jueves, 18 de diciembre de 2008

Bombay, una verdad incómoda

16.12.08

ANTONIO ELORZA CATEDRÁTICO DE PENSAMIENTO POLÍTICO UNIVERSIDAD COMPLUTENSE

El Correo


Desde Euskadi resulta bastante fácil entender lo que sucedió hace pocas semanas con la tragedia de Bombay. En primer plano, el terrible espectáculo de los hoteles ardiendo, del mismo modo que ocurría después de cualquiera de los grandes atentados de ETA. Las imágenes de la muerte y de los sobrevivientes centran lógicamente la atención. Siguen las declaraciones políticas de condena, algunas atenuadas o matizadas, como ahora ocurre con el Gobierno paquistaní y en tiempos aquí con las de los partidos nacionalistas democráticos. En fin, los comentarios, donde cada cual intenta arrimar el ascua a su sardina, mientras por parte nacionalista surgía pronto lo que llamaríamos una táctica de desviación, con el trazado de un falso contexto relativo a la falta de resolución del 'contencioso vasco', la intransigencia españolista de los partidos constitucionales, ante todo el PP, o incluso los problemas de las otras supuestas víctimas, los terroristas presos. Consecuencia: el centro de atención acababa desviándose de ETA, introduciendo a modo de cortina de humo un afán de explicar que llevaba dentro una carga de justificación.

Con los atentados del terrorismo islamista viene sucediendo lo mismo, especialmente en lo que llamaríamos la izquierda tradicional. En los últimos años, desde ese ángulo se vivió con Bush una etapa de auténtica felicidad, confundiendo la necesaria crítica radical de su política con la consideración de la misma como prueba de que EE UU, y en consecuencia Israel, eran la expresión del Mal sobre la Tierra. Podía así mantenerse intacta la confianza en viejas pesadillas, sin percibir que lo contrario de un infierno no es un paraíso perdido sino, particularmente en nuestra circunstancia, con frecuencia otro infierno. Fenómenos tales como la simpatía por Chávez, la lealtad inquebrantable mostrada hacia la dictadura castrista e incluso la satisfacción ante el resurgir de la Rusia de Putin, visible en los planteamientos sobre la crisis de Georgia de veteranos como Santiago Carrillo o Nicolás Sartorius, han sido ejemplos de semejante actitud.

La toma de conciencia de la amenaza representada por el terrorismo islamista a nivel mundial vendría a quebrar esa visión simplista, olvidando que ya Karl Marx nos enseñó que la crítica del capitalismo no ha de llevar a la adhesión a causas reaccionarias. Cierto que existe explotación y miseria en el Tercer Mundo, pero eso no significa que Bin Laden sea una nueva versión del Che y que su lucha contra el mundo occidental tenga nada que ver con los objetivos de emancipación de las internacionales obreras. El yihadismo es un proyecto de dominio mundial formulado a partir de una concepción sectaria del Islam y fundado sobre una violencia inhumana contra todo aquel que pueda ser visto por ellos como 'kafir' o infiel. Incluso en su vertiente moderada, en los exponentes más modernos, tales como Yusuf al-Qaradawi o Tariq Ramadan, la pretensión de formar una umma o 'comunidad de destino' islámica, con rechazo explícito de todo intento de asimilación siquiera parcial a los valores de Occidente (que en la Declaración de Derechos del Hombre son de validez universal), subyace una lógica de enfrentamiento, con el concepto de resistencia a modo de clave, susceptible de favorecer el tránsito a la yihad. Y si bien conviene evitar la asociación de antiterrorismo y xenofobia opuesta al Islam, a lo Oriana Fallaci, no por ello hay que aceptar la pretensión -palpable en asuntos como la crisis de las caricaturas- de que toda crítica es islamofobia y que en una falsa acepción del respeto como reverencia debamos admitir una censura verde según la cual implícita o explícitamente las restricciones a la libertad de la 'sharía' entrase a formar parte de la normativa vigente en las sociedades democráticas. Si de acuerdo con el hadiz los ángeles no entran en una casa donde haya imágenes, y por tanto las mismas han de ser prohibidas, es cuestión de la tal creencia y de los países donde prevalezca (y así están en ellos prohibidas hasta 'Las Mil y Una Noches', no los 'Protocolos de los Sabios de Sión'); otra cosa es que las imágenes sean constitutivas de delito por incitar al racismo o a la xenofobia.

Claro que es más fácil practicar la autocensura y aceptar la exigencia de una actitud reverencial, proponiendo, no ya que el yihadismo sea una versión rigorista y sectaria del Islam, sino que resulta preciso cerrar los ojos ante toda conexión entre terrorismo e Islam, como defendió desde un primer momento el por otra parte gran escritor Juan Goytisolo. De ahí la incomodidad ante el hecho de que la matanza de Bombay, sean sus autores los Muyahidines Indios o, cosa más probable, el Ejército de los Piadosos asentado en Pakistán, 'Lashkar-e Taiba' (LeT), constituye una prueba irrefutable de que el terrorismo islamista representa una amenaza en ascenso a nivel mundial, pertenezca o no al organigrama de Al-Qaida. La autodefinición del LeT no ofrece dudas. Proceden del conglomerado de fieles al significado literal de los hadices o sentencias del Profeta, 'el pueblo del Hadiz' (ahl-e hadith), siguen la versión bélica de la yihad contenida en los mismos y tienen por lema el versículo 2,193 del Corán: «Combatidles hasta que ya no exista discordia (fitnâ) y toda la religión sea enteramente de Alá». En su imagen de marca, un kalashnikov emerge del Corán teniendo detrás un sol naciente y un cielo azul. Constituidos hace veinte años al amparo de los servicios secretos del Ejército paquistaní, y con hindúes y judíos en calidad de principales enemigos a abatir, el significado de los asaltos de Bombay se presenta diáfano para todo aquél que quiera verlo.

De ahí los esfuerzos para que esa visibilidad resulte enturbiada. El revelador ataque, seguido de ocupación, del principal Centro Judío de Bombay, queda deliberadamente olvidado en muchas informaciones, a la sombra de lo más aparente, la ocupación y la lucha en los hoteles Taj y Oberoi. Las dudas acerca de la organización responsable sirven de útil barrera para dejar fuera el tema de la autoría, olvidando que lo esencial está ahí: el responsable de esta criminal matanza es una organización practicante del terrorismo islamista. Puede haber problemas con los musulmanes en India, y yo mismo he conocido hindúes de vocación terrorista antimusulmana, pero eso no debe suponer eximente alguno para un atentado, con conexión temporal tal vez con las elecciones en curso de Cachemira, pero que tiene el inequívoco propósito de destruir el Estado indio mediante una yihad por todos los medios. Éste es el contenido principal del episodio, aun cuando no falten ciegos voluntarios, creadores de obstáculos para la visión, ni quienes traten de invertir las imágenes.

El más ocurrente es un comentarista del buen diario italiano 'La Repubblica', Lucio Caracciolo, quien en un artículo titulado 'Una guerra sin cruzadas' ve en el hecho de que lo ocurrido en Bombay no sea obra directa de Al-Qaida una ilustración de que «hay que desideologizar la guerra al terrorismo», huyendo de Bush, siempre de Bush, porque «el terrorismo es una táctica, pero no un sujeto». Sí, de la misma manera que el futbol es un deporte, no un equipo de jugadores. Pero igual que en este ejemplo, el protagonista es el equipo, un terrorismo islámico al que conviene por propia supervivencia prestar creciente atención.


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/20081216/opinion/bombay-verdad-incomoda-20081216.html

El teatro imprescindible

18.12.08

J. M. RUIZ SOROA

El Correo



L eo que en el Parlamento vasco se va a aceptar el voto por delegación de aquellos parlamentarios que causen baja por procreación. Sorprende relativamente que no se haya sentido esta necesidad anteriormente, cuando sucedía que un parlamentario causaba baja por enfermedad o ausencia obligada. Debe de ser el tributo que se paga al peso de la nueva sensibilidad femenina en la determinación de lo políticamente correcto: la procreación tiene derechos que la vulgar enfermedad no posee.

En cualquier caso, lo interesante para el observador no es la excepción que ahora se admite, sino el hecho de que se mantenga incuestionada la regla general, es decir, la de que el voto de los parlamentarios no es delegable. Porque ¿tiene algún sentido práctico real mantener esta regla en la época actual, en la que los parlamentarios votan rígidamente según el partido al que pertenecen? ¿No sería más sencillo y claro establecer que fueran los partidos políticos los que votasen directamente las propuestas en el Parlamento, salvo que algún parlamentario manifestase que deseaba hacer uso de su libertad y votar contra su partido? ¿Para qué perder el tiempo en reunir a setenta y cinco parlamentarios y hacerles escucharse mutuamente cuando todos saben que la votación final va a tener un resultado que ya está establecido de antemano? Lo cierto es que la mecánica, la eficacia, y el rendimiento parlamentario mejorarían con su supresión y su conversión en un ámbito virtual. Como sucede, por ejemplo, en el Senado alemán (el Bundesrat), en el que cada 'land' federal tiene un determinado número de votos pero que no se reúne físicamente en su pluralidad, sino que se limita a sumar los votos respectivos de cada uno cuando hay que tomar decisiones. De esta forma, una vez realizadas las elecciones sabríamos que el PNV tiene 'x' votos, el PSE 'x1', el PP 'x2'... y en función de sus combinaciones se aprobarían o rechazarían sus propuestas.

¿Que se acabaría así con la publicidad de las discusiones? Lo cierto es que la publicidad la otorgan los medios, no la realidad personal, por lo que podría mantenerse sin cambios (el parlamento de papel). ¿Que se terminaría con la discusión y el debate? Todos sabemos que no existe tal, sino un recital de discursos previamente construidos practicado entre sordos vocacionales. ¿Alguien oyó siquiera hablar de un parlamentario que dijera a otro: «Pues me ha convencido usted»? Pues si no, ¿para qué tenerles hablando?

Y bien, siendo absolutamente cierto lo anterior, siendo indiscutible que el Parlamento y los parlamentarios son absolutamente prescindibles si de lo que se trata es de producir decisiones legítimas por mayorías, todos intuimos que tal supresión no es posible, que perderíamos algo muy importante para nuestra democracia si diéramos el paso de confiar su tarea a las burocracias partidistas. Que una democracia sin parlamento físico sería menos democracia. Y es cierto, perderíamos algo esencial, perderíamos la teatralización del pueblo como ente plural, perderíamos la escenificación de sus diferencias, perderíamos la fácil legibilidad de las diferencias que ahora exhibe. Al final, la democracia como representación es tanto o más importante que la democracia como método sustancial. Aunque es peligroso que termine por ser sólo eso, puro teatro.


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/20081218/opinion/teatro-imprescindible-20081218.html

Europa, ¿un gigante tullido?

18.12.08

JOAQUÍN ROY DIRECTOR DEL CENTRO DE LA UNIÓN EUROPEA DE LA UNIVERSIDAD DE MIAMI

El Correo


Por si el nuevo presidente Barack Obama no tenía suficiente con los dosieres que le esperan cuando se aposente en el Despacho Oval de la Casa Blanca, el Consejo de Inteligencia Nacional (NIC) le ha preparado una lectura adicional que le hará ensombrecer la sonrisa de la que hasta ahora ha presumido. 'Pautas Globales 2025: Un mundo transformado' (con un precedente publicado en 2004) es el título del futurista documento, entre alarmante y deprimente, plagado de lugares comunes y no pocos estereotipos.

Se advierte de que Estados Unidos habrá perdido su hegemonía en mitad del decenio de 2020. Otras potencias (China, India) le disputarán el control del planeta. África habrá empeorado, atrapada por el hambre. América Latina no conseguirá competir en el sistema internacional, seguirá padeciendo el narcotráfico y el crimen organizado que amenazan la seguridad ciudadana, con el resultado de una sostenida presión para la emigración. Aunque la influencia de EE UU en la región disminuirá un tanto, seguirá siendo un imán. Su población hispana en crecimiento exigirá una implicación mayor en la cultura, la economía y la política en América Latina, pero otras urgencias mundiales podrán provocar una falta de atención, repetición de un ciclo recurrente.
Europa en general, algunos países en particular, y la Unión Europea destacan por la brevedad del análisis y su contundencia. Según los cálculos, el proceso de integración europeo habrá experimentado un crecimiento demasiado lento en 2025 para poder servir de herramienta de apoyo a los intereses europeos. Para resultar más cohesionada, la Unión Europea deberá resolver el «déficit democrático que divide a Bruselas y los ciudadanos».

El informe reconoce que la UE es capaz de contribuir a «la estabilidad y la democratización de la periferia de Europa», especialmente en los Balcanes y con respecto a Turquía. Pero Bruselas puede fallar en convencer a los electorados de los beneficios de una más honda integración y en enfrentarse a las necesidades de una población envejecida «mediante la ejecución de reformas dolorosas». En consecuencia, la UE se puede convertir en un «gigante tullido», distraído por «rencillas internas y agendas nacionales competidoras». El resultado será una UE impotente para «traducir su poder económico en influencia global».

El envejecimiento de la población activa representará una «severa prueba para el modelo europeo de bienestar social», la piedra angular de la cohesión política de Europa desde 1945. La liberalización económica será débil hasta que la presión demográfica obligue a cambios más dramáticos. Mientras tanto, se experimentará un recorte en los beneficios asistenciales, en los gastos de defensa y en los programas sociales. El aumento de la población musulmana reclamará un esfuerzo económico para su integración que puede ser desafiado por los intereses nacionalistas.
En cuanto a las reformas institucionales de la UE, el informe se muestra especialmente escéptico de la efectividad de un «presidente europeo» o un «ministro de asuntos exteriores» para manejar las crisis que se presenten. Europa no se convertirá en un poder militar en 2025, aquejada de competencias nacionales, con lo que la política exterior y de seguridad se tornará más complicada, y erosionará la OTAN.
Como muestra de la obsesión americana por la integración de Turquía en la UE, se denuncia el daño que produciría un rechazo. Se confirmaría el diagnóstico de la radicalización de la población musulmana al interpretar que Islam y Occidente son incompatibles. Esta negativa perspectiva se uniría al aumento del crimen organizado producido por la dependencia energética. Un par de gobiernos de la Europa Central u Oriental podrían caer bajo la dominación de esas organizaciones. Naturalmente, Rusia está detrás de todos estos males, ya que los Estados europeos (Alemania, Italia) se verán incapaces de librarse de la dependencia del petróleo y el gas rusos. Luego vendría el incumplimiento del suministro por la falta de modernización y la corrupción que ya afecta a toda la gran región euroasiática. El virus aquejaría también a las empresas europeas.

Este sombrío panorama es suficiente para que Obama deje de sonreír. Es una mala noticia, no solamente para Europa, sino para EE UU. Lo que es malo para Europa es malo para EE UU, para reescribir la 'boutade' de que «lo que es bueno para General Motors es bueno para América», atribuida precisamente a un ex presidente de GM. Los europeos son los aliados más fiables para Washington, ahora y entonces. Las voces optimistas, sin embargo, consideran que este vaticinio es exagerado, producto de una especulación poco científica. Los autores reclaman haber residido en el futuro; los lectores no se pueden permitir ese lujo de traslado en la máquina del tiempo. En realidad, su redacción en numerosos pasajes se asemeja a la de una monografía de curso de principiantes universitarios. Pero, después de todo, el reto (que está presente en el informe) no es sinónimo de destino inexorable.


