sábado, 5 de septiembre de 2009

Los abducidos


05.09.2009

J. M. RUIZ SOROA

El Correo




El hecho de que el terrorismo vasco independentista haya cumplido medio siglo de existencia requiere un análisis de sus consecuencias un poco más profundo de ése, tan habitual por cierto, que se limita a constatar que ETA no ha conseguido sus objetivos durante ese tiempo y que, con toda probabilidad, tampoco los conseguirá ya en el futuro. En efecto, el análisis de un acto social intencional no puede limitarse a comparar las realizaciones efectivas que consigue con sus objetivos manifiestos para, una vez constatado el fracaso total en su logro, terminar por considerarlo como un hecho no significativo. Es preciso, por el contrario, analizar qué efectos ha producido ese acto (en realidad, ese proceso) en la realidad histórica en que ha operado. Sus efectos transintencionales. Que el cumplimiento de los objetivos de ETA sea imposible a estas alturas, no significa en absoluto que ETA no haya producido modificaciones de importancia en el discurrir de la política vasca y española. Hasta tal punto ha sido así, que puede afirmarse con razonable seguridad que para el País Vasco el fenómeno políticamente más rico en consecuencias de los últimos cuarenta años es precisamente ETA.

Ensayen por un momento un experimento mental contrafáctico, el de la 'no-ETA': intenten imaginar un final de la dictadura, una transición y una evolución democrática posterior en la que ETA no hubiera existido en ningún momento. Cuesta hacerlo porque son muchas las variables adicionales en juego, pero creo que puede razonablemente hipotizarse que, sin ETA, el nacionalismo vasco no habría tenido el balón de oxígeno necesario para conectar con las nuevas generaciones en los años setenta y habría desempeñado un papel político mucho menos importante. Sin ETA, el régimen democrático incipiente no habría percibido como una urgencia sangrante el problema de las nacionalidades, sino que probablemente la puesta en marcha del sistema autonómico se habría sometido a un proceso de reflexión racionalizadora de mayor intensidad. Sin ETA, la izquierda se habría reagrupado mayoritariamente en el País Vasco en torno a la socialdemocracia, como en cualquier país de nuestro entorno. Sin ETA, el centro derecha españolista habría podido constituirse y actuar normalmente en Euskadi ya desde la transición, incorporando su visión particular de lo vasco a la construcción del imaginario simbólico colectivo. Sin ETA, para terminar con esta apresurada enumeración, la política de los gobiernos nacionales no habría estado marcada por ese peculiar sentimiento de culpa difusa ante lo vasco que la convirtió en acomplejada y apaciguadora.

Pero de todas las consecuencias políticas que la existencia de ETA ha generado la que me interesa resaltar ahora es la que se refiere a la evolución del pensamiento y la práctica política de izquierdas en nuestra sociedad vasca. Me refiero al enganche germinal del fenómeno terrorista con el revolucionarismo de izquierda, una conexión que en muchas ocasiones tiende a ser ignorada como factor significativo por quienes consideran a ETA sólo y únicamente como la manifestación etnoterrorista, por los que se contentan con subrayar la pobrísima simpleza analítica que exhiben los actores directos de la violencia. Con ser ello cierto, no lo es menos que la pervivencia del apoyo al terrorismo en un sector, numéricamente importante e intelectualmente muy activo de la sociedad vasca tiene muchísimo que ver con la conexión ideológica revolucionaria. El profesor Bullain ha analizado ampliamente cómo el MLNV es un «movimiento salvífico de liberación nacional, pero también es un movimiento revolucionario».

El origen de ETA no puede comprenderse si se desvincula del ambiente intelectual que vivía (y lo vivía con la intensidad que dan la juventud y la represión) un importante sector de la izquierda en los años sesenta. Eran tiempos en que el sistema político existente era denunciado como radicalmente injusto, alienante y embrutecedor por una cierta intelectualidad europea que, además (y esto es lo importante), predicaba la posibilidad histórica de una cesura radical con ese sistema. Posibilidad que pasaba por una ruptura a través de la violencia. La práctica política de la socialdemocracia alemana o del socialismo británico, defensores de una corrección progresiva del sistema capitalista mediante la práctica democrática, era percibida como una vergonzante rendición intelectual y moral a este sistema. El sistema 'debía' y, lo que es más importante, 'podía' efectivamente ser destruido. Lo que hacía falta era encontrar la llave para la revolución y, en esa búsqueda, la violencia terrorista contra los que se consideraban como los engranajes represivos del sistema aparecía como necesaria. El ejemplo de los movimientos de descolonización de tantos países africanos y asiáticos no hacía sino prestigiar adicionalmente la vía violenta. En definitiva, gran parte de la izquierda europea vivía atrapada en un ideario milenarista de cambio revolucionario que incluía la necesidad de la violencia.

