notable jurista que llegó a ser ministro de Justicia. Miguel era el mayor de once hermanos entre los que destaca Tomás Zumalakarregi, general de las tropas carlistas que se alzó contra el Gobierno constitucional y murió cuando ponía sitio a Bilbao en la primera contienda civil de los vascos. Miguel era liberal, Tomás era carlista. Miguel fue uno de los padres de la Constitución de 1812. Tomás se significó como estratega en la defensa del Antiguo Régimen. Dos hermanos con historias distintas a quienes el relato histórico ha tratado de modo desigual. Es esta una constante de la historia vasca.

En estos días en los que los vascos hablamos de la necesidad de un relato justo que narre lo acontecido en los últimos cincuenta años de nuestra historia, mucho me temo que la atávica costumbre de maquillar la historia a conveniencia no se repita, en relación a lo que ETA y sus múltiples hijuelas han supuesto para los vascos. Desde los partidos democráticos que han padecido la violencia de los radicales, se insiste en la necesidad de construir un relato fiel que haga justicia a la verdad de lo acontecido, pero desde la izquierda abertzale se insiste en que hay que mirar al futuro y no demorarse en lo ya acontecido. Tal vez lo que pretendan sea ganar tiempo para que una vez olvidado el fragor de los acontecimientos demasiado recientes, poder hilvanar un relato de conveniencia.

Los nacionalismos carecen del rigor histórico, pero poseen una rara habilidad para la construcción mítica. Es así como Tomás Zumalakarregi se convirtió en héroe frente a su hermano Miguel, preterido y olvidado por la historia. El hermano militar, que se alzó contra los ideales de la libertad y la de la equidad, ha sido ensalzado como héroe y aún hoy en día las calles y avenidas de Euskadi llevan su nombre, mientras Miguel, el hermano mayor, es ignorado en el rincón de las crónicas. De la gloria del general carlista se ocuparon, muy pronto, escritores de la talla de Agustín Chao o Camousarry, que vieron incrementada su nómina con poetas románticos como Arrese Beitia o José Ignacio Arana. Tomás Zumalakarregi ha sido ensalzado por la historia nacionalista, mientras que de su hermano Miguel apenas se tiene noticia. Este desigual relato sobre ambos hermanos se explica en parte por la facilidad con que el nacionalismo suele investir a sus héroes, pero tiene también su razón de ser en la pertinaz y culpable ignorancia de los partidos vascos constitucionalistas sobre el pasado.

Lo acontecido con los hermanos Zumalakarregi, me da pie para pensar que el famoso relato del que actualmente se ocupan algunos, no va resultar un modelo de rigor y de decencia. Y digo decencia, porque al fin y al cabo se trata de rendirse a la verdad y no a la mentira, aunque esta venga revestida de ánimos pacifistas. La izquierda abertzale no quiere oír hablar de vencedores y vencidos, pero al mismo tiempo insiste en proclamar la existencia de un conflicto; y aunque se entiende mal la resolución del conflicto sin que haya quien haya perdido o ganado, ellos prefieren esperar para que paulatinamente, y por la vía de los hechos electorales, su sectaria verdad se imponga sobre la verdad de los hechos. No sería la primera vez. Ya ocurrió con las guerras carlistas. Y volvió a ocurrir con la Guerra Civil, que ahora resulta que fue una guerra entre vascos y españoles, ignorando la fundamental verdad de que fue una guerra entre hermanos.

En estos días se nos trata de vender la Conquista de Navarra de 1512 como una guerra entre España y Navarra, cuando en realidad se trató de una compleja escaramuza donde razones religiosas, dinásticas y banderizas concluyeron con la victoria de Castilla sobre los intereses galos. Pero poco importan los hechos, mientras estos sirvan para alimentar el mito y la identidad en la derrota.

Fue Julio Caro Baroja quien llamó la atención sobre la particular identidad del nacionalismo vasco al referirse a la identidad en la derrota. De derrota en derrota hasta la victoria final, la historiografía nacionalista se alimenta de derrotas y victimismos para justificar, en última instancia, la necesidad de su reivindicación.

Europa padeció en el pasado siglo el azote de los totalitarismos. Tanto el nazismo, como el fascismo o el comunismo escribieron páginas que el hombre jamás debería olvidar. Las naciones europeas tienen en su bagaje democrático leyes y normas que penalizan a quienes niegan la historia y siembran la insidia del negacionismo. Francia posee la ley Gayssot para sancionar a quienes niegan la realidad del holocausto y Alemania posee una rigurosa memoria del horror nazi. Tal vez los vascos deberíamos proclamar una norma para que el relato de lo acontecido no esté al albur de un triunfo electoral. Al Parlamento corresponde su proclamación y la ponencia auspiciada por los insurgentes de Aralar bien podría ser su prólogo.

La historia académica que corresponde escribir a los profesionales del relato científico no siempre es la que políticamente prevalece. La historia decente ha de tener el rigor de la disciplina histórica, pero no puede prescindir del impulso moral de una sociedad que ha sido víctima del terror totalitario.