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/20081218/opinion/europa-gigante-tullido-20081218.html

domingo, 14 de diciembre de 2008

El relato final

14.12.2008

JAVIER ZARZALEJOS

El Correo



Hace unas semanas, el historiador británico Michael Burleigh presentó en Madrid su última obra con pretensiones enciclopédicas, 'Sangre y rabia, una historia cultural del terrorismo'. En el acto, Burleigh hizo unas declaraciones que fueron recibidas con cierta sorpresa al afirmar que el proceso de paz en Ulster había sido consecuencia de la «derrota militar total» del IRA, infiltrado por el espionaje británico.

Estas observaciones sorprendieron porque chocaban con el relato idealizado, construido en torno al 'proceso de paz' en Irlanda del Norte, un relato en el que está ausente el esfuerzo policial de la lucha contra el terrorismo del IRA y la importancia decisiva de la eficacia de ese esfuerzo para que el balance de la violencia ejercida legítimamente por el Estado se volviera en contra de los terroristas.

Es evidente que la derrota policial de una banda terrorista es un final menos atractivo política y mediáticamente que una escenificación en la que se cuenta cómo los terroristas son hábilmente convencidos de que deben enmendarse y dejar de matar, gracias a políticos sensibles que aceptan, de modo muy realista, que al final siempre habrá que negociar, en el marco de procesos que, por fin, aborden las 'causas profundas' del terrorismo, solucionen los 'conflictos políticos subyacentes' a partir del reconocimiento del dolor sufrido por todas las partes implicadas, en estrictos términos de equivalencia moral y valor cívico, claro está. Es imprescindible, además, que este guión alabe la altura de miras de los que, en aras de la paz, renuncian a reclamar la prevalencia del sufrimiento de los inocentes sobre el de los asesinos. Por la misma razón -siempre la paz- es preciso enmarcar la culpa de estos en contextos atenuantes de responsabilidad colectiva. Es clave reivindicar 'el método' seguido en el proceso que exige, sobre todo, no levantarse nunca de la mesa, mantener siempre una línea de comunicación hasta en los peores momentos y transformar los actos asesinos en tiempo teórico de paz -por ejemplo, con un coche bomba en una terminal de aeropuerto- en accidentes con valor puramente táctico que se explican según la lógica de la negociación por la necesidad de los terroristas de poner presión sobre sus interlocutores. El diálogo, naturalmente sin condiciones previas, debe acreditarse como el instrumento con propiedades creativas inmanentes que, utilizado por gentes con las necesarias dotes políticas, consigue superar las brechas de incomunicación que constituyen la causa real de la persistencia de los terroristas en su actividad violenta. Y las víctimas -que nadie duda que siempre tendrán nuestro apoyo- deben ser conscientes de que la paz exige esfuerzos a todos, también a ellas, para que no transformen su natural dolor en un deseo incondicionado de venganza que obstaculice el ilusionante camino, ahora sí, hacia la paz. Fin del guión.

No es de extrañar que este glamoroso relato, falso como un espejismo y peligroso hasta lo letal pero tan tentador, chirría cuando alguien rompe la magia y señala a la derrota de los terroristas por la fuerza del Estado como auténtica causa de la paz. Pero además de poner negro sobre blanco que una sociedad democrática alcanza la paz -la paz civil, se entiende- cuando el Estado gana y los terroristas pierden, así sin más, es preciso recordar que semejante relato no es neutral; que no es simple exhibicionismo, ni puro oportunismo en busca de réditos mediáticos o políticos, sino que conlleva graves consecuencias y significa pagar un precio innecesario por el final de la violencia terrorista que puede poner en entredicho la victoria misma que se quiere rentabilizar.

n una mesa redonda organizada hace unos días por la Fundación Gregorio Ordóñez, el catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Ulster, Henry Patterson, una autoridad académica indiscutida en el estudio del terrorismo norirlandés y el proceso de paz, hizo una recomendación escueta pero precisa: «aprendan las lecciones de Irlanda del Norte, pero aprendan las lecciones correctas». Porque es necesario recordar que los moderados, los moderados de verdad, que en Ulster protagonizaron sobre el terreno el impulso para el final del terrorismo y tejieron el acuerdo político para establecer instituciones de autogobierno, quedaron centrifugados por la odiosa convergencia de extremistas predicadores del odio religioso como el líder unionista Iain Paisley y por dirigentes terroristas responsables de una carnicería de décadas como el jefe del IRA, Martin McGuiness. Ambos, en esta odiosa coalición, terminaron repartiéndose el poder y condenando al olvido a personalidades como David Trimble y John Hume.

Conviene recordar igualmente que esa escenificación de la paz en Ulster ha caído sobre las espaldas de las víctimas, agraviadas por la excarcelación anticipada de terroristas culpables de los crímenes más brutales, que ya ni siquiera pueden ser llamados terroristas pues el nuevo lenguaje de olvido e impunidad exige referirse a ellos como 'antiguos combatientes'. Este lenguaje es sólo una parte de la obscena legitimación retroactiva del terrorismo que ha terminado por ser asumida como una condición para preservar la paz. De este modo, a la acracia semántica que transforma terroristas impunes en antiguos combatientes se añade el vacío cívico que se llena con la disolución de responsabilidades y la reescritura de la historia. Más que esa 'salida' que habría que ofrecer a una banda derrotada, parece haberse ofrecido a los terroristas la entrada en una historia fabricada a base de luchadores, equivocados y excesivos, sí, pero acreedores a una valoración comprensiva, dadas las circunstancias.

En nuestro país, donde no por casualidad hay un olfato social muy desarrollado para estas cosas, reaparece la expectativa de una negociación con los terroristas. Cuando menos puede decirse que, como hipótesis, no sería descabellado pensar que esa opción sigue viva en los cálculos de un Gobierno deseoso de rehabilitar su costosa y errónea estrategia de la pasada legislatura. ETA vislumbra una derrota que lleva escrita desde hace tiempo y sólo puede esperar -y no sería poca cosa- que un nuevo error del Gobierno la aplace.

Pero si el Gobierno no cometiera ese error y ETA estuviera literalmente derrotada, esa negociación que puede albergar como baza final el Gobierno no sería ya la aplicación de un 'modelo de solución', porque la derrota habría solucionado el problema, sino la construcción del relato final en el que debería cobrar todo su valor el esfuerzo político y social que habría conducido a ese desenlace feliz para la sociedad. Y cuando ese momento llegue, habrá que recordar que no hay más narrativa aceptable que la que detalle la derrota de los terroristas, que todos los precios han sido ya pagados en el sacrificio de las víctimas; que es preciso impedir que con la coartada de la generosidad, el terrorismo sea recompensado con rastro alguno de legitimación en una narrativa que sólo puede tener como héroes a quienes de verdad lo son, es decir, los que se han opuesto al terror, los que lo han combatido y los que lo han sufrido. La victoria sobre el terrorismo, que cuando llegue en plenitud lo será de la democracia y del Estado de Derecho, no se puede malbaratar; así que después de luchar para derrotarlo, la última tarea -en primer término para el Gobierno- será impedir que su cepa letal sobreviva en la manipulación del relato final.

http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/20081214/opinion/relato-final-20081214.html

miércoles, 26 de noviembre de 2008

La rebelión de las bacterias se cobra vidas

Los microorganismos se defienden creando resistencias a los antibióticos - Viejas enfermedades vuelven a matar - Uno de cada cien pacientes muere por infecciones contraídas en el hospital

M. PÉREZ OLIVA

26/11/2008

El País


¿Es posible que lleguemos a morir, nosotros o nuestros hijos, de las mismas infecciones que morían nuestros abuelos o bisabuelos? ¿Moriremos otra vez de pulmonía o incluso de una simple infección de orina, como ocurría antes de que apareciera esa arma de destrucción masiva de bacterias que fue la penicilina? Pues sí. Si tenemos la mala suerte de infectarnos por un microorganismo resistente a los antibióticos, eso puede ocurrir y de hecho ocurre. Las bacterias que provocan esas enfermedades han aprendido a defenderse creando resistencias que las hacen invulnerables, y pueden acabar ganando la batalla.

Las infecciones resistentes ya no están únicamente en los hospitales

Desde 1998 han aparecio 11 antibióticos, pero sólo 3 eran nuevos

La capacidad de mutar se transmite entre los distintos microorganismos

Tratar las cepas más resistentes es mucho más caro que la penicilina

La lucha contra las infecciones, que en el siglo XX contribuyó a que se doblara la esperanza de vida, está retrocediendo en nuevos e inesperados frentes. La resistencia de los patógenos empezó en el santuario mismo de la medicina, el hospital, y allí siguen acantonados, cada vez más resistentes. Unos 50.000 europeos mueren cada año por infecciones contraídas durante la hospitalización, y la mayoría de estas muertes están provocadas por cepas bacterianas resistentes a los antibióticos. El problema es que las bacterias resistentes están saliendo del hospital: cada vez se diagnostican más casos de infecciones contraídas en la comunidad que no responden a los tratamientos habituales.

Estamos pues ante un nuevo escenario en el que los microorganismos van más deprisa creando resistencias que la industria farmacéutica produciendo nuevos antibióticos. De modo que aunque "no es posible comparar la situación actual con la de nuestros abuelos y bisabuelos, porque ellos no tenían ningún antibiótico y nosotros tenemos muchos", según palabras de Jerónimo Pachón, jefe del servicio de Enfermedades Infecciosas del Hospital Virgen del Rocío de Sevilla, lo cierto es que las posibilidades de morir de una infección relativamente común están aumentando.

"Sí, es posible que muramos de enfermedades que creíamos totalmente controladas. Hemos de reconocerlo y advertirlo a la población, porque de lo contrario no seríamos honestos ante el futuro. Cada vez nos encontramos con más casos de organismos resistentes, no a uno, sino a varios antibióticos, de manera que las opciones terapéuticas que quedan son muy limitadas, y en algunas ocasiones, nulas", corrobora Rafael Cantón, jefe del Servicio de Microbiología del hospital Ramón y Cajal de Madrid.

"Las resistencias surgen porque las bacterias evolucionan y también porque el mal uso y abuso de los antibióticos les está dando la oportunidad de adaptarse y crear nuevos mecanismos de defensa. Ellas siguen una regla esencial para la supervivencia de cualquier ser vivo. Y los microorganismos que se han atrincherado en los hospitales son precisamente aquellos que son capaces de resistir mejor el ataque de los antibióticos. Luego el problema que tenemos es muy serio", añade Antoni Trilla, jefe del servicio de Medicina Preventiva y Epidemiología del hospital Clínic de Barcelona.

Varios factores contribuyen a este retroceso. En primer lugar, el mal uso de los antibióticos, bien porque se prescriben cuando no son necesarios, bien porque el paciente no cumple las pautas de dosis y tiempo prescritas. Es también un efecto indirecto del progreso médico: vivimos más años, cierto, pero también hay más enfermos crónicos, que ingresan una y otra vez con los patógenos a cuestas. Los hospitales atienden cada vez a pacientes de más riesgo y por tanto, más frágiles. El resultado es que entre siete y quince pacientes de cada cien que ingresan contrae una infección en el hospital, y el 10% de ellos, es decir, uno de cada cien ingresados, morirá, no de la enfermedad que le llevó al hospital, sino por la infección que ha contraído allí.

"Estamos viendo algunos tipos de infecciones hospitalarias para los que no hay ninguna alternativa de tratamiento o las que hay no son del todo efectivas", explica Benito Almirante, jefe clínico de Enfermedades Infecciosas del hospital Vall d'Hebrón de Barcelona. Almirante cita a la Pseudomona aeruginosa como una de las bacterias más temibles. Algunas cepas de pseudomonas son tan resistentes que cuando infectan a pacientes con afecciones respiratorias graves como fibrosis quística o bronquitis crónica, prácticamente no tienen opción terapéutica. "En nuestro servicio vemos unos seis casos al año", indica Almirante.

El ejemplo paradigmático de cómo evolucionan las resistencias podría dar título a una novela de Le Carré: se llama MRSA, iniciales en inglés del Staphilococcus aureus resistente a la meticilina. Es la bacteria que infecta con frecuencia las heridas quirúrgicas y también puede provocar neumonía o infecciones de la sangre y los tejidos blandos. Su hábitat más propicio son las unidades de cuidados intensivos, aunque se puede aislar en otras zonas del hospital. Primero creó resistencias a la penicilina, y luego a su sucesora, la meticilina. En estos momentos, entre el 20% y el 40% de las cepas son también resistentes a la meticilina. Afortunadamente quedan dos fármacos, aunque ninguno de los dos ofrece garantías de efectividad en todos los casos. La pregunta es: visto su historial, ¿cuánto tardará este estafilococo en hacerse resistente también a estos antibióticos?

El problema radica en que estas cepas resistentes han salido del perímetro hospitalario. En Estados Unidos se han notificado casos comunitarios de variantes extremadamente virulentas de MRSA en niños y deportistas. Rafael Cantón observa que, últimamente, no todos los enfermos que se diagnostican en España han contraído la infección en el hospital: "Los últimos datos indican que el 45% de las infecciones por estafilococo áureo son resistentes a varios fármacos, y el 8% del total se ha contraído fuera del hospital".

También las neumonías causan estragos. Pueden estar provocadas por diferentes patógenos, pero el más frecuente es el neumococo. El mal uso y la automedicación con antibióticos, recuerda Trilla, había conducido a que España figurara entre los países con mayor tasa de resistencia de este patógeno a la penicilina. Se llegaron a alcanzar tasas del 40%.

Gracias a las campañas públicas para un mejor uso de los antibióticos, estas resistencias han bajado al 25%. Es una buena noticia. La mala es que paralelamente ha aumentado la resistencia frente a los antibióticos que venían siendo la alternativa: el 35% de las cepas ya no responde tampoco a la eritromicina. Aún quedan las quinolonas, pero, ¿qué hacer con el 3% de pacientes que tampoco responden a ellas? "Si el neumococo da un paso más y genera nuevas resistencias antibióticas, puede convertirse en un gran problema", afirma Trilla.

El caso de la Escherichia coli (E. coli) es un buen ejemplo de cómo se las resistencias se expanden fuera del hospital. Esta es una bacteria muy familiar; de hecho, vive en la flora intestinal. Provoca cistitis e infecciones de orina muy comunes que hasta ahora se combatían fácilmente con antibióticos de uso habitual. Lo nuevo es que algunas cepas de esta bacteria tan común ya no responden a ellos, de modo que hay que recurrir a los antibióticos de amplio espectro de uso hospitalario, y una infección que antes podía controlarse fácilmente en casa, ahora puede requerir hospitalización.