El destino de ese pensamiento en el resto de Europa es conocido: se convirtió en algo marginal e inocuo una vez pasado el fervor de los setenta. Pero aquí es donde entra en juego la diferencia vasca: entre nosotros existió realmente una práctica violenta dotada de una considerable comprensión y justificación social, derivadas tanto de su nacionalismo como de su antifranquismo. Por ello, durante los años setenta a la izquierda intelectualmente revolucionaria le pareció que realmente aquí existía algo así como un movimiento popular revolucionario, creyó que entre nosotros se daba la posibilidad efectiva de una cesura en la Historia. Cierto que ese movimiento estaba lastrado por la ideología nacionalista, carente de sentido para la izquierda, pero la teoría del uso estratégico de las contradicciones permitía superar ese pequeño defecto: si la lucha armada contra el sistema capitalista había adoptado entre nosotros el ropaje nacionalista ello se debía a que apuntaba a la contradicción inmediata, pero desarrollándola se podía llegar a la contradicción estructural. La revolución era posible, por mucho que fuera por la vía tortuosa de un movimiento impregnado de nacionalismo. La práctica de la violencia de ruptura era lo relevante.

De esta manera se produjo en Euskadi una especie de 'abducción política' de un sector significativo de la izquierda por la imagen de la lucha armada, considerada como vía hacia la revolución y destrucción del sistema capitalista. Una abducción cuyas consecuencias no han terminado todavía. Puesto que, en efecto, por mucho que el paso del tiempo y la maduración personal de esos intelectuales, unida a la crueldad obscena del terrorismo, hayan hecho a muchos replantearse su apoyo intelectual a la violencia, quienes han permanecido durante años encapsulados en un izquierdismo que consideraba el sistema socioeconómico como algo perverso del que podía salirse por medios salvíficos han quedado perdurablemente marcados por esa larga estancia. ETA no despierta ya ilusión alguna entre ellos, pero es ETA la que les ha mantenido al margen de la evolución normal de la izquierda hacia la progresiva asunción de los fundamentos liberales de la democracia. Es la existencia de ETA la que les ha mantenido impermeables a la evolución intelectual del pensamiento crítico, fieles a un planteamiento leninista antiguo y superado en cualquier otro país europeo.

No se olvide que este encapsulamiento ha afectado precisamente a un conjunto de personas políticamente muy activas e intelectualmente dotadas, una parte muy importante de la 'intelligentsia' vasca, con una elevada capacidad de creación de opinión sobre su entorno inmediato, unas personas que normalmente actúan como referentes para círculos más amplios, políticos, familiares o sociales. De forma que la pervivencia del mito de la violencia revolucionaria no solamente la ha mantenido a ella al margen de la política democrática normal (empobreciendo a ésta, sin lugar a dudas), sino que además ha operado como un dique para que la sociedad vasca en su conjunto fuera haciendo suyas, al salir de la dictadura, las ideas humanistas heredadas de la Ilustración, el liberalismo y el constitucionalismo. Su indudable capacidad para crear opinión ha colaborado para mantener vigentes en la sociedad vasca borrosas posturas hipercríticas del sistema político y social realmente existente (tildado negativamente de 'democracia formal' o 'representativa'), manteniendo en cambio la vitola de valiosos para proyectos lamentables que nadie aceptaría realmente experimentar en su persona (Albania, luego Cuba, ahora Chávez, las democracias 'presentivas' o 'reales'). Esta izquierda abducida es la que suministra a la sociedad vasca tópicos no tanto críticos como directamente utópicos. En lugar de tomar la práctica democrática como una fatigosa pero eficaz vía de mejora de la sociedad, se predica a ésta un redentorismo mezclado de revolución y valores absolutos. Se le sugiere el desprecio por la política cotidiana apelando a los valores absolutos que conserva esta izquierda como referentes totémicos: 'justicia', 'libertad', 'pueblo', 'revolución', 'voluntad'.