"En este caso el problema no es que no tengamos alternativas. Las tenemos. Pero tratar estas infecciones comunitarias tan prevalentes con antibióticos de uso hospitalario lo que hace es contribuir al ciclo de las resistencias", sostiene Cantón. De hecho, el 8% de las cepas de E. coli que se analizan en los laboratorios españoles son ya también resistentes a los antibióticos de amplio espectro, y, en estos casos, las alternativas que quedan son ya pocas. La Agencia de Protección de Salud de Reino Unido ha lanzado una alerta tras comprobar que cada año se producen en el país 20.000 casos de infecciones sanguíneas por E. coli, y el 12% no responde al tratamiento, lo cual puede ser fatal.

La cuestión es por qué crece la espiral de resistencias y cómo podemos evitarlas. "Las resistencias crecen", explica Rafael Cantón, "porque los distintos microorganismos no sólo tienen la capacidad de mutar y cambiar su estructura para defenderse, sino que pueden transferirse unos a otros esa propiedad. Muchos de ellos comparten hábitat, nuestro propio cuerpo. Para defenderse y hacerse resistentes, producen unas enzimas que destruyen el antibiótico, y los genes que controlan estas enzimas se encuentran en unos elementos móviles de la estructura del microorganismo, que pueden pasar de uno a otro". Así se explica la aparición y fulgor de unas nuevas bacterias intestinales de nombre imposible -las enterobacterias productoras de betalactamasas de espectro extendido- conocidas como BLEE. Aparecieron hace menos de 20 años y ya representan el 8% de todas las infecciones por enterobacterias. Lo que asusta es su progresión: en el 2002 apenas representaban el 2%.

La producción de antibióticos, en cambio, no parece seguir el mismo ritmo. Almirante ofrece estos datos: desde 1998 han aparecido 11 nuevos agentes antimicrobianos, pero sólo tres suponían un nuevo mecanismo de acción. En la agenda en curso de los laboratorios farmacéuticos hay en estos momentos seis antibióticos en diferentes fases de experimentación, pero ninguno de ellos es una nueva familia. Son simples variaciones de los que ya tenemos.

Mientras tanto, el coste de los tratamientos se ha disparado. Tratar con una penicilina cuesta alrededor de un euro al día. Para las cepas resistentes, la vancomicina ya cuesta 34 euros diarios y su alternativa, el linezolid, 140. Esa es la progresión. Y, sin embargo, los laboratorios no parecen muy motivados. En un contexto de búsqueda de éxitos rápidos y rápidos retornos, la industria ha perdido interés por los antibióticos. No aparecen como un producto especialmente atractivo: obtener un nuevo fármaco cuesta no menos de diez años y, en condiciones tan cambiantes, mejor no arriesgarse.

La única forma de parar esta espiral, según Jerónimo Pachón, es mejorar el uso de los antibióticos e intentar acelerar el conocimiento de los mecanismos de las resistencias. "El diagnóstico de las infecciones es hoy mucho más complejo y de mayor responsabilidad porque si no aciertas con el tratamiento idóneo, puedes perjudicar mucho al paciente. Un tratamiento inadecuado incluso puede costarle la vida. Por eso hay que tener muchos conocimientos y hacer un estudio minucioso de la historia clínica". El doctor Pachón es, sin embargo, optimista: "Si no hiciéramos nada, en 20 años podríamos llegar a una situación muy comprometida. Pero somos muchos los que estamos trabajando para saber más y seguir ganando la batalla de las infecciones".

Los ciudadanos no son conscientes de cómo contribuyen a perder la guerra cuando se autoprescriben antibióticos o cuando dejan de tomarlos antes de lo que su médico les ha recomendado. No son conscientes de que son un tesoro que es preciso preservar.


http://www.elpais.com/articulo/sociedad/rebelion/bacterias/cobra/vidas/elpepisoc/20081126elpepisoc_1/Tes

martes, 11 de noviembre de 2008

¿Debemos luchar en Afganistán?

¿Debemos luchar en Afganistán?

11.11.08

JUANJO SÁNCHEZ ARRESEIGOR
| HISTORIADOR, ESPECIALISTA EN EL MUNDO ÁRABE

El Correo



España no es la octava potencia mundial como afirman alegremente tanto el Gobierno como la oposición. España es un país avanzado e industrializado, cuya economía podría situarse entre los puestos duodécimo o decimoquinto del ránking mundial, dependiendo de la manera en la que ponderemos los diferentes parámetros. Formamos parte del pelotón de cabeza, pero en ningún caso somos una potencia mundial. Por lo tanto, cabe preguntarse el motivo de que mantengamos varios cientos de soldados en un país muy remoto como Afganistán, sobre todo cuando los matan.

Nuestras tropas en Afganistán están allí para defender los intereses nacionales de España. Cuando la comunidad internacional envía tropas para intervenir en tal o cual crisis, no lo hace por puro humanitarismo, sino para proteger sus legítimos intereses y sus ambiciones. El mundo es como una gran ciudad donde conviene mucho ser solidario cuando arde la casa de un vecino, aunque esté lejos de la nuestra, porque en ningún caso es recomendable que se extiendan los incendios. Muchas veces los gobiernos y las gentes ignoran descaradamente esta norma de sentido común. Se encogen de hombros y cínicamente dicen: 'no es asunto nuestro'. Puede suceder que por pura suerte no les pase nada, pero lo más frecuente es que acaben lamentando amargamente su estupidez. Cuando los talibanes comenzaron a cometer barrabasadas no movimos un dedo para impedirlo. Luego sucedió lo que sucedió. Otros lugares como Birmania o Chechenia nos pasarán la factura a su debido tiempo. Pero de momento centrémonos en el problema afgano.

Suele afirmarse con cierto grado de masoquismo que los occidentales tenemos la culpa de todo porque financiamos a los talibanes para luchar contra la URSS, criando a los cuervos que ahora quieren sacarnos los ojos. Es un disparate, porque los rusos salieron de Afganistán en 1989, el régimen comunista cayó en 1992 y los talibanes no aparecieron hasta 1994. Una vez derrotados los comunistas, los caudillos afganos se dedicaron a reñir salvajemente por el poder. Fue entonces cuando un puñado de jóvenes talib -estudiantes- de la etnia pastún, formaron un grupo de justicieros locales para intentar meter un poco de orden y de sentido común en el caos imperante. Fueron los paquistaníes y no los occidentales los que aportaron el dinero y las armas necesarias para convertir a un pequeño grupo de estudiantes fanatizados en un ejército capaz de conquistar casi todo el país, y de convertir al profesor que les daba clases de teología, el mulá Omar, en el nuevo jefe del Estado.

En la actualidad la situación sigue siendo la misma. El espionaje militar paquistaní, el ISS, es un verdadero Estado dentro del Estado que actúa al margen de las autoridades civiles. Ellos financian a los talibanes, los arman, los entrenan y les ayudan a reclutar tropas entre los pastunes de Pakistán. Pretenden crear por la fuerza un Gran Pakistán que abarque Afganistán y Cachemira bajo un gobierno militar autocrático. Otra cosa es que la situación se complique bastante porque los talibanes y sus colegas ideológicos de Pakistán no sean meros peones, sino que albergan sus propias ambiciones, que no siempre coinciden con las de sus poderosos padrinos, aparte de que el Gobierno paquistaní se vea obligado a jugar a dos barajas por la presión occidental.

La insurgencia afgana está formada casi exclusivamente por miembros de la etnia pastún, que supone el 45% de la población. A los tayikos, hazaras, uzbecos y otras etnias los tienen en contra casi en bloque. La irracionalidad de la dictadura talibán les indispuso con gran parte de su propia etnia. La insurgencia sobrevive sólo gracias a los apoyos que recibe de Pakistán, pero los talibanes no son un movimiento religioso o un partido político. Son un ejército y nada más. Sus efectivos rara vez han superado los 50.000 hombres, de los cuales como mínimo un 25% provenían de Pakistán. Las batallas y las deserciones han diezmado las filas de los talibanes afganos. Esta situación puede acabar de tres formas:

A) La incompetencia del Gobierno de Karzai podría permitir que poco a poco la insurgencia cuajase entre los pastunes, evolucionado el conflicto hacia una guerra civil enquistada entre las dos mitades del país. Sin una retirada occidental, la conclusión a largo plazo podría ser la partición de facto del país, en beneficio de Pakistán.

B) Si los afganos eligen a un presidente más competente que Karzai, crean una administración eficaz y los occidentales les siguen respaldando con tropas más numerosas y mejor organizadas, los talibanes afganos serán destruidos. Entonces la lucha continuaría como una mera invasión paquistaní de Afganistán, donde los pastunes paquistaníes se verían reducidos al ingrato papel de carne de cañón. El resultado a largo plazo podría ser un conflicto abierto entre Pakistán y Occidente.

C) La guerra puede terminar de desestabilizar Pakistán, un país con armas nucleares que está ya muy cerca del colapso, surgiendo una dictadura integrista o el caos absoluto. Este escenario, el peor de todos, es por desgracia cada vez más y más factible.

Se admita o no, el miedo a que esto suceda es la verdadera razón de que se mantenga la presencia occidental en la región. Impedir que el arsenal nuclear paquistaní caiga en poder de los integristas significa evitar una nueva matanza de Atocha con armas atómicas. Por un objetivo así merece la pena mantener allí a cientos o incluso miles de soldados durante todo el tiempo que haga falta. Lo demás no son más que palabras.


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/20081111/opinion/debemos-luchar-afganistan-20081111.html

domingo, 9 de noviembre de 2008

El ejército de Obama

El ejército de Obama

El presidente electo llega a Washington con un grupo de presión de tres millones de voluntarios que busca nueva causa para seguir movilizándose

09.11.08

MERCEDES GALLEGO
| ENVIADA ESPECIAL. CHICAGO

El Correo



El jueves por la noche, dos días después de que Barack Obama culminase su «viaje improbable» a la presidencia de EE UU, gracias a una impresionante movilización ciudadana, un centenar de chavales celebraban una fiesta de cumpleaños en la terraza de un rascacielos de Chicago. Nadie se lo hubiera imaginado, pero esos veinteañeros que destapaban litronas de cerveza acababan de cambiar el curso de la historia.

Está escrito. Rooselvet hipnotizó a la sociedad con la radio. Kennedy los conquistó a través de la televisión. Y Obama trajo la tercera revolución mediática a la política con el uso de Internet. Con ella batió a Hillary Clinton, la mujer de un popular ex presidente que dominaba el aparato del Partido Demócrata pero que sólo escribió dos e-mails mientras estuvo en la Casa Blanca -uno de ellos de prueba-.

Con pequeñas donaciones electrónicas Obama multiplicó por siete la recaudación de su rival republicano, John McCain, un analfabeto confeso de Internet que ni se sienta delante de un teclado. Pero además, el nuevo presidente de EE UU se lleva a la Casa Blanca un poderoso movimiento ciudadano creado a través de esta generación de YouTube y Facebook que el jueves se descomprimía animadamente en un loft de la calle Lake.

El anfitrión, Arun Chaudhary, era de los mayores. Cumplía 33 años. Durante un año ha estado rodando imágenes de campaña con una cámara digital en ese estilo fresco de documental que tanto gusta a los jóvenes. «Mientras las televisiones se metían en un camión satélite para lanzarlas por parabólica, yo me sentaba en el suelo con mi portátil y las subía a Internet», se ríe. Y a mirar el contador de YouTube.

«Lo que colgabas el sábado, el martes lo habían visto 400.000 personas», contaba impresionado Peter Rubi, otro joven camarógrafo. «Y esas 400.000 personas no estaban siendo bombardeadas pasivamente mientras se sentaban delante de la caja boba, sino que tenían que involucrarse de forma activa para entrar a Internet, darle al ratón y ver el vídeo. El que donase aunque fuera cinco dólares (2,35 euros) se sentía parte del proyecto y luchaba por él».

Reuniones en el pasillo

¿Fue Obama un visionario que comprendió el poder de Internet antes que nadie? En realidad su mayor mérito fue escuchar a Joe Rospars, que le planteó la idea y se convirtió en director de su departamento de 'New Media' (nuevos medios), que por primera vez estaba separado del departamento de la prensa tradicional. Rospars tiene 27 años, y ya había trabajado en la campaña de Howard Dean, el primero en usar Internet en 2004. Tiene a sus órdenes gente de entre 22 y 42 años, pero según Peter la gran mayoría son menores de 25.

«Hace año y medio estábamos sentados en cajas de cartón en la planta 18 de la campaña, compartiendo la conexión de Internet. El website lo monté en dos semanas desde mi casa. Nunca tuvimos sala de juntas, cuando queríamos tener conversaciones privadas nos íbamos al baño o al pasillo».

Todavía se acuerda de cuando David Plouffe, el consultor político de 41 años que Obama contratase como jefe de campaña, le presentó al candidato para que le vendiese su proyecto. «Cuando Obama dijo que no tendríamos éxito si no lográbamos que esto fuera un movimiento de abajo a arriba, dije ¡ajá! Y me puse a trabajar. Decidimos que aunque perdiéramos las elecciones habría valido la pena si lográbamos involucrar a más gente en el proceso».

Joe había aprendido de los errores de Howard Dean, el primer candidato que en 2004 apuntó la capacidad de Internet para recaudar dinero y atraer a los jóvenes. Miles de ellos cayeron sobre las estepas heladas de Iowa llenos de entusiasmo pero sin ninguna organización. El candidato que iba primero en las encuestas quedó tercero, y nunca logró levantarse.

Con esas lecciones, y lo que había aprendido en Blue State Digital, de Jascha Franklyn-Hodge, quien fuese director de desarrollo de software de AOL, decidió convertir a Obama en un buen organizador comunitario del ciberespacio. Su website era un manual completo para la movilización que permitía a cualquiera con un código postal y un par de clicks descargarse los contactos locales y sumarse a la revolución del cambio.

Pronto esa planta vacía se llenó de jóvenes entusiastas dotados para la informática que despedían frescura y entusiasmo en cada entrada del blog. Talentos de todo el país dejaron colgadas sus empresas y se sumaron al departamento de 'New Media', como Chris Hughes, que al estilo de Bill Gates fundó Facebook con sus compañeros de habitación de Harvard. Obama tiene 2.857.117 'amigos' en el portal, en comparación a los 620.404 de McCain.

Al alcance de una tecla

Obama se lleva a Washington www.my.barackobama.com y www.barackobama.com, aunque los 70 chavales que empleaba no tienen ni idea de qué será de su futuro. La llave para conectar con el millón de voluntarios que sacó a la calle el martes para promover la participación contiene los contactos electrónicos de al menos tres millones de seguidores. Un ejército al alcance de una tecla que, a juicio de Joe Trippi, el David Plouffe de Howard Dean, le convertirá en uno de los presidentes más poderosos de Estados Unidos, porque a través de ellos podrá presionar a los congresistas desde sus distritos y compensar el poder de los lobbies con el de los ciudadanos.

«Tenemos mucho que hacer para recuperar nuestro país», les dijo Obama la noche de las elecciones, desde el escenario blindado del parque Grant. «Pronto me pondré en contacto con vosotros para deciros qué es lo siguiente».


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/20081109/mundo/ejercito-obama-20081109.html

Electores-soñadores

Electores-soñadores

09.11.08

JOSÉ LUIS ÁLVAREZ PROFESOR DE ESADE Y DOCTOR POR LA UNIVERSIDAD DE HARVARD

El Correo


Uno de los axiomas del márketing electoral es que, en el fondo, el elector siempre se vota a sí mismo, no a un candidato, no a un partido, no a una ideología. Elige a aquella persona con la que se puede identificar mejor, a quien le puede proporcionar una vivencia subjetiva más intensa, al candidato más espectacular, a aquel que le permite participar más en la campaña, aunque sea en fantasía. ¿Quién ha votado por Obama? Los estudios más inmediatos señalan que el Norte; los jóvenes de manera abrumadora; los profesionales (los obreros blancos, en su día partidarios de Hillary Clinton, se dividieron entre los dos candidatos); las mujeres; y las minorías, que hicieron por primera vez el esfuerzo de registrarse para votar. Es fácil comprender que Obama haya sido adoptado como representación de jóvenes y profesionales. Si el electorado femenino también lo ha hecho, a pesar de haber sido quien derrotó a Clinton, es porque sus maneras suaves, acogedoras, contrastan positivamente con el estilo patriarcal y malhumorado de McCain.

En Obama y su iconografía, por tanto, se han proyectado esperanzas y fantasías de muchos grupos distintos. Y el dueño de esta identificación no es el presidente electo ni su campaña, sino los electores-soñadores, que antes o después tendrán que enfrentar la distancia entre esperanza y realidad. Pero de todas las demografías que han estado detrás del éxito de la que muchos califican como la campaña electoral mejor liderada de la historia, una ha sido especialmente significativa: la de los jóvenes. Y no sólo porque los nuevos votantes han apoyado mayoritariamente a Obama. Los jóvenes, además de votantes, se han comportado como activistas.

El activismo político siempre ha sido una ocupación de pocos: exige inmensa energía, dedicación, compromiso y tolerancia a la frustración; al fin y al cabo, en democracia se sabe que, antes o después, se va a perder. Sin embargo, en esta campaña ha madurado una tecnología o plataforma de interacción social que ha rebajado inmensamente los costes del activismo: la web. Y ello ha coincidido con el ejercicio del voto de la primera generación en la historia que desde su adolescencia temprana ha aprendido, estudiado y desarrollado relaciones sociales a través de Internet. Y lo que ha hecho la campaña de Obama es facilitar tecnológicamente su participación. Los jóvenes han compartido canciones que ponían música a la fantasía Obama, se han pasado y refinado consignas en la web, han colgado vídeos que competían en ingenio político, se han movilizado por el voto, han repartido trabajo electoral (por ejemplo, llamadas telefónicas a electores indecisos), han facilitado el registro de abstencionistas típicos, y así hasta un largo etcétera de actividades que han podido realizar desde la comodidad de su habitación. Lo más interesante es que las facilidades informáticas que la campaña de McCain puso al servicio de sus seguidores eran, al menos, tan sofisticadas como las de Obama. Pero se trató de una tecnología sin demografía, de unos instrumentos sin usuarios diestros, de unos medios sin voluntad política.


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/20081109/mundo/electores-sonadores-20081109.html

sábado, 8 de noviembre de 2008

La falacia de las soluciones buenistas al terrorismo

La falacia de las soluciones buenistas al terrorismo

08.11.08

FERNANDO GARCÍA-CAPELO VILLALVA
| ABOGADO. PORTAVOZ DEL FORO DE ERMUA

El Correo


E l debate político en el País Vasco coquetea permanentemente con el delirio porque ni siquiera se respeta el principio de no contradicción. ¡Cuántos afirman no ser nacionalistas para acto seguido defender el 'derecho a decidir' del pueblo vasco o de los pueblos del mundo basado en identidades culturales o lingüísticas! ¡Cuántas veces no se habrá dicho que el problema del terrorismo y la violencia sólo se solucionará cuando el acceso a la independencia se pueda conseguir democráticamente, para añadir a renglón seguido que esa modificación del marco constitucional no se puede hacer como cesión a ETA!

Un buen ejemplo es el bienintencionado artículo de Suárez-Zuloaga 'Los sueños nunca mueren' (EL CORREO, 23-10-08). Tras exponer la más que discutible tesis de que ETA viene a ser un epifenómeno de un ciclo largo de violencia del País Vasco iniciado a principios del siglo XX, deja sentado que el terrorismo sólo es posible por el apoyo social que recibe. Para evitar nuevas violencias producidas por la frustración nacionalista defiende el autor la modificación del marco constitucional con objeto de hacer viable el proyecto independentista. Eso sí, para que no se diga que cedemos al terror, nos aclara que esa modificación sólo debería producirse tras la derrota del terrorismo. a pesar de que justo antes nos ha anunciado que es imposible aniquilar a ETA. ¿Cuadratura del círculo? Más bien travestismo argumental. Si quitamos el maquillaje vemos el mensaje nítidamente: el marco constitucional ha de alterarse para satisfacer al nacionalismo de cuya frustración nace la violencia. Nada nuevo. Un tópico que encierra una parte de verdad y oculta oportunamente el objetable presupuesto en el que se fundamenta.

El nacionalismo, por mucho que pueda aborrecer al terrorismo, siempre ha sido consciente de que ETA sirve para quebrar mediante la violencia la voluntad de la sociedad española y de los vascos no nacionalistas. Sin la paciente maceración de las conciencias a través del amosal, sin la asunción de la necesidad de eliminar la frustración nacionalista para terminar con la violencia resultaría imposible alcanzar un marco normativo adecuado a la ambición independentista. La inmensa mayoría de los nacionalistas no son terroristas, pero saben que los atentados no les han alejado de su objetivo final, sino que los han acercado. Por eso todos los gobiernos nacionalistas han sido conniventes o condescendientes con ETA y Batasuna, por eso han tratado de cortocircuitar todas las medidas antiterroristas eficaces y por eso -entre otras cosas- sus votantes no les han retirado su apoyo a pesar de las evidencias en este sentido.

Lo sorprendente es que frente a esta descarnada realidad políticos, opinadores o articulistas que supuestamente no serían nacionalistas no exigen el amparo del Estado de Derecho, no piden que se reaccione, que nos carguemos de razón, que defendamos la legitimidad de un sistema perfectamente democrático, la soberanía de una Nación de la que los vascos siempre fuimos parte, que actuemos en consecuencia y que denunciemos la instrumentalización de la violencia y la pretensión esencialmente antidemocrática -propia del movimiento reaccionario del romanticismo y la contrarrevolución del XIX y del nazismo en el XX- de situar el origen de los derechos políticos en la identidad cultural o etnolingüística. Sorprendentemente lo que se nos pide es que hagamos el juego al terrorismo y adecuemos todo el sistema constitucional para hacer posible la independencia con objeto de satisfacer al nacionalismo que tan benévolo se ha mostrado con ETA. No está muy claro por qué ese camino conduciría al final de la violencia: si llevamos casi mil muertos ahora que el objetivo de la independencia parece imposible, ¡cuántos asesinatos no serían capaces de cometer si tuvieran al alcance de su mano la secesión!

Justificaciones nunca faltarán. Igual que la generosidad histórica del autogobierno acordado en la Transición ni ha sido correspondida con lealtad al sistema ni ha rebajado el secular victimismo nacionalista, no hay garantía ninguna de que una modificación constitucional que hipotéticamente permitiera la independencia fuera a desterrar la violencia del discurso político. al menos mientras llegara el nacimiento efectivo de la nueva Euskal Herria. Tampoco quien propone la brillante solución trata de resolver algunos de los problemas primarios que conllevaría el derecho a la secesión: ¿Dónde reside tal derecho? ¿Quién votaría? ¿Bajo qué premisas? ¿Podrían independizarse las provincias de la comunidad autónoma? ¿Y los pueblos de las provincias? ¿Y los barrios de los pueblos? ¿Y las calles de los barrios? Etcétera.

Estos aspectos no se plantean siquiera porque, aunque se diga lo contrario, en realidad no se está hablando de dar una solución posibilista al problema y, por tanto, el análisis de la eficacia de las medidas y los detalles sobran. Se habla, consciente o inconscientemente, del déficit de legitimidad del actual sistema. Se asume el derecho del nacionalismo para exigir un sistema constitucional a su imagen y semejanza, reivindicación que se entiende no sólo como necesaria, sino como justa. Ése es el presupuesto básico sobre el que descansa la gran falacia de que la causa de ETA es la insatisfacción del nacionalismo, la causa de la insatisfacción del nacionalismo, la imposibilidad de alcanzar la independencia desde el sistema y la solución, la modificación del sistema. Nadie diría que la causa de las violaciones son las frustraciones del violador y la solución, su satisfacción sexual. Nadie diría hoy que la causa de la II Guerra Mundial fue la negativa a dar al III Reich un corredor por Polonia y que la solución habría sido concedérselo. Y la causa de que nadie plantee en estos términos esos o cualesquiera otros problemas análogos está en que se entiende que la exigencia que desemboca en el conflicto es esencialmente injusta. Por eso se rechaza la satisfacción de la petición como solución al problema. Se considera que el conflicto reside en la propia exigencia y no en la negativa a concederla.

De esta manera, los argumentos buenistas o posibilistas en el llamado conflicto vasco habitualmente travisten el discurso para esconder un punto de partida radicalmente abusivo, inmoral e infundado: la legitimidad del derecho a desmembrar un país democrático, arrebatando a los ciudadanos vascos los derechos sobre el resto de España y al resto de los españoles los derechos sobre el País Vasco, sin dejarles a estos últimos siquiera tomar parte en el proceso, y hacerlo además con fundamentos etnoculturales o etnolingüísticos y prevaliéndose de la violencia. Mirando la otra cara de la moneda se puede decir que el discurso se traviste de buenismo o posibilismo para distraer la atención del hecho básico de que desde el punto de vista histórico, sociológico, económico y político nuestra comunidad lleva siglos formando parte de España y ha creado unas vinculaciones de todo tipo tan sólidas con el resto del país que no existe ningún derecho a la independencia unilateral, lo que sería esencialmente injusto.

Si se asumiera la injusticia radical de esta reivindicación primera sería difícil volver a proponer soluciones que pasen por la consumación de la injusticia. Más bien parece que se exigiría al Estado de Derecho que utilizara todos sus recursos contra los terroristas en defensa de los ciudadanos y que no permitiera el caldo de cultivo del que nace la violencia. Quizás si se dejaran los disfraces y la discusión política en y sobre el País Vasco no fuera un juego de espejos donde casi nunca se dice la verdad, sino su reflejo invertido, se podría llegar a conclusiones que en otros lugares del planeta Tierra parecerían obvias, como que no es muy sensato permitir que la educación, la lucha antiterrorista o el poder de la economía pública queden en manos de quien en el fondo -y en no pocas ocasiones en la superficie- no asume la legitimidad del sistema, quien se muestra sistemáticamente connivente o, cuando menos, condescendiente con el terrorismo y quien, pese a todas las cesiones, mantiene una permanente reivindicación de la injusticia. No se trata de imposición o frentismo, sino de sentido común y autoprotección. Dejémonos de sueños que nunca mueren y hablemos de realidades, sin engaños ni disfraces; si lo que se propone para terminar con la violencia es cambiar todo el sistema constitucional para satisfacer las ansias independentistas, no se está tratando de alcanzar una solución posibilista, sino defendiendo la superioridad moral del nacionalismo. Y eso, con la historia, la economía, la política, el derecho, la ética o la sociología en la mano, es indefendible.


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/20081108/opinion/falacia-soluciones-buenistas-terrorismo-20081108.html

domingo, 12 de octubre de 2008

La máquina de matar. El Che Guevara, de agitador comunista a marca capitalista

La máquina de matar. El Che Guevara, de agitador comunista a marca capitalista

por Álvaro Vargas Llosa



La imagen del Che representa una notable paradoja: la rebeldía ante el mercado desde el mercado. Frente a esta estrafalaria construcción, Álvaro Vargas Llosa contrapone la historia real del guerrillero, sus métodos brutales y su defensa de la violencia como motor del cambio revolucionario.

El Che Guevara, quien hizo tanto (¿o tan poco?) por destruir al capitalismo, es en la actualidad la quintaesencia de una marca capitalista. Su semblante adorna tazas de café, sudaderas, encendedores, llaveros, billeteras, gorras de beisbol, tocados, emblemas de rockeros, truzas, camisetas deportivas, carteras finas, jeans deshilachados, té de hierbas, y por supuesto esas omnipresentes playeras con la fotografía, tomada por Alberto Korda, del galán socialista luciendo su boina durante los primeros años de la revolución, en el instante en que el Che de casualidad se introdujo en el visor del fotógrafo –y en la imagen que, treinta y ocho años después de su muerte, constituye aún el logotipo del revolucionario (¿o del capitalista?) “chic”. Sean O’Hagan sostuvo en The Observer que existe incluso un jabón en polvo con el eslogan “El Che lava más blanco”.

Los productos del Che son comercializados por grandes corporaciones y por pequeñas empresas, tales como la Burlington Coat Factory, la cual difundió un comercial televisivo presentando a un joven en pantalones elásticos luciendo una playera del Che, o la Flamingo’s Boutique en Union City, Nueva Jersey, cuyo propietario respondió a la furia de los exiliados cubanos locales con este argumento devastador: “Yo vendo lo que la gente desea comprar.” Los revolucionarios también se unieron a este frenesí de productos –desde “The Che Store”, que vende provisiones, hasta el sitio que atiende “todas sus necesidades revolucionarias” en Internet, y el escritor italiano Gianni Minà, quien le vendió a Robert Redford los derechos cinematográficos del diario del Che sobre su juvenil viaje alrededor de América del Sur en el año 1952 a cambio de poder acceder al rodaje del film Diarios de motocicleta y de que Minà pudiera producir su propio documental. Para no mencionar a Alberto Granado, quien acompañó al Che en su viaje de juventud y ahora asesora documentalistas, y que se quejaba hace poco en Madrid, según el diario El País, ante un Rioja y un magret de pato, de que el embargo estadounidense contra Cuba le dificulta el cobro de las regalías. Para llevar la ironía más lejos: el edificio en el cual nació Guevara en la ciudad de Rosario, Argentina, un espléndido inmueble de comienzos del siglo XX sito en la esquina de las calles Urquiza y Entre Ríos, se encontraba hasta hace poco ocupado por la administradora de fondos de jubilaciones y pensiones privada Máxima afjp, una hija de la privatización de la seguridad social argentina en la década de 1990.

La metamorfosis del Che Guevara en una marca capitalista no es nueva, pero la marca viene experimentando un renacimiento –un renacimiento especialmente destacable, dado que el mismo tiene lugar años después del colapso político e ideológico de todo lo que Guevara representaba. Esta suerte inesperada se debe sustancialmente a Diarios de motocicleta, la película producida por Robert Redford y dirigida por Walter Salles. (Es una de las tres películas más importantes sobre el Che ya realizadas o actualmente en rodaje en los últimos dos años; las otras dos han sido dirigidas por Josh Evans y Steven Soderbergh.) Hermosamente rodada en paisajes que claramente han eludido los efectos erosivos de la polución capitalista, el film exhibe al joven en un viaje de autodescubrimiento a medida que su conciencia social en ciernes tropieza con la explotación social y económica, lo que va preparando el terreno para la reinvención del hombre a quien Sartre llamara alguna vez el ser humano más completo de nuestra era.