No es fácil, salvo que acudamos a sociedades poscomunistas, encontrar en Europa un país en el que un tan alto número de personas situadas en posiciones de influencia intelectual mantengan un discurso de salvación situado al margen de la práctica democrática. No es fácil encontrar una sociedad en que sigan mediáticamente tan vigentes una serie de mitos, utopías y absolutos políticos tal que los que se manejan en Euskadi como moneda discursiva habitual. No parece sino que nuestra sociedad ha salido del redentorismo católico tradicional para quedarse en parte empantanada en otro mesianismo de izquierda revolucionaria mezclada de liberación nacional. Y la causa indirecta de ello ha sido ETA.

Para el autor, la existencia de ETA ha tenido una directa influencia en la evolución de la izquierda política vasca. «No es fácil, salvo que acudamos a sociedades poscomunistas, encontrar en Europa un país en el que un tan alto número de personas situadas en posiciones de influencia intelectual mantengan un discurso de salvación situado al margen de la práctica democrática»


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/prensa/20090905/opinion/abducidos-20090905.html

viernes, 4 de septiembre de 2009

«El fanatismo y la locura de Hitler decidieron la victoria de los aliados»

4.9.2009

ANA ROMERO/ Londres

El Mundo




ANDREW ROBERTS

Historiador británico. Autor de ‘Masters and Commanders’ Tiene 46 años, ha escrito una decena de libros y es todo un personaje. Dice que su amor por la Historia se lo debe a un maestro que tuvo a los nueve años en su internado. El profesor en cuestión, de nombre Christopher Perry, «actuaba e interpretaba a los protagonistas de la Historia. Se ponía de pie encima de la mesa e imitaba a Napoleón. Era una manera magnífica de enseñar. Muy imaginativa, emocionante, llena de inspiración». Imaginativo y emocionante es sin duda su libro Masters and Commanders, publicado el año pasado. Trata de la relación de los dos líderes políticos- Winston Churchill y Franklin Delano Roosevelt– y los dos militares –George Marshall por la parte americana y el británico Alan Brooke– que urdieron la derrota sobre los alemanes. Es un libro que se lee como una novela. Pero antes de quedar atrapado en las redes de la Historia –«una fuente constante de placer »–, dedicó dos años a la banca de inversiones. «Me di cuenta enseguida de que estaba funcionalmente incapacitado para interpretar cuentas de resultados y por tanto para ser banquero». Con la II Guerra Mundial se topó de casualidad. Un amigo suyo, un agente literario, le pidió que escribiera sobre Lord Halifax, ministro de Asuntos Exteriores con Churchill (1938-1940).

La elegante casa de Andrew Roberts en una de las zonas más exclusivas de Londres está abarrotada de Historia. Aquí hay un mapa, allí una condecoración, más allá una carta de Georgette Weiner, amante de Wellington y de Napoleón. Todo regado con fotos dedicadas de Ronald Reagan, George W. Bush y Margaret Thatcher (varias). Y entre libros y más libros, numerosos souvenirs de Winston Churchill. El reputado historiador es un hombre lleno de vida y de sentido del humor. Se disculpa por ir en pantalones vaqueros y desaparece para volver al poco con unos discretos chinos. Justo el día de esta entrevista ha salido a la calle Storm of War. A new history of the Second World War, de 700 páginas, y que ya es el primer best seller de Amazon, explica un exultante Roberts. El próximo, sobre Napoleón.

Pregunta.– ¿Una nueva historia de la guerra? ¿Qué más se puede agregar?

Respuesta.– Es una historia comprensiva desde la invasión de Polonia hasta la rendición de Japón. El libro analiza por qué los alemanes no ganaron si podían haberlo hecho. Se fija en el proceso de decisión alemán, específicamente en la relación de Hitler con sus generales. El argumento es que los alemanes perdieron porque Hitler antepuso continuamente los factores ideológicos a los estratégicos. Se dejó guiar siempre por presiones fanáticas. Anteponer la ideología a su propio interés en la Guerra Mundial resultó una locura.

P.– Déme un ejemplo de decisión motivada por la locura.

R.– Cuando invadió Rusia en 1941. Tuvo que haberse buscado la complicidad de los elementos antibolcheviques, como los nacionalistas ucranianos. Pero como era nazi, no podía hacerlo, y trataba a todos los eslavos como Untermenschen (seres inferiores). Los ucranianos habrían luchado contra los rusos, a los que odiaban por las hambrunas de los 30. Otro ejemplo es el Holocausto. Entre 1939 y 1944, la industria alemana perdió a 10 millones de trabajadores. Justo cuando necesitaban a gente bien preparada para construir el Tercer Reich estaban matando a seis millones de judíos. Una estupidez, si lo que pretendían era ganar la guerra. Si querían matar a los judíos, tenían que haberlo hecho después de ganar.