Pero para ser más preciso, el actual renacimiento del Che se inició en 1997, en el trigésimo aniversario de su muerte, cuando cinco biografías abrumaron las librerías y sus restos fueron descubiertos cerca de una pista de aterrizaje en el aeropuerto de Vallegrande, en Bolivia, después de que un general boliviano retirado, en una revelación espectacularmente oportuna, indicara la ubicación exacta. El aniversario volvió a centrar la atención en la famosa fotografía de Freddy Alborta del cadáver del Che tendido sobre una mesa, escorzado, muerto y romántico, luciendo como Cristo en un cuadro de Mantegna.

Es usual que los seguidores de un culto no conozcan la verdadera historia de su héroe. (Muchos rastafaris renunciarían a Haile Selassie si tuvieran alguna idea de quien fue en realidad.) No sorprende que los seguidores contemporáneos de Guevara, sus nuevos admiradores postcomunistas, también se engañen a sí mismos al aferrarse a un mito –excepto los jóvenes argentinos que corean una expresión de rima perfecta: “Tengo una remera [una playera] del Che y no sé por qué.”

Considérese a algunos de los individuos que recientemente han blandido o invocado el retrato de Guevara como un emblema de justicia y rebelión contra el abuso de poder. En el Líbano, unos manifestantes que protestaban en contra de Siria ante la tumba del ex primer ministro Rafiq Hariri portaban la imagen del Che. Thierry Henry, un jugador de futbol francés que juega para el Arsenal, en Inglaterra, se apareció en una importante velada de gala organizada por la FIFA, el organismo del futbol mundial, vistiendo una playera roja y negra del Che. En una reciente reseña publicada en The New York Times sobre Land of the Dead de George A. Romero, Manohla Dargis destacaba que “el mayor impacto aquí puede ser el de la transformación de un zombi negro en un virtuoso líder revolucionario”, y agregó: “Creo que el Che en verdad vive, después de todo.”

El héroe del futbol Maradona ostentó el emblemático tatuaje del Che en su brazo derecho durante un viaje en el que se reunió con Hugo Chávez en Venezuela. En Stavropol, al sur de Rusia, unos manifestantes que reclamaban los pagos en efectivo de los beneficios del bienestar social tomaron la plaza central con banderas del Che. En San Francisco, City Lights Books, el legendario hogar de la literatura beat, invita a los visitantes a una sección dedicada a América Latina en la cual la mitad de los estantes se encuentra ocupada por libros del Che. José Luis Montoya, un oficial de policía mexicano que combate el crimen relacionado con las drogas en Mexicali, luce una cinta del Che alrededor de la cabeza porque ella lo hace sentirse más fuerte. En el campo de refugiados de Dheisheh, en la margen occidental del río Jordán, los carteles del Che adornan un muro que le rinde tributo a la Intifada. Una revista dominical dedicada a la vida social en Sydney enumera a los tres invitados ideales en una cena: Alvar Aalto, Richard Branson y el Che Guevara. Leung Kwok-hung, el rebelde elegido a la junta legislativa de Hong Kong, desafía a Pekín al vestir una playera del Che. En Brasil, Frei Betto, consejero del presidente Lula da Silva y encargado del programa de alto perfil “Hambre Cero”, afirma que “deberíamos prestarle menos atención a Trotsky y mucha más al Che Guevara”. Y lo más estupendo de todo: en la ceremonia de este año de los Óscares, Carlos Santana y Antonio Banderas interpretaron la canción principal de la película Diarios de motocicleta: Santana se presentó luciendo una camiseta del Che y un crucifijo. Las manifestaciones del nuevo culto del Che están por todas partes. Una vez más el mito está apasionando a individuos cuyas causas, en su mayor parte, representan exactamente lo opuesto de lo que era Guevara.

Ningún hombre carece de algunas cualidades atenuantes. En el caso del Che Guevara, esas cualidades pueden ayudarnos a medir el abismo que separa la realidad del mito. Su honestidad (quiero decir: honestidad parcial) significa que dejó testimonio escrito de sus crueldades, incluido lo muy malo, aunque no lo peor. Su coraje –que Castro describió como “su manera, en los momentos difíciles y peligrosos, de hacer las cosas más difíciles y peligrosas”– significa que no vivió para asumir la plena responsabilidad por el infierno de Cuba. El mito puede decir tanto acerca de una época como la verdad. Y es así como, gracias a los propios testimonios que el Che brinda de sus pensamientos y de sus actos, y gracias también a su prematura desaparición, podemos saber exactamente cuán engañados están muchos de nuestros contemporáneos respecto de muchas cosas.

Guevara puede haberse enamorado de su propia muerte, pero estaba mucho más enamorado de la muerte ajena. En abril de 1967, hablando por experiencia, resumió su idea homicida de la justicia en su “Mensaje a la Tricontinental”: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar.” Sus primeros escritos se encuentran también sazonados con esta violencia retórica e ideológica. A pesar de que su ex novia Chichina Ferreyra duda de que la versión original de los diarios de su viaje en motocicleta contenga la observación de “siento que mis orificios nasales se dilatan al saborear el amargo olor de la pólvora y de la sangre del enemigo”, Guevara compartió con Granado en esa temprana edad esta exclamación: “¿Revolución sin disparar un tiro? Estás loco.” En otras ocasiones, el joven bohemio parecía incapaz de distinguir entre la frivolidad de la muerte como un espectáculo y la tragedia de las víctimas de una revolución. En una carta a su madre en 1954, escrita en Guatemala, donde fue testigo del derrocamiento del gobierno revolucionario de Jacobo Arbenz, escribió: “Aquí estuvo muy divertido con tiros, bombardeos, discursos y otros matices que cortaron la monotonía en que vivía.”

La disposición de Guevara cuando viajaba con Castro desde México a Cuba a bordo del Granma es capturada en una frase de una carta a su esposa que redactó el 28 de enero de 1957, no mucho después de desembarcar, publicada en su libro Ernesto: Una biografía del Che Guevara en Sierra Maestra: “Estoy en la manigua cubana, vivo y sediento de sangre.” Esta mentalidad había sido reforzada por su convicción de que Arbenz había perdido el poder debido a que había fallado en ejecutar a sus potenciales enemigos. En una carta anterior a su ex novia Tita Infante, había observado que “Si se hubieran producido esos fusilamientos, el gobierno hubiera conservado la posibilidad de devolver los golpes”. No sorprende que durante la lucha armada contra Batista, y luego tras el ingreso triunfal en La Habana, Guevara asesinara o supervisara las ejecuciones en juicios sumarios de muchísimas personas –enemigos probados, meros sospechados y aquellos que se encontraban en el lugar equivocado en el momento equivocado.

En enero de 1957, tal como lo indica su diario desde la Sierra Maestra, Guevara le disparó a Eutimio Guerra porque sospechaba que aquel se encontraba pasando información: “Acabé con el problema dándole un tiro con una pistola del calibre 32 en la sien derecha, con orificio de salida en el temporal derecho... sus pertenencias pasaron a mi poder.” Más tarde mató a tiros a Aristidio, un campesino que expresó el deseo de irse cuando los rebeldes siguieran su camino. Mientras se preguntaba si esta victima en particular “era en verdad lo suficientemente culpable como para merecer la muerte”, no vaciló en ordenar la muerte de Echevarría, el hermano de uno de sus camaradas, en razón de crímenes no especificados: “Tenía que pagar el precio.” En otros momentos simularía ejecuciones sin llevarlas a cabo, como un método de tortura psicológica.

Luis Guardia y Pedro Corzo, dos investigadores que se encuentran trabajando en Florida en un documental sobre Guevara, han obtenido el testimonio de Jaime Costa Vázquez, un ex comandante del ejército revolucionario conocido como “el Catalán”, quien sostiene que muchas de las ejecuciones atribuidas a Ramiro Valdés (futuro ministro del interior de Cuba) fueron responsabilidad directa de Guevara, debido a que Valdés se encontraba bajo sus órdenes en las montañas. “Ante la duda, mátalo” fueron las instrucciones del Che. En vísperas de la victoria, según Costa, el Che ordenó la ejecución de un par de docenas de personas en Santa Clara, en Cuba central, hacia donde había marchado su columna como parte de un asalto final contra la isla. Algunos de ellos fueron muertos en un hotel, como ha escrito Marcelo Fernándes-Zayas, otro ex revolucionario que después se convertiría en periodista (agregando que entre los ejecutados había campesinos conocidos como casquitos que se habían unido al ejército simplemente para escapar del desempleo).

Pero la “fría máquina de matar” no dio muestra de todo su rigor hasta que, inmediatamente después del colapso del régimen de Batista, Castro lo pusiera a cargo de la prisión de La Cabaña. (Castro tenía un buen ojo clínico para escoger a la persona perfecta para proteger a la revolución contra la infección.) San Carlos de La Cabaña es una fortaleza de piedra que fue utilizada para defender La Habana contra los piratas ingleses en el siglo XVIII; más tarde se convirtió en un cuartel militar. De una manera que evoca al escalofriante Lavrenti Beria, Guevara presidió durante la primera mitad de 1959 uno de los periodos más oscuros de la revolución. José Vilasuso, abogado y profesor en la Universidad Interamericana de Bayamón en Puerto Rico, quien pertenecía al grupo encargado del proceso judicial sumario en La Cabaña, me dijo recientemente que El Che dirigió la Comisión Depuradora. El proceso se regía por la ley de la sierra: tribunal militar de hecho y no jurídico, y el Che nos recomendaba guiarnos por la convicción. Esto es: “Sabemos que todos son unos asesinos, luego proceder radicalmente es lo revolucionario.” Miguel Duque Estrada era mi jefe inmediato. Mi función era de instructor. Es decir legalizar profesionalmente la causa y pasarla al ministerio fiscal, sin juicio propio alguno. Se fusilaba de lunes a viernes. Las ejecuciones se llevaban a cabo de madrugada, poco después de dictar sentencia y declarar sin lugar [de oficio] la apelación. La noche más siniestra que recuerdo se ejecutaron siete hombres.

Javier Arzuaga, el capellán vasco que les brindaba consuelo a aquellos condenados a morir y que presenció personalmente docenas de ejecuciones, habló conmigo recientemente desde su casa en Puerto Rico. Ex sacerdote católico de setenta y cinco años de edad, quien se describe como “más cercano a Leonardo Boff y a la Teología de la Liberación que al ex cardenal Cardinal Ratzinger”, Arzuaga recuerda que La cárcel de La Cabaña se mantuvo llena a rebosar. Sobre 800 hombres hacinados en un espacio pensado para no más de 300: militares batistianos o miembros de algunos de los cuerpos de la policía, algunos “chivatos”, periodistas, empresarios o comerciantes. El juez no tenía por qué ser hombre de leyes; sí, en cambio, pertenecer al ejército rebelde, al igual que los compañeros que ocupaban con él la mesa del tribunal. Casi todas las vistas de apelación estuvieron presididas por el Che Guevara. No recuerdo ningún caso cuya sentencia fuera revocada en esas vistas. Todos los días yo visitaba la “galera de la muerte”, donde permanecían los prisioneros desde que eran sentenciados a muerte. Corrió la voz de que yo hipnotizaba a los condenados antes de salir para el paredón y que por eso se daban tan fáciles las cosas, sin escenas desagradables, y el Che Guevara dio orden de que nadie fuera conducido al paredón sin que yo estuviera presente. Yo asistí a 55 fusilamientos hasta el mes de mayo, cuando me fui. Eso no quiere decir que no se siguiera fusilando. Herman Marks era un americano, se decía que era prófugo de la justicia. Lo llamábamos “el carnicero” porque gozaba gritando “pelotón, atención, preparen, apunten, fuego”. Conversé varias veces con el Che con el fin de interceder por determinadas personas. Recuerdo muy bien el caso de Ariel Lima que era menor de edad, pero fue inflexible. Lo mismo puedo decir de Fidel Castro, a quien acudí también en dos ocasiones con igual propósito. Sufrí un trauma. A finales de mayo me sentía mal y se me recomendó abandonar la parroquia de Casa Blanca, dentro de cuyos límites se encontraba La Cabaña y que yo había atendido en los últimos tres años. Me fui a México para un tratamiento. Cuando nos despedíamos, el Che Guevara me dijo que nos habíamos llevado bien, tratando los dos de sacar el otro de su campo para atraerlo al de uno. “Hemos fracasado los dos. Cuando nos quitemos las caretas que hemos llevado puestas, seremos enemigos frente a frente.”

¿Cuánta gente fue asesinada en La Cabaña? Pedro Corzo ofrece una cifra de unos doscientos, similar a la proporcionada por Armando Lago, un profesor de economía retirado que ha compilado una lista de 179 nombres como parte de un estudio de ocho años sobre las ejecuciones en Cuba. Vilasuso me dijo que cuatrocientas personas fueron ejecutadas entre el mes de enero y fines de junio de 1959 (fecha en la que el Che dejó de estar a cargo de La Cabaña). Los cables secretos enviados por la Embajada de Estados Unidos en La Habana al Departamento de Estado en Washington hablan de “más de quinientos”. Según Jorge Castañeda, uno de los biógrafos de Guevara, un católico vasco simpatizante de la revolución, el fallecido padre Iñaki de Aspiazú, hablaba de setecientas víctimas. Félix Rodríguez, un agente de la cia quien fue parte del equipo a cargo de la captura de Guevara en Bolivia, me dijo que él encaró al Che después de su captura respecto de “las dos mil y pico” ejecuciones por las que fue responsable durante su vida. “Dijo que todos eran agentes de la cia y no se refirió a la cifra”, recuerda Rodríguez. Las cifras más altas pueden incluir ejecuciones que tuvieron lugar en los meses posteriores a la fecha en que el Che dejó de estar a cargo de la prisión.

Lo cual nos trae de regreso a Carlos Santana y a su elegante indumentaria del Che. En una carta abierta publicada en El Nuevo Herald el 31 de marzo de este año, el gran músico de jazz Paquito D’Rivera reprochó a Santana su vestuario en la ceremonia de los premios Óscar, y agregó: “Uno de esos cubanos fue mi primo Bebo, preso allí precisamente por ser cristiano. Él me cuenta siempre con amargura cómo escuchaba desde su celda en la madrugada los fusilamientos sin juicio de muchos que morían gritando “¡Viva Cristo Rey!”

El ansia de poder del Che tenía otras maneras de expresarse además del asesinato. La contradicción entre su pasión por viajar –una especie de protesta contra las limitaciones del Estado-nación– y su impulso por convertirse en miembro de un Estado esclavizante en relación con otras personas es patética. Al escribir acerca de Pedro Valdivia, el conquistador de Chile, Guevara reflexionaba: “Pertenecía a esa clase especial de hombres a los que la especie produce de vez en cuando, en quienes un anhelo por el poder ilimitado es tan extremo que cualquier sufrimiento para lograrlo parece natural.” Podría haber estado describiéndose a sí mismo. En cada etapa de su vida adulta, su megalomanía se manifestaba en el impulso depredador por apoderarse de las vidas y de la propiedad de otras personas, y de abolir su libre voluntad.