P.– Así que fueron las decisiones de Hitler y de Stalin, y no las de los protagonistas de Masters and Commanders (su último libro), las que determinaron la victoria.

R.– Sí, porque de cada cinco alemanes muertos en acción, cuatro lo hicieron en el frente del Este. Las decisiones de los aliados tuvieron consecuencias en el Oeste. También ayudaron mucho a Rusia pagando entre el cinco y el 10% de su material de guerra. O bombardeando Alemania extensamente, lo que hizo que el 70% de la Luftwaffe no pudiera ser usada contra los rusos.

P.– ¿Por eso se trataron con guante blanco los excesos del Ejército Rojo?

R.– El Ejército Rojo violó a dos millones de mujeres alemanas en 1945 y ninguno de los aliados quiso mencionarlo. Cuando Anthony Beevor lo escribió, fue denunciado por el embajador ruso en Londres. Es verdad que el Ejército Rojo fue fabulosamente valiente en su lucha contra el nazismo, pero también es cierto que para imponer el terror violó sistemáticamente. No se trata de criticar a los rusos, es un simple hecho histórico. El nuevo nacionalismo ruso, espoleado por Putin y por Medvedev, está intentando ocultar la verdad cerrando archivos y webs, e imponiendo lo que se enseña sobre la Guerra y sobre Stalin.

P.– ¿Qué diferencia de liderazgo había entre Stalin yHitler?

R.– Aunque Stalin era un autócrata, escuchaba a sus mariscales. Inmediatamente después de la invasión nazi, el 22 de junio de 1941, le dio una especie de ataque de nervios. Pensó que lo iban a deponer y durante unos 10 días se fue a su dacha, incapaz de tomar una decisión. Sólo consiguió sobreponerse cuando el Politburó fue a buscarlo y le pidió que liderara la guerra. Después, escuchó a sus generales del mismo modo que lo hicieron los Masters y Commanders (los líderes políticos y militares aliados occidentales). Todo lo contrario que Hitler, que se encerró en Prusia, lejos del frente, y no escuchó a nadie.

P.– ¿En qué radica la grandeza de un líder?

R.– Cada uno de los Masters and Commanders estaba convencido de que conocía la estrategia adecuada para ganar la guerra. Creían que eran capaces de salirse del problema y observarlo desde fuera de manera objetiva. Eso por un lado. Luego, eran capaces de influir al resto. También estaba el hecho de que los dos políticos eran dos de los mejores oradores del siglo XX. Finalmente, aparte de saber trabajar entre ellos, estos cuatro grandes hombres supieron dar la impresión desde el principio de que iban a ganar. No hay forma humana de que Churchill hubiera sabido en 1940 o 1941 que Gran Bretaña iba a derrotar a Alemania. Y sabemos, por lo que les dijo a su secretario privado y a su mujer, que tenía dudas tremendas. Sin embargo, en público, y ante su staff o la Cámara de los Comunes, mostró absoluta confianza en la victoria final. Es la quintaesencia del liderazgo. Lo mismo hizo sir Alan Brooke, quien escribió en su diario el día antes de la invasión que el Día D podía ser la derrota más desastrosa de la guerra.

P.– ¿Fue Churchill el político más grande del siglo XX?

R.– Roosevelt consiguió más. Cuando terminó la guerra, América era el país en la posición más poderosa. Roosevelt impuso su visión del mundo de la posguerra. Los sueños de Churchill para el futuro no se impusieron. Era aún un imperialista en 1945. Pero sólo nos quedamos en la India dos años más.

P.– ¿Churchill fue el más carismático?

R.– Sí, pero el carisma es una construcción artificial. Por ejemplo, Adolf Hitler, un hombre que creó su inmenso carisma gracias a los rallies [mítines] de Albert Speer, las películas de Leni Riefenstahl y los discursos radiofónicos de Goebbels. Yo no creo que el carisma sea necesariamente una cosa buena, puede usarse también para el mal.

P.– ¿Qué tenía Churchill que le faltara a Roosevelt?