En 1958, después de tomar la ciudad de Sancti Spíritus, Guevara intento sin éxito imponer una especie de sharia, regulando las relaciones entre los hombres y las mujeres, el uso del alcohol, y el juego informal –un puritanismo que no caracterizaba precisamente su propia forma de vida.

Les ordenó también a sus hombres que asaltaran bancos, una decisión que justificó en una carta a Enrique Oltuski, un subordinado, en noviembre de ese año: “Las masas que luchan están de acuerdo con asaltar a los bancos porque ninguno de ellos tiene un centavo en los mismos.” Esta idea de la revolución como una licencia para reasignar la propiedad según le conviniera condujo al puritano marxista a apoderarse de la mansión de un emigrante tras el triunfo de la revolución.

El impulso de desposeer a los demás de su propiedad y de reclamar la propiedad del territorio de otros fue central en la política opresiva de Guevara. En sus memorias, el líder egipcio Gamal Abdel Nasser cuenta que Guevara le preguntó cuántas personas habían abandonado su país debido a la reforma agraria. Cuando Nasser replicó que ninguna, el Che contestó enojado que la manera de medir la profundidad del cambio es a través del número de individuos “que sienten que no hay lugar para ellos en la nueva sociedad”. Este instinto depredador alcanzó una apoteosis en 1965, cuando empezó a hablar, como Dios, acerca del “hombre nuevo” que él y su revolución crearían.
La obsesión del Che con el control colectivista lo llevó a colaborar en la formación del aparato de seguridad que fue establecido para subyugar a seis millones y medio de cubanos. A comienzos de 1959, una serie de reuniones secretas tuvo lugar en Tarará, cerca de La Habana, en la mansión a la cual el Che temporalmente se retiró para recuperarse de una enfermedad. Allí fue donde los líderes principales, incluido Castro, diseñaron al Estado policíaco cubano. Ramiro Valdés, subordinado del Che durante la guerra de guerrillas, fue puesto al mando del G-2, un cuerpo inspirado en la Cheka. Ángel Ciutah, un veterano de la Guerra Civil Española enviado por los soviéticos, que había estado muy cerca de Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, y que más tarde entablaría amistad con el Che, desempeñó un papel fundamental en la organización del sistema, junto con Luis Alberto Lavandeira, quien había servido al jefe en La Cabaña. El propio Guevara se hizo cargo del G-6, el grupo al que se le encomendó el adoctrinamiento ideológico de las fuerzas armadas. La invasión respaldada por Estados Unidos de Bahía de Cochinos en abril de 1961 se convirtió en la ocasión perfecta para consolidar el nuevo Estado policíaco, con el acorralamiento de decenas de miles de cubanos y una nueva serie de ejecuciones. Como el mismo Guevara le expresó al embajador soviético Serguéi Kudriavtsev, los contrarrevolucionarios nunca “volverían a levantar su cabeza”.

“Contrarrevolucionario” es el término que se le aplicaba a cualquiera que se apartara del dogma. Era el equivalente comunista de “hereje”. Los campos de concentración eran una forma en la cual el poder dogmático era empleado para suprimir la discrepancia. La historia le atribuye al general español Valeriano Weyler, el capitán general de Cuba a finales del siglo XIX, haber empleado por vez primera la palabra “concentración” para describir la política de cercar a las masas de potenciales opositores –en su caso a los simpatizantes del movimiento independentista cubano– con alambre de púas y empalizadas. Qué irónico (y apropiado) que los revolucionarios de Cuba más de medio siglo después continuaran con esta tradición local. Al principio, la revolución movilizó a voluntarios para construir escuelas y para trabajar en los puertos, plantaciones y fábricas –todas ellas exquisitas oportunidades fotográficas para el Che estibador, el Che cortador de caña, el Che fabricante de telas. No pasó mucho tiempo antes de que el trabajo voluntario se volviera un poco menos voluntario: el primer campamento de trabajos forzados, Guanahacabibes, fue establecido en Cuba occidental hacia el final de 1960. Así es como el Che explicaba la función desempeñada por este método de confinamiento: “A Guanahacabibes se manda a la gente que no debe ir a la cárcel, la gente que ha cometido faltas a la moral revolucionaria de mayor o menor grado... es trabajo duro, no trabajo bestial.”

Este campamento fue el precursor del confinamiento sistemático, a partir de 1965 en la provincia de Camagüey, de disidentes, homosexuales, víctimas del sida, católicos, testigos de Jehová, sacerdotes afrocubanos, y otras “escorias” por el estilo, bajo la bandera de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Hacinados en autobuses y camiones, los “desadaptados” serían transportados a punta de pistola a los campos de concentración organizados sobre la base del modelo de Guanahacabibes. Algunos nunca regresarían; otros serían violados, golpeados o mutilados; y la mayoría quedarían traumatizados de por vida, como el sobrecogedor documental de Néstor Almendros Conducta impropia se lo mostrara al mundo un par de décadas antes de ahora.

De esta manera, la revista Time parece haber errado en agosto de 1960 cuando describió la división del trabajo de la revolución con una nota de tapa presentando al Che Guevara como el “cerebro”, a Fidel Castro como el “corazón” y a Raúl Castro como el “puño”. Pero la percepción revelaba el papel crucial de Guevara en hacer de Cuba un bastión del totalitarismo. El Che era de alguna manera un candidato improbable para la pureza ideológica, dado su espíritu bohemio, pero durante los años de entrenamiento en México y en el periodo resultante de la lucha armada en Cuba emergió como el ideólogo comunista locamente enamorado de la Unión Soviética, en gran medida para molestia de Castro y de otros que eran esencialmente oportunistas dispuestos a utilizar cualquier medio necesario para ganar poder. Cuando los aspirantes a revolucionarios fueron arrestados en México en 1956, Guevara fue el único que admitió que era un comunista y que estaba estudiando ruso. (Habló abiertamente de su relación con Nikolái Leonov de la Embajada Soviética.) Durante la lucha armada en Cuba, forjó una férrea alianza con el Partido Socialista Popular (el partido comunista de la isla) y con Carlos Rafael Rodríguez, un jugador importante en la conversión del régimen de Castro al comunismo.

Esta fanática disposición convirtió al Che en una parte esencial de la “sovietización” de la revolución que se había jactado reiteradamente de su carácter independiente. Muy poco después de que los barbudos llegaran al poder, Guevara participó de negociaciones con Anastas Mikoyan, el viceprimer ministro soviético, quien visitó Cuba. Le fue confiada la misión de promover las negociaciones sovieticocubanas durante una visita a Moscú a finales de 1960. (La misma fue parte de un largo viaje en el cual la Corea del Norte de Kim Il Sung fue el país que “más” lo impresionó.) El segundo viaje a Rusia de Guevara, en agosto de 1962, fue aún más significativo, en razón de que él mismo selló el acuerdo para convertir a Cuba en una cabeza de playa nuclear soviética. Se reunió con Jrúshchiov en Yalta para finalizar los detalles sobre una operación que ya se había iniciado, y que involucraba la introducción en la isla de cuarenta y dos misiles soviéticos, la mitad de los cuales estaban armados con ojivas nucleares, así como también lanzadores y unos cuarenta y dos mil soldados. Tras presionar a sus aliados soviéticos sobre el peligro de que Estados Unidos pudiera descubrir lo que estaba aconteciendo, Guevara obtuvo garantías de que la marina soviética intervendría –en otras palabras, de que Moscú estaba preparada para ir a la guerra.

Según la biografía de Guevara de Philippe Gavi, el revolucionario había alardeado que “su país se encuentra deseoso de arriesgarlo todo en una guerra atómica de inimaginable capacidad destructiva para defender un principio”. Apenas después de finalizada la crisis de los misiles cubanos –cuando Jrúshchiov renegó de la promesa hecha en Yalta y negoció un acuerdo con Estados Unidos a espaldas de Castro, que incluía retirar los misiles estadounidenses de Turquía– Guevara dijo a un periódico comunista británico: “Si los cohetes hubieran permanecido, los habríamos utilizado todos y dirigido contra el mismo corazón de Estados Unidos, incluida Nueva York, en nuestra defensa contra la agresión.” Y un par de años más tarde, en las Naciones Unidas, fue leal a las formas: “Como marxistas hemos sostenido que la coexistencia pacífica entre las naciones no incluye la coexistencia entre los explotadores y el explotado.”

Guevara se distanció de la Unión Soviética en los últimos años de su vida. Lo hizo por las razones equivocadas, culpando a Moscú por ser demasiado blando ideológica y diplomáticamente, y hacer demasiadas concesiones –a diferencia de la China maoísta, a la cual llegó a ver como un refugio de la ortodoxia. En octubre de 1964, un memo escrito por Oleg Darusénkov, un funcionario soviético cercano a él, cita a Guevara diciendo: “Les pedimos armas a los checoslovacos; y nos rechazaron. Luego se las pedimos a los chinos; dijeron que sí en pocos días, y ni siquiera nos cobraron, declarando que uno no le vende armas a un amigo.” En realidad, Guevara se resintió por el hecho de que Moscú le estaba solicitando a otros miembros del bloque comunista, incluida Cuba, algo a cambio de su colosal ayuda y de su apoyo político. Su ataque final contra Moscú llegó en Argelia, en febrero de 1965, en una conferencia internacional en la que acusó a los soviéticos de adoptar la “ley del valor”, es decir, el capitalismo. Su ruptura con los soviéticos, en síntesis, no fue un grito en favor de la independencia. Fue un alarido al estilo de Enver Hoxha en aras de la total subordinación de la realidad a la ciega ortodoxia ideológica.

El gran revolucionario tuvo una oportunidad de poner en práctica su visión económica –su idea de la justicia social– como director del Banco Nacional de Cuba y del Departamento de Industria del Instituto Nacional de la Reforma Agraria a fines de 1959, y, desde principios de 1961, como ministro de Industria. El periodo en el cual Guevara estuvo a cargo de la mayor parte de la economía cubana atestiguó el cuasi colapso de la producción de azúcar, el fracaso de la industrialización, y la introducción del racionamiento –todo esto en el que había sido uno de los cuatros países económicamente más exitosos de América Latina desde antes de la dictadura de Batista.

Su tarea como director del Banco Nacional, durante la cual imprimió billetes que llevaban la firma “Che”, ha sido sintetizada por su asistente, Ernesto Betancourt: “Encontré en el Che una ignorancia absoluta de los principios más elementales de la economía.” Los poderes de percepción de Guevara respecto de la economía mundial fueron muy bien expresados en 1961, durante una conferencia hemisférica celebrada en Uruguay, donde predijo una tasa de crecimiento para Cuba del diez por ciento “sin el menor temor”, y, para 1980, un ingreso percapita mayor que el de “los EE.UU. en la actualidad”. En verdad, hacia 1997, en el trigésimo aniversario de su muerte, cada cubano se encontraba bajo una dieta consistente en una ración de cinco libras de arroz y una libra de frijoles por mes; cuatro onzas de carne dos veces al año; cuatro onzas de pasta de soya por semana, y cuatro huevos por mes.

La reforma agraria le quitó tierra al rico, pero se la dio a los burócratas, no a los campesinos. (El decreto fue redactado en la casa del Che.) En nombre de la diversificación, el área cultivada fue reducida y la mano de obra disponible distraída hacia otras actividades. El resultado fue que, entre 1961 y 1963, la cosecha se redujo a la mitad: apenas unos 3.8 millones de toneladas métricas. ¿Se justificaba este sacrificio por el fomento de la industrialización cubana? Desdichadamente, Cuba carecía de materias primas para la industria pesada, y, como una consecuencia de la redistribución revolucionaria, no contaba con una moneda sólida con la cual adquirirlas –o incluso adquirir los productos básicos. Para 1961, Guevara estaba teniendo que dar explicaciones embarazosas a los trabajadores en la oficina: “Nuestros camaradas técnicos en las compañías han producido una pasta dental... tan buena como la anterior; limpia exactamente lo mismo, a pesar de que después de un tiempo se vuelve una piedra.” Para 1963, todas las esperanzas de industrializar Cuba fueron abandonadas, y la revolución aceptó su papel de proveedora colonial de azúcar al bloque soviético a cambio de petróleo para cubrir sus necesidades y para revenderlo a otros países. Durante las tres décadas siguientes, Cuba sobreviviría con base en un subsidio soviético de más o menos entre 65,000 millones y cien mil millones de dólares.

Habiendo fracasado como héroe de la justicia social, ¿merece Guevara un lugar en los libros de historia como un genio de la guerra de guerrillas? Su mayor logro militar en la lucha contra Batista –la toma de la ciudad de Santa Clara después de emboscar un tren con pesados refuerzos– está seriamente cuestionado. Numerosos testimonios indican que el conductor del tren se rindió de antemano, acaso tras aceptar sobornos. (Gutiérrez Menoyo, quien dirigía un grupo guerrillero diferente en esa área, está entre aquellos que han criticado la historia oficial de Cuba sobre la victoria de Guevara.) Inmediatamente después del triunfo de la revolución, Guevara organizó ejércitos guerrilleros en Nicaragua, la República Dominicana, Panamá, y Haití –todos los cuales fueron aplastados. En 1964, envió al revolucionario argentino Jorge Ricardo Masetti a su muerte al persuadirlo de que montara un ataque contra su país natal desde Bolivia, justo después de que la democracia representativa había sido restablecida en la Argentina.

Particularmente desastrosa fue la expedición al Congo en 1965. Guevara se alió con dos rebeldes –Pierre Mulele en el oeste y Laurent Kabila en el este– contra el desagradable gobierno congoleño, el cual era sostenido por Estados Unidos, por mercenarios sudafricanos y exiliados cubanos. Mulele había tomado posesión de Stanleyville antes de ser repelido. Durante su reinado de terror, tal como lo ha escrito V.S. Naipaul, asesinó a todos aquellos que podían leer y a todos los que vestían una corbata. Respecto del otro aliado de Guevara, Laurent Kabila, se trataba meramente de un perezoso y un corrupto por aquel entonces; pero el mundo descubriría en los años noventa que también él era una máquina de matar. En cualquier caso, Guevara se pasó gran parte de 1965 ayudando a los rebeldes en el este antes de abandonar el país de manera ignominiosa. Poco tiempo después, Mobutu llegó al poder e instaló una tiranía de décadas. (En los países latinoamericanos, de la Argentina al Perú, las revoluciones inspiradas en el Che tuvieron el mismo resultado práctico de reforzar el militarismo brutal durante muchos años.)

En Bolivia, el Che fue nuevamente derrotado, y por última vez. Malinterpretó la situación local. Una reforma agraria había tenido lugar unos años antes; el gobierno había respetado muchas de las instituciones de las comunidades campesinas; y el ejército era cercano a Estados Unidos a pesar de su nacionalismo. “Las masas campesinas no nos ayudan en absoluto” fue la melancólica conclusión de Guevara en su diario boliviano. Aún peor: Mario Monje, el líder comunista local, quien no tenía estómago para una guerra de guerrillas tras haber sido humillado en los comicios, condujo a Guevara hacia una ubicación vulnerable en el sudeste del país. Las circunstancias de la captura del Che en la quebrada del Yuro, poco después de reunirse con el intelectual francés Régis Debray y el pintor argentino Ciro Bustos, ambos arrestados cuando abandonaban el campamento, fueron, como gran parte de la expedición boliviana, cosa de aficionados.

Guevara fue ciertamente audaz y corajudo, y rápido para organizar la vida con base en principios militares en los territorios bajo su control, pero no era un General Giap. Su libro La guerra de guerrillas enseña que las fuerzas populares pueden vencer a un ejército, que no es necesario aguardar a que se den las condiciones necesarias ya que un foco insurreccional puede provocarlas, y que el combate debe tener lugar principalmente en el campo. (En su receta para la guerra de guerrillas, reserva también para las mujeres el papel de cocineras y enfermeras.) Sin embargo, el ejército de Batista no era un ejército sino un corrupto manojo de matones carente de motivación y sin mucha organización; los focos guerrilleros, con la excepción de Nicaragua, terminaron todos en cenizas para los foquistas, y América Latina se ha vuelto urbana en un setenta por ciento en estas últimas cuatro décadas. Al respecto, también, el Che Guevara fue un cruel alucinado.

En las últimas décadas del siglo XIX, la Argentina tenía la segunda tasa de crecimiento más grande del mundo. Hacia la década de 1890, el ingreso real de los trabajadores argentinos era superior al de los trabajadores suizos, alemanes y franceses. Para 1928, ese país ocupaba el 12o lugar en el mundo en cuanto a su pbi per capita. Ese logro, que las siguientes generaciones arruinarían, se debió en gran medida a Juan Bautista Alberdi.

Al igual que Guevara, a Alberdi le gustaba viajar: caminó a través de las pampas y de los desiertos de norte a sur a los catorce años de edad, rumbo a Buenos Aires. Como Guevara, Alberdi se oponía a un tirano, Juan Manuel Rosas. Igual que Guevara, Alberdi tuvo la oportunidad de influir sobre un líder revolucionario en el poder –Justo José de Urquiza, quien derrocó a Rosas en 1852. Como Guevara, Alberdi representó al nuevo gobierno en giras mundiales, y murió en el exterior. Pero a diferencia del viejo y nuevo predilecto de la izquierda, Alberdi nunca mató una mosca. Su libro, Bases y puntos de partida para la organización de la República Argentina, fue la base de la Constitución de 1853 que limitó el Estado, abrió el comercio, alentó la inmigración y aseguró los derechos de propiedad, inaugurando de ese modo un periodo de setenta años de asombrosa prosperidad. No se entremetió en los asuntos de otras naciones, y se opuso a la guerra de su país contra el Paraguay. Su semblante no adorna el abdomen de Mike Tyson.

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© The New Republic

Traducción de Gabriel Gasave

http://www.letraslibres.com/index.php?art=11821




The Killing Machine: Che Guevara, from Communist Firebrand to Capitalist Brand

July 11, 2005

Alvaro Vargas Llosa

The New Republic


Che Guevara, who did so much (or was it so little?) to destroy capitalism, is now a quintessential capitalist brand. His likeness adorns mugs, hoodies, lighters, key chains, wallets, baseball caps, toques, bandannas, tank tops, club shirts, couture bags, denim jeans, herbal tea, and of course those omnipresent T-shirts with the photograph, taken by Alberto Korda, of the socialist heartthrob in his beret during the early years of the revolution, as Che happened to walk into the photographer’s viewfinder—and into the image that, thirty-eight years after his death, is still the logo of revolutionary (or is it capitalist?) chic. Sean O’Hagan claimed in The Observer that there is even a soap powder with the slogan “Che washes whiter.”

Che products are marketed by big corporations and small businesses, such as the Burlington Coat Factory, which put out a television commercial depicting a youth in fatigue pants wearing a Che T-shirt, or Flamingo’s Boutique in Union City, New Jersey, whose owner responded to the fury of local Cuban exiles with this devastating argument: “I sell whatever people want to buy.” Revolutionaries join the merchandising frenzy, too—from “The Che Store,” catering to “all your revolutionary needs” on the Internet, to the Italian writer Gianni Minà, who sold Robert Redford the movie rights to Che’s diary of his juvenile trip around South America in 1952 in exchange for access to the shooting of the film The Motorcycle Diaries so that Minà could produce his own documentary. Not to mention Alberto Granado, who accompanied Che on his youthful trip and advises documentarists, and now complains in Madrid, according to El País, over Rioja wine and duck magret, that the American embargo against Cuba makes it hard for him to collect royalties. To take the irony further: the building where Guevara was born in Rosario, Argentina, a splendid early twentieth-century edifice at the corner of Urquiza and Entre Ríos Streets, was until recently occupied by the private pension fund AFJP Máxima, a child of Argentina’s privatization of social security in the 1990s.

The metamorphosis of Che Guevara into a capitalist brand is not new, but the brand has been enjoying a revival of late—an especially remarkable revival, since it comes years after the political and ideological collapse of all that Guevara represented. This windfall is owed substantially to The Motorcycle Diaries, the film produced by Robert Redford and directed by Walter Salles. (It is one of three major motion pictures on Che either made or in the process of being made in the last two years; the other two have been directed by Josh Evans and Steven Soderbergh.) Beautifully shot against landscapes that have clearly eluded the eroding effects of polluting capitalism, the film shows the young man on a voyage of self-discovery as his budding social conscience encounters social and economic exploitation—laying the ground for a New Wave re-invention of the man whom Sartre once called the most complete human being of our era.

But to be more precise, the current Che revival started in 1997, on the thirtieth anniversary of his death, when five biographies hit the bookstores, and his remains were discovered near an airstrip at Bolivia’s Vallegrande airport, after a retired Bolivian general, in a spectacularly timed revelation, disclosed the exact location. The anniversary refocused attention on Freddy Alborta’s famous photograph of Che’s corpse laid out on a table, foreshortened and dead and romantic, looking like Christ in a Mantegna painting.

It is customary for followers of a cult not to know the real life story of their hero, the historical truth. (Many Rastafarians would renounce Haile Selassie if they had any notion of who he really was.) It is not surprising that Guevara’s contemporary followers, his new post-communist admirers, also delude themselves by clinging to a myth—except the young Argentines who have come up with an expression that rhymes perfectly in Spanish: “Tengo una remera del Che y no sé por qué,” or “I have a Che T-shirt and I don’t know why.”


Consider some of the people who have recently brandished or invoked Guevara’s likeness as a beacon of justice and rebellion against the abuse of power. In Lebanon, demonstrators protesting against Syria at the grave of former prime minister Rafiq Hariri carried Che’s image. Thierry Henry, a French soccer player who plays for Arsenal, in England, showed up at a major gala organized by FIFA, the world’s soccer body, wearing a red and black Che T-shirt. In a recent review in The New York Times of George A. Romero’s Land of the Dead, Manohla Dargis noted that “the greatest shock here may be the transformation of a black zombie into a righteous revolutionary leader,” and added, “I guess Che really does live, after all.” The soccer hero Maradona showed off the emblematic Che tattoo on his right arm during a trip where he met Hugo Chávez in Venezuela. In Stavropol, in southern Russia, protesters denouncing cash payments of welfare concessions took to the central square with Che flags. In San Francisco, City Lights Books, the legendary home of beat literature, treats visitors to a section devoted to Latin America in which half the shelves are taken up by Che books. José Luis Montoya, a Mexican police officer who battles drug crime in Mexicali, wears a Che sweatband because it makes him feel stronger. At the Dheisheh refugee camp on the West Bank, Che posters adorn a wall that pays tribute to the Intifada. A Sunday magazine devoted to social life in Sydney, Australia, lists the three dream guests at a dinner party: Alvar Aalto, Richard Branson, and Che Guevara. Leung Kwok-hung, the rebel elected to Hong Kong’s Legislative Council, defies Beijing by wearing a Che T-shirt. In Brazil, Frei Betto, President Lula da Silva’s adviser in charge of the high-profile “Zero Hunger” program, says that “we should have paid less attention to Trotsky and much more to Che Guevara.” And most famously, at this year’s Academy Awards ceremony Carlos Santana and Antonio Banderas performed the theme song from The Motorcycle Diaries, and Santana showed up wearing a Che T-shirt and a crucifix. The manifestations of the new cult of Che are everywhere. Once again the myth is firing up people whose causes for the most part represent the exact opposite of what Guevara was.


No man is without some redeeming qualities. In the case of Che Guevara, those qualities may help us to measure the gulf that separates reality from myth. His honesty (well, partial honesty) meant that he left written testimony of his cruelties, including the really ugly, though not the ugliest, stuff. His courage—what Castro described as “his way, in every difficult and dangerous moment, of doing the most difficult and dangerous thing”—meant that he did not live to take full responsibility for Cuba’s hell. Myth can tell you as much about an era as truth. And so it is that thanks to Che’s own testimonials to his thoughts and his deeds, and thanks also to his premature departure, we may know exactly how deluded so many of our contemporaries are about so much.

Guevara might have been enamored of his own death, but he was much more enamored of other people’s deaths. In April 1967, speaking from experience, he summed up his homicidal idea of justice in his “Message to the Tricontinental”: “hatred as an element of struggle; unbending hatred for the enemy, which pushes a human being beyond his natural limitations, making him into an effective, violent, selective, and cold-blooded killing machine.” His earlier writings are also peppered with this rhetorical and ideological violence. Although his former girlfriend Chichina Ferreyra doubts that the original version of the diaries of his motorcycle trip contains the observation that “I feel my nostrils dilate savoring the acrid smell of gunpowder and blood of the enemy,” Guevara did share with Granado at that very young age this exclamation: “Revolution without firing a shot? You’re crazy.” At other times the young bohemian seemed unable to distinguish between the levity of death as a spectacle and the tragedy of a revolution’s victims. In a letter to his mother in 1954, written in Guatemala, where he witnessed the overthrow of the revolutionary government of Jacobo Arbenz, he wrote: “It was all a lot of fun, what with the bombs, speeches, and other distractions to break the monotony I was living in.”

Guevara’s disposition when he traveled with Castro from Mexico to Cuba aboard the Granma is captured in a phrase in a letter to his wife that he penned on January 28, 1957, not long after disembarking, which was published in her book Ernesto: A Memoir of Che Guevara in Sierra Maestra: “Here in the Cuban jungle, alive and bloodthirsty.” This mentality had been reinforced by his conviction that Arbenz had lost power because he had failed to execute his potential enemies. An earlier letter to his former girlfriend Tita Infante had observed that “if there had been some executions, the government would have maintained the capacity to return the blows.” It is hardly a surprise that during the armed struggle against Batista, and then after the triumphant entry into Havana, Guevara murdered or oversaw the executions in summary trials of scores of people—proven enemies, suspected enemies, and those who happened to be in the wrong place at the wrong time.

In January 1957, as his diary from the Sierra Maestra indicates, Guevara shot Eutimio Guerra because he suspected him of passing on information: “I ended the problem with a .32 caliber pistol, in the right side of his brain.... His belongings were now mine.” Later he shot Aristidio, a peasant who expressed the desire to leave whenever the rebels moved on. While he wondered whether this particular victim “was really guilty enough to deserve death,” he had no qualms about ordering the death of Echevarría, a brother of one of his comrades, because of unspecified crimes: “He had to pay the price.” At other times he would simulate executions without carrying them out, as a method of psychological torture.

Luis Guardia and Pedro Corzo, two researchers in Florida who are working on a documentary about Guevara, have obtained the testimony of Jaime Costa Vázquez, a former commander in the revolutionary army known as “El Catalán,” who maintains that many of the executions attributed to Ramiro Valdés, a future interior minister of Cuba, were Guevara’s direct responsibility, because Valdés was under his orders in the mountains. “If in doubt, kill him” were Che’s instructions. On the eve of victory, according to Costa, Che ordered the execution of a couple dozen people in Santa Clara, in central Cuba, where his column had gone as part of a final assault on the island. Some of them were shot in a hotel, as Marcelo Fernándes-Zayas, another former revolutionary who later became a journalist, has written—adding that among those executed, known as casquitos, were peasants who had joined the army simply to escape unemployment.


But the “cold-blooded killing machine” did not show the full extent of his rigor until, immediately after the collapse of the Batista regime, Castro put him in charge of La Cabaña prison. (Castro had a clinically good eye for picking the right person to guard the revolution against infection.) San Carlos de La Cabaña was a stone fortress used to defend Havana against English pirates in the eighteenth century; later it became a military barracks. In a manner chillingly reminiscent of Lavrenti Beria, Guevara presided during the first half of 1959 over one of the darkest periods of the revolution. José Vilasuso, a lawyer and a professor at Universidad Interamericana de Bayamón in Puerto Rico, who belonged to the body in charge of the summary judicial process at La Cabaña, told me recently that

Che was in charge of the Comisión Depuradora. The process followed the law of the Sierra: there was a military court and Che’s guidelines to us were that we should act with conviction, meaning that they were all murderers and the revolutionary way to proceed was to be implacable. My direct superior was Miguel Duque Estrada. My duty was to legalize the files before they were sent on to the Ministry. Executions took place from Monday to Friday, in the middle of the night, just after the sentence was given and automatically confirmed by the appellate body. On the most gruesome night I remember, seven men were executed.

Javier Arzuaga, the Basque chaplain who gave comfort to those sentenced to die and personally witnessed dozens of executions, spoke to me recently from his home in Puerto Rico. A former Catholic priest, now seventy-five, who describes himself as “closer to Leonardo Boff and Liberation Theology than to the former Cardinal Ratzinger,” he recalls that

there were about eight hundred prisoners in a space fit for no more than three hundred: former Batista military and police personnel, some journalists, a few businessmen and merchants. The revolutionary tribunal was made of militiamen. Che Guevara presided over the appellate court. He never overturned a sentence. I would visit those on death row at the galera de la muerte. A rumor went around that I hypnotized prisoners because many remained calm, so Che ordered that I be present at the executions. After I left in May, they executed many more, but I personally witnessed fifty-five executions. There was an American, Herman Marks, apparently a former convict. We called him “the butcher” because he enjoyed giving the order to shoot. I pleaded many times with Che on behalf of prisoners. I remember especially the case of Ariel Lima, a young boy. Che did not budge. Nor did Fidel, whom I visited. I became so traumatized that at the end of May 1959 I was ordered to leave the parish of Casa Blanca, where La Cabaña was located and where I had held Mass for three years. I went to Mexico for treatment. The day I left, Che told me we had both tried to bring one another to each other’s side and had failed. His last words were: “When we take our masks off, we will be enemies.”