R.– Un magnífico sentido del humor. Era también un maravilloso escritor, incapaz de escribir una frase gris y con talento para cambiar el sentir de una audiencia en cuestión de momentos. En un minuto podía pasar de estar enfadado, de crear una enorme tensión, a hacer reír a la gente. Y luego estaba su capacidad para trabajar a una edad en la que la mayoría de nosotros nos retiramos. No fue primer ministro hasta los 65. Vivió hasta los 90 años, aunque fumaba y bebía. Preparaba sus discursos con total minuciosidad. Se dice que trabajaba tantas horas como minutos durara el discurso. Practicando, sopesando cada palabra, leyéndolo delante del espejo, caminando con él.

P.– ¿Se alargó la guerra debido a las dudas que Churchill albergaba acerca del Día D?

R.– La invasión de Francia tuvo lugar casi dos años después de lo que hubieran querido los americanos, pero Churchill estaba convencido, y yo creo que tenía razón, de que si se hubiese producido antes, habría acabado en derrota. Desde luego, habría alargado la guerra. Incluso en junio de 1944 fue muy arriesgada.

P.– ¿Quiénes serían los Masters y los Commanders de hoy?

R.– [Grandes risas] A diferencia de Churchill y Roosevelt, los políticos actuales son incapaces de nombrar a personas que no les van a dar la razón en todo. Churchill y Roosevelt eligieron a Brooke y a Marshall aún sabiendo que éstos eran hombres que les iban a decir exactamente lo que pensaban y se enfrentarían a ellos. Alan Brooke solía sentarse aquí en Londres en el Cabinet War Room rompiendo lápices y diciendo: «No, señor primer ministro, no estoy de acuerdo con usted». ¿Se imagina que eso ocurriera ahora? ¿Un asesor rompiendo un lápiz de pura furia frente a un presidente?

P.– ¿Por qué nuestros políticos no actúan así?

R.– Porque quieren salirse con la suya en cada momento. Por eso nombran a personas que sólo saben decir que sí, con caracteres más débiles. Creo que Churchill lo hizo de otra manera porque en 1915 él fue responsable de la crisis de los Dardanelos que terminó en el desastre de Gallipoli. Fue el único momento de su vida en el que consideró la posibilidad de suicidarse. Su carrera se destruyó de la noche a la mañana. Nunca quiso ser acusado de haber hecho lo mismo durante la II Guerra Mundial ignorar la opinión de los jefes militares.

P.– ¿Abusó Bush de las comparaciones entre la II Guerra Mundial y la Guerra de Irak?

R.– No es difícil establecer paralelismos entre Sadam Husein y Hitler. Sadam usó gas contra sus enemigos políticos y raciales e invadió Kuwait, como hizo Hitler con países vecinos. Torturó a su propia gente y sí, era un dictador fascista. Creo que es razonable que Bush los comparara, porque los dictadores fascistas se parecen entre sí. Claro que la mayor diferencia es que al final Sadam no tenía armas de destrucción masiva.

P.– ¿Hubo menos preparación para las guerras de Irak y Afganistán? Tras ocho años, en Afganistán no se vislumbra el final.

R.– En 1939 no estábamos preparados. No teníamos tanques ni aviones. Parece que estamos cometiendo ese mismo error ahora. Nuestro gasto en defensa es reducidísimo. Nuestra Armada y nuestro Ejército son los más pequeños desde las guerras napoleónicas. Y, sin embargo, estamos metidos en una gran guerra en Afganistán. Es sorprendente que se pueda creer en la posibilidad de una defensa buena y barata. Eso es lo que hace Gordon Brown. Durante los 12 años en que fue ministro de Economía, se dedicó a rebajar el gasto militar. Como consecuencia de esa política, la falta de helicópteros y de carros de combate apropiados está conduciendo a muertes innecesarias en Afganistán.

P.– En Gran Bretaña es uno de los principales temas de debate.

R.– Es monstruoso. Un auténtico desastre. Una tragedia. Hay jefes militares que están empezando a hablar públicamente contra el Gobierno, lo cual no había ocurrido jamás y es casi anticonstitucional. Los soldados están anteponiendo sus camaradas muertos a sus deberes constitucionales. Y hacen bien.

P.– ¿Cómo es ahora la relación especial entre Londres y Washington?

R.– Obama carece de lazos emocionales con Gran Bretaña. Es más, nos acusa de haber torturado a su abuelo, que luchó en los 50 con los Mau-Mau en Kenia durante el Gobierno de Churchill. Una de las primeras cosas que hizo fue quitar el busto de Churchill del Despacho Oval. Pero esto es una anécdota. Lo importante es que no estamos gastando lo suficiente en defensa como para que él quiera tener una relación especial con nosotros. Nos estamos comportando como cualquier país de la UE, que no están muy interesados en defensa.