How many people were killed at La Cabaña? Pedro Corzo offers a figure of some two hundred, similar to that given by Armando Lago, a retired economics professor who has compiled a list of 179 names as part of an eight-year study on executions in Cuba. Vilasuso told me that four hundred people were executed between January and the end of June in 1959 (at which point Che ceased to be in charge of La Cabaña). Secret cables sent by the American Embassy in Havana to the State Department in Washington spoke of “over 500.” According to Jorge Castañeda, one of Guevara’s biographers, a Basque Catholic sympathetic to the revolution, the late Father Iñaki de Aspiazú, spoke of seven hundred victims. Félix Rodríguez, a CIA agent who was part of the team in charge of the hunt for Guevara in Bolivia, told me that he confronted Che after his capture about “the two thousand or so” executions for which he was responsible during his lifetime. “He said they were all CIA agents and did not address the figure,” Rodríguez recalls. The higher figures may include executions that took place in the months after Che ceased to be in charge of the prison.

Which brings us back to Carlos Santana and his chic Che gear. In an open letter published in El Nuevo Herald on March 31 of this year, the great jazz musician Paquito D’Rivera castigated Santana for his costume at the Oscars, and added: “One of those Cubans [at La Cabaña] was my cousin Bebo, who was imprisoned there precisely for being a Christian. He recounts to me with infinite bitterness how he could hear from his cell in the early hours of dawn the executions, without trial or process of law, of the many who died shouting, ‘Long live Christ the King!’”


Che’s lust for power had other ways of expressing itself besides murder. The contradiction between his passion for travel—a protest of sorts against the constraints of the nation-State—and his impulse to become himself an enslaving state over others is poignant. In writing about Pedro Valdivia, the conquistador of Chile, Guevara reflected: “He belonged to that special class of men the species produces every so often, in whom a craving for limitless power is so extreme that any suffering to achieve it seems natural.” He might have been describing himself. At every stage of his adult life, his megalomania manifested itself in the predatory urge to take over other people’s lives and property, and to abolish their free will.

In 1958, after taking the city of Sancti Spiritus, Guevara unsuccessfully tried to impose a kind of sharia, regulating relations between men and women, the use of alcohol, and informal gambling—a puritanism that did not exactly characterize his own way of life. He also ordered his men to rob banks, a decision that he justified in a letter to Enrique Oltuski, a subordinate, in November of that year: “The struggling masses agree to robbing banks because none of them has a penny in them.” This idea of revolution as a license to re-allocate property as he saw fit led the Marxist Puritan to take over the mansion of an emigrant after the triumph of the revolution.

The urge to dispossess others of their property and to claim ownership of others’ territory was central to Guevara’s politics of raw power. In his memoirs, the Egyptian leader Gamal Abdel Nasser records that Guevara asked him how many people had left his country because of land reform. When Nasser replied that no one had left, Che countered in anger that the way to measure the depth of change is by the number of people “who feel there is no place for them in the new society.” This predatory instinct reached a pinnacle in 1965, when he started talking, God-like, about the “New Man” that he and his revolution would create.

Che’s obsession with collectivist control led him to collaborate on the formation of the security apparatus that was set up to subjugate six and a half million Cubans. In early 1959, a series of secret meetings took place in Tarará, near Havana, at the mansion to which Che temporarily withdrew to recover from an illness. That is where the top leaders, including Castro, designed the Cuban police state. Ramiro Valdés, Che’s subordinate during the guerrilla war, was put in charge of G-2, a body modeled on the Cheka. Angel Ciutah, a veteran of the Spanish Civil War sent by the Soviets who had been very close to Ramón Mercader, Trotsky’s assassin, and later befriended Che, played a key role in organizing the system, together with Luis Alberto Lavandeira, who had served the boss at La Cabaña. Guevara himself took charge of G-6, the body tasked with the ideological indoctrination of the armed forces. The U.S.-backed Bay of Pigs invasion in April 1961 became the perfect occasion to consolidate the new police state, with the rounding up of tens of thousands of Cubans and a new series of executions. As Guevara himself told the Soviet ambassador Sergei Kudriavtsev, counterrevolutionaries were never “to raise their head again.”


“Counterrevolutionary” is the term that was applied to anyone who departed from dogma. It was the communist synonym for “heretic.” Concentration camps were one form in which dogmatic power was employed to suppress dissent. History attributes to the Spanish general Valeriano Weyler, the captain-general of Cuba at the end of the nineteenth century, the first use of the word “concentration” to describe the policy of surrounding masses of potential opponents—in his case, supporters of the Cuban independence movement—with barbed wire and fences. How fitting that Cuba’s revolutionaries more than half a century later were to take up this indigenous tradition. In the beginning, the revolution mobilized volunteers to build schools and to work in ports, plantations, and factories—all exquisite photo-ops for Che the stevedore, Che the cane-cutter, Che the clothmaker. It was not long before volunteer work became a little less voluntary: the first forced labor camp, Guanahacabibes, was set up in western Cuba at the end of 1960. This is how Che explained the function performed by this method of confinement: “[We] only send to Guanahacabibes those doubtful cases where we are not sure people should go to jail ... people who have committed crimes against revolutionary morals, to a lesser or greater degree.... It is hard labor, not brute labor, rather the working conditions there are hard.”

This camp was the precursor to the eventual systematic confinement, starting in 1965 in the province of Camagüey, of dissidents, homosexuals, AIDS victims, Catholics, Jehovah’s Witnesses, Afro-Cuban priests, and other such scum, under the banner of Unidades Militares de Ayuda a la Producción, or Military Units to Help Production. Herded into buses and trucks, the “unfit” would be transported at gunpoint into concentration camps organized on the Guanahacabibes mold. Some would never return; others would be raped, beaten, or mutilated; and most would be traumatized for life, as Néstor Almendros’s wrenching documentary Improper Conduct showed the world a couple of decades ago.


So Time magazine may have been less than accurate in August 1960 when it described the revolution’s division of labor with a cover story featuring Che Guevara as the “brain” and Fidel Castro as the “heart” and Raúl Castro as the “fist.” But the perception reflected Guevara’s crucial role in turning Cuba into a bastion of totalitarianism. Che was a somewhat unlikely candidate for ideological purity, given his bohemian spirit, but during the years of training in Mexico and in the ensuing period of armed struggle in Cuba he emerged as the communist ideologue infatuated with the Soviet Union, much to the discomfort of Castro and others who were essentially opportunists using whatever means were necessary to gain power. When the would-be revolutionaries were arrested in Mexico in 1956, Guevara was the only one who admitted that he was a communist and was studying Russian. (He spoke openly about his relationship with Nikolai Leonov from the Soviet Embassy.) During the armed struggle in Cuba, he forged a strong alliance with the Popular Socialist Party (the island’s Communist Party) and with Carlos Rafael Rodríguez, a key player in the conversion of Castro’s regime to communism.

This fanatical disposition made Che into a linchpin of the “Sovietization” of the revolution that had repeatedly boasted about its independent character. Very soon after the barbudos came to power, Guevara took part in negotiations with Anastas Mikoyan, the Soviet deputy prime minister, who visited Cuba. He was entrusted with the mission of furthering Soviet-Cuban negotiations during a visit to Moscow in late 1960. (It was part of a long trip in which Kim Il Sung’s North Korea was the country that impressed him “the most.”) Guevara’s second trip to Russia, in August 1962, was even more significant, because it sealed the deal to turn Cuba into a Soviet nuclear beachhead. He met Khrushchev in Yalta to finalize details on an operation that had already begun and involved the introduction of forty-two Soviet missiles, half of which were armed with nuclear warheads, as well as launchers and some forty-two thousand soldiers. After pressing his Soviet allies on the danger that the United States might find out what was happening, Guevara obtained assurances that the Soviet navy would intervene—in other words, that Moscow was ready to go to war.

According to Philippe Gavi’s biography of Guevara, the revolutionary had bragged that “this country is willing to risk everything in an atomic war of unimaginable destructiveness to defend a principle.” Just after the Cuban missile crisis ended—with Khrushchev reneging on the promise made in Yalta and negotiating a deal with the United States behind Castro’s back that included the removal of American missiles from Turkey—Guevara told a British communist daily: “If the rockets had remained, we would have used them all and directed them against the very heart of the United States, including New York, in our defense against aggression.” And a couple of years later, at the United Nations, he was true to form: “As Marxists we have maintained that peaceful coexistence among nations does not include coexistence between exploiters and the exploited.”

Guevara distanced himself from the Soviet Union in the last years of his life. He did so for the wrong reasons, blaming Moscow for being too soft ideologically and diplomatically, for making too many concessions—unlike Maoist China, which he came to see as a haven of orthodoxy. In October 1964, a memo written by Oleg Daroussenkov, a Soviet official close to him, quotes Guevara as saying: “We asked the Czechoslovaks for arms; they turned us down. Then we asked the Chinese; they said yes in a few days, and did not even charge us, stating that one does not sell arms to a friend.” In fact, Guevara resented the fact that Moscow was asking other members of the communist bloc, including Cuba, for something in return for its colossal aid and political support. His final attack on Moscow came in Algiers, in February 1965, at an international conference, where he accused the Soviets of adopting the “law of value,” that is, capitalism. His break with the Soviets, in sum, was not a cry for independence. It was an Enver Hoxha–like howl for the total subordination of reality to blind ideological orthodoxy.


The great revolutionary had a chance to put into practice his economic vision—his idea of social justice—as head of the National Bank of Cuba and of the Department of Industry of the National Institute of Agrarian Reform at the end of 1959, and, starting in early 1961, as minister of industry. The period in which Guevara was in charge of most of the Cuban economy saw the near-collapse of sugar production, the failure of industrialization, and the introduction of rationing—all this in what had been one of Latin America’s four most economically successful countries since before the Batista dictatorship.

His stint as head of the National Bank, during which he printed bills signed “Che,” has been summarized by his deputy, Ernesto Betancourt: “[He] was ignorant of the most elementary economic principles.” Guevara’s powers of perception regarding the world economy were famously expressed in 1961, at a hemispheric conference in Uruguay, where he predicted a 10 percent rate of growth for Cuba “without the slightest fear,” and, by 1980, a per capita income greater than that of “the U.S. today.” In fact, by 1997, the thirtieth anniversary of his death, Cubans were dieting on a ration of five pounds of rice and one pound of beans per month; four ounces of meat twice a year; four ounces of soybean paste per week; and four eggs per month.

Land reform took land away from the rich, but gave it to the bureaucrats, not to the peasants. (The decree was written in Che’s house.) In the name of diversification, the cultivated area was reduced and manpower distracted toward other activities. The result was that between 1961 and 1963, the harvest was down by half, to a mere 3.8 million metric tons. Was this sacrifice justified by progress in Cuban industrialization? Unfortunately, Cuba had no raw materials for heavy industry, and, as a consequence of the revolutionary redistribution, it had no hard currency with which to buy them—or even basic goods. By 1961, Guevara was having to give embarrassing explanations to the workers at the office: “Our technical comrades at the companies have made a toothpaste ... which is as good as the previous one; it cleans just the same, though after a while it turns to stone.” By 1963, all hopes of industrializing Cuba were abandoned, and the revolution accepted its role as a colonial provider of sugar to the Soviet bloc in exchange for oil to cover its needs and to re-sell to other countries. For the next three decades, Cuba would survive on a Soviet subsidy of somewhere between $65 billion and $100 billion.


Having failed as a hero of social justice, does Guevara deserve a place in the history books as a genius of guerrilla warfare? His greatest military achievement in the fight against Batista—taking the city of Santa Clara after ambushing a train with heavy reinforcements—is seriously disputed. Numerous testimonies indicate that the commander of the train surrendered in advance, perhaps after taking bribes. (Gutiérrez Menoyo, who led a different guerrilla group in that area, is among those who have decried Cuba’s official account of Guevara’s victory.) Immediately after the triumph of the revolution, Guevara organized guerrilla armies in Nicaragua, the Dominican Republic, Panama, and Haiti—all of which were crushed. In 1964, he sent the Argentine revolutionary Jorge Ricardo Masetti to his death by persuading him to mount an attack on his native country from Bolivia, just after representative democracy had been restored to Argentina.

Particularly disastrous was the Congo expedition in 1965. Guevara sided with two rebels—Pierre Mulele in the west and Laurent Kabila in the east—against the ugly Congolese government, which was sustained by the United States as well as by South African and exiled Cuban mercenaries. Mulele had taken over Stanleyville earlier before being driven back. During his reign of terror, as V.S. Naipaul has written, he murdered all the people who could read and all those who wore a tie. As for Guevara’s other ally, Laurent Kabila, he was merely lazy and corrupt at the time; but the world would find out in the 1990s that he, too, was a killing machine. In any event, Guevara spent most of 1965 helping the rebels in the east before fleeing the country ignominiously. Soon afterward, Mobutu came to power and installed a decades-long tyranny. (In Latin American countries too, from Argentina to Peru, Che-inspired revolutions had the practical result of reinforcing brutal militarism for many years.)

In Bolivia, Che was defeated again, and for the last time. He misread the local situation. There had been an agrarian reform years before; the government had respected many of the peasant communities’ institutions; and the army was close to the United States despite its nationalism. “The peasant masses don’t help us at all” was Guevara’s melancholy conclusion in his Bolivian diary. Even worse, Mario Monje, the local communist leader, who had no stomach for guerrilla warfare after having been humiliated at the elections, led Guevara to a vulnerable location in the southeast of the country. The circumstances of Che’s capture at Yuro ravine, soon after meeting the French intellectual Régis Debray and the Argentine painter Ciro Bustos, both of whom were arrested as they left the camp, was, like most of the Bolivian expedition, an amateur’s affair.

Guevara was certainly bold and courageous, and quick at organizing life on a military basis in the territories under his control, but he was no General Giap. His book Guerrilla Warfare teaches that popular forces can beat an army, that it is not necessary to wait for the right conditions because an insurrectional foco (or small group of revolutionaries) can bring them about, and that the fight must primarily take place in the countryside. (In his prescription for guerrilla warfare, he also reserves for women the roles of cooks and nurses.) However, Batista’s army was not an army, but a corrupt bunch of thugs with no motivation and not much organization; and guerrilla focos, with the exception of Nicaragua, all ended up in ashes for the foquistas; and Latin America has turned 70 percent urban in these last four decades. In this regard, too, Che Guevara was a callous fool.


In the last few decades of the nineteenth century, Argentina had the second-highest growth rate in the world. By the 1890s, the real income of Argentine workers was greater than that of Swiss, German, and French workers. By 1928, that country had the twelfth-highest per capita GDP in the world. That achievement, which later generations would ruin, was in large measure due to Juan Bautista Alberdi.

Like Guevara, Alberdi liked to travel: he walked through the pampas and deserts from north to south at the age of fourteen, all the way to Buenos Aires. Like Guevara, Alberdi opposed a tyrant, Juan Manuel Rosas. Like Guevara, Alberdi got a chance to influence a revolutionary leader in power—Justo José de Urquiza, who toppled Rosas in 1852. And like Guevara, Alberdi represented the new government on world tours, and died abroad. But unlike the old and new darling of the left, Alberdi never killed a fly. His book, Bases y puntos de partida para la organización de la República Argentina, was the foundation of the Constitution of 1853 that limited government, opened trade, encouraged immigration, and secured property rights, thereby inaugurating a seventy-year period of astonishing prosperity. He did not meddle in the affairs of other nations, opposing his country’s war against Paraguay. His likeness does not adorn Mike Tyson’s abdomen.

http://www.independent.org/newsroom/article.asp?id=1535