P.– Aún así, ¿cambiará la relación con David Cameron?

R.– Sí, funcionarán muy bien. Son jóvenes, son cool, se gustaron cuando se encontraron. ¡Cameron le regaló a Obama mi libro de Masters and Commanders! Cameron será primer ministro el próximo mes de mayo, así que tendrá dos años y medio, o quizá seis años y medio, para trabajar con Obama. Ambos tienen mujeres cool, ¡lo cual ayuda!

P.– ¿Tendrán que enfrentarse a una situación parecida a la de la II Guerra Mundial?

R.– Sin duda. Hay un enemigo ahí fuera que, si tuviera la oportunidad, haría explotar una bomba nuclear en Washington o en Londres. Se llama Al Qaeda, son los yihadistas globales. Pero es una guerra muy diferente. Entonces podías invadir y ocupar Alemania. Ésta es más complicada.

P.– ¿Serán tan buenos líderes?

R.– Sí, creo que sí. Siempre y cuando Obama reconozca la importancia de la guerra en Afganistán. Creo que sí, porque ha ordenado un surge (impulso) de 17.000 hombres. Aprendió la lección del éxito de Bush en Irak.

P.– No creo que a Obama le guste ser comparado con Bush.

R.– Sí [Risas]. Pero eso es exactamente lo que ha hecho.

«La ideología puede ser tan poderosa que ignore que en Rusia hace frío» Roberts recurre a Kaputt, de Curzio Malaparte. El periodista está sentado en un café en Varsovia, desde donde ve pasar a las tropas alemanas a su regreso de Rusia. Roberts pide disculpas por lo que va a leer: «De repente, me asalta el horror de comprobar que no tienen párpados. Son miles y miles los que han perdido sus narices, sus orejas, sus dedos y sus órganos sexuales, todos devastados por el frío. A todos les espera la locura». Lo que más llama la atención a Roberts «es que la Wehrmacht fuera a Rusia, el país más frío del mundo, sin abrigos. Goebbels tuvo que pedir a la población que mandara abrigos. Aún me cuesta digerir que la ideología pueda ser tan poderosa que ignore la primera lección de geografía


«El nacionalismo de Putin intenta ocultar que violaron a dos millones de alemanas»

«Roosevelt impuso su visión del mundo; Churchill aún era un imperialista en 1945»

«Los políticos de hoy no nombrarían a nadie que no les diera la razón en todo»

«Bush comparó a Sadam y a Hitler... Los dictadores fascistas se parecen entre sí»

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Una oportunidad en Afganistán

02.09.09

JUANJO SÁNCHEZ ARRESEIGOR HISTORIADOR, ESPECIALISTA EN EL MUNDO ÁRABE

El Correo


Continúa con lentitud exasperante el recuento de los votos en Afganistán. Por el momento parece que Karzai no va a conseguir la mayoría absoluta, lo que haría necesaria una segunda vuelta. La reelección de Karzai será una mala noticia para Afganistán.

Uno de los mejores amigos del presidente afgano es Ahmed Rashid, el aclamado autor de 'Los talibanes', un texto indispensable para todos los interesados en la crisis afgana. Al inicio de su más reciente obra, 'Descenso al caos', Rashid traza un halagüeño retrato de su amigo, al que describe como un gran patriota, valiente, culto y honesto. Sin embargo, a medida que avanzamos en la lectura del texto, Rashid no puede ni intenta evitar describir las lacras y los errores del presidente afgano. En pocas palabras, el verdadero problema no es que Karzai gobierne mal, sino que sencillamente no gobierna.

Pese a las acusaciones casi rituales de cierta supuesta izquierda de pacotilla, Karzai no es un títere del perverso imperialismo norteamericano. Lo que en Washington desean del presidente afgano, sea el que sea, es precisamente lo contrario a un títere: alguien que asuma en sus propias manos el control efectivo del país, que lo gobierne de verdad y lo mejor posible. Entonces los norteamericanos podrán hacer lo que verdaderamente siempre han deseado hacer: darse la vuelta y desentenderse de ese maldito lugar.

Con un presidente eficaz y enérgico, la insurgencia tendría los días contados. Por desgracia, Karzai no es ni una cosa ni la otra. Una y otra vez su amigo Rashid ha de explicarnos las decisiones no tomadas, las cesiones, las vacilaciones, los errores por omisión y, al mismo tiempo, el deseo de seguir en el poder, que le lleva a claudicaciones y pactos diabólicos con los mismos señores de la guerra a los que se supone que debería ir sometiendo al imperio de la ley. Nada de esto es obra de los norteamericanos. Bella persona pero funesto personaje, Karzai es el principal responsable de sus propios desaciertos.

La derrota de Karzai podría ser muy beneficiosa para Afganistán. En primer lugar, la victoria de un candidato de la oposición es la prueba del algodón de toda verdadera democracia. En segundo lugar, el nuevo presidente ya no podría ser acusado de ser una herramienta de los extranjeros. Cuanto más se insista en que Karzai fue alzado al poder por los norteamericanos y que por lo tanto es tan sólo su hombre de paja, más difícil será lanzar la misma acusación contra un hombre que haya subido al poder derrotándole en unas elecciones limpias. Entonces la legitimidad del nuevo presidente sería por contraste mucho más fuerte a los ojos del pueblo. También podría suceder, aunque por desgracia eso no se puede garantizar, que fuese un hombre más enérgico y más habilidoso. Las limitaciones del actual presidente ya las conocemos, de manera que merece la pena arriesgarse a un cambio.

Es necesario insistir en que la práctica totalidad de la insurgencia talibán está formada por miembros de la etnia pastún, que supone un 40% del total de la población afgana. El propio Karzai es pastún y se comprueba fácilmente que en las elecciones anteriores obtuvo el 70% de los votos o más en las regiones de mayoría absoluta pastún, mayorías menos holgadas en las regiones con menor porcentaje de pastunes y porcentajes decorosos pero minoritarios en las restantes regiones. Si junto a estos dos mapas colocamos un tercero, marcando los niveles de violencia insurgente, comprobaríamos enseguida una correlación clara entre los tres. La antigua dinastía real afgana era pastún y muchos miembros de esta etnia parecen tener claro que ellos deben seguir gobernando el país. Los más abiertos y tolerantes optan por votar a Karzai, mientras que los más autoritarios, xenófobos y antimodernos optan por los talibanes. Si Karzai no consigue inspirar temor o meramente respeto mediante su gestión de gobierno, la insurgencia crecerá, pero sólo entre los pastunes, pues los hazaras, uzbekos, tayikos, nuristaníes, turcomanos, pachais, baluchis y otras etnias más pequeñas no están por la labor.

Los pastunes viven también en gran número en Pakistán y parecen formar la columna vertebral de la insurgencia integrista en este país. Obsesionados por la guerra con India, los militares paquistaníes han entrenado y armado durante décadas a los cuervos que ahora amenazan con sacarles los ojos. Sin embargo los pastunes son sólo una quinta parte de la población paquistaní. ¿Qué apoyo obtiene el integrismo entre las restantes etnias de Pakistán? También convendría mucho averiguar el origen étnico de los generales paquistaníes. El medio de comunicación o el estudioso que pueda responder a estas preguntas nos habrá proporcionado una información decisiva, que determinará el futuro de Pakistán y quizás de toda la región. Si el talibanismo paquistaní se limita a los pastunes, la guerra civil podría ser larga y sangrienta, pero el único final posible será la derrota final de los insurgentes.

Por el momento todas las noticias de violencia en Pakistán provienen de las regiones de mayoría pastún y en concreto de las comarcas más rurales, arcaicas, agrestes, atrasadas y con menor presencia de la Administración central, no ahora, sino desde siempre. Otro indicio para el optimismo a largo plazo es que en Afganistán el voto no se ajusta al 100% a los criterios étnicos. Allí donde no operan poderes fácticos de tipo clientelar o caciquil, los candidatos que se presentan en todo el país pueden realmente conseguir los votos de los más diversos grupos étnicos y no sólo del suyo. En el caos del Afganistán actual puede parecer un dato irrelevante, pero a largo plazo será totalmente decisivo.


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/20090902/opinion/oportunidad-afganistan-20090902.html

martes, 1 de septiembre de 2009

«Alemania estaba desbordada por el paro y quería un Estado autoritario»

1.9.2009

ANA ROMERO / Cambridge (Reino Unido)

El Mundo



RICHARD EVANS

Historiador británico. Autor de una trilogía de referencia sobre el III Reich Nació en Londres hace 62 años, pero sus orígenes están en Gales, de donde eran sus padres y a donde lo llevaron con frecuencia. «Nunca aprendí la lengua, es un idioma muy difícil, pero así nació mi interés por las diferencias lingüísticas y culturales», afirma al explicar de dónde procede su vocación por la Historia. También le influyó «crecer en la posguerra, cuando Alemania era uno de los grandes temas de conversación. Además, sólo había que ir al East End para ver la destrucción causada por las bombas». Finalmente, «la generación del 68, cuando la mayoría éramos estudiantes de izquierdas y nos interesaban el auge del fascismo y del racismo, sobre todo en Alemania y Gran Bretaña, y la guerra de Vietnam». El momento cumbre de su interés por la historia de Alemania data de la visita del académico Fritz Fisher a Oxford, donde Evans estudiaba en los 70: «Un personaje controvertido que por primera vez se atrevió a decir que la Alemania nazi tenía raíces en otras épocas». Fruto de este encuentro es la trilogía que acaba de finalizar esta primavera. Los dos primeros tomos –La llegada del Tercer Reich y El Tercer Reich en el poder– están editados por la editorial Península. El tercero, The Third Reich at war, aún no ha sido traducido al castellano.




Advierte Richard J. Evans que el césped del milenario claustro de Gonville y Caius, un college (facultad) de la Universidad de Cambridge, sólo puede pisarse en compañía de un profesor. Son las reglas de un lugar con 800 años de historia en el que el propio puesto de Evans –Regius Proffessorship of Modern History– data tan sólo de 1794. Por primera vez, el cargo es votado internamente, y no nombrado a dedo por el primer ministro. Aunque más cercano a la izquierda, Evans, nieto de mineros galeses, es británico después de todo. Y con gran orgullo matiza: «No obstante, mi nombramiento tuvo que ser ratificado por la Reina. En última instancia, es decisión de su Majestad». Como es verano y esto es una isla de la Gran Bretaña, hoy llueve cuando quiere (las famosas showers, o duchas). Evans, un hombre tirando a bajo, a moreno y a simpático a pesar de su timidez, prepara sus vacaciones familiares en Grecia mientras trabaja ya en su próximo libro: una Historia de Europa entre 1815 y 1914. La personalidad de Evans se resume en la frase en latín que recibe a la entrada de Gonville: Humilitatis.

Pregunta.– ¿Por qué afirma usted que los historiadores británicos son hoy en día los mejores del mundo?

Respuesta.– Hay una serie de razones. Durante la guerra vinieron a Gran Bretaña muchos historiadores exiliados. Eran sobre todo judíos que en los años 60 ya tenían cátedras. También hubo muchos británicos que pelearon en la guerra y se interesaron por los países en los que estuvieron. Finalmente, en los 60 se crearon muchos puestos de historiadores en las universidades. En esa época además aprendían idiomas, cosa que no ocurre ahora. Influye también que se nos considera más neutrales, sobre todo en países como España y Alemania. Finalmente, aunque la Historia es una ciencia social, nosotros la inscribimos dentro de la tradición literaria y escribimos por tanto para un público más amplio.

P.– Usted saltó a la fama en 2000 por el caso de David Irving, el historiador británico que negó el Holocausto. Ahmadineyad afirma ahora lo mismo. ¿Hay que evitarlo?

R.– Nadie se toma en serio al líder iraní. Hay una diferencia entre un político radical que niega el Holocausto por motivos populistas y un historiador que pretende ser serio. Irving es más peligroso. Yo creo en la libertad de expresión, y en el derecho de las personas a decir lo que les plazca, siempre y cuando no inciten a la violencia o al odio racial. Irving se querelló contra Deborah Lipstadt, e intentó impedir la salida del libro en el que ella le acusaba de negacionista del Holocausto. De haberse salido con la suya, habría sido imposible en este país criticar a los negacionistas. Al final, conseguimos que el acusador se convirtiera en acusado y lo desacreditamos...

P.– Estamos viviendo la peor depresión desde 1929. ¿Para usted fue ésta una de las principales causas del advenimiento del Tercer Reich?

R.– También influyeron la humillación nacional sufrida tras el Tratado de Versalles y la hiperinflación de 1923. Pero entre 1929 y 1933, la depresión fue mucho mayor que estamos sufriendo ahora. En Alemania, el paro llegó a ser del 35%. Hoy día, en Europa, la media no pasa del 10%.

P.– En mi país supera el 18%.

R.– Sí, la situación es muy mala, pero la mayor diferencia entre esos años y ahora es que los mecanismos de protección social eran inexistentes. El Estado alemán estaba totalmente desbordado por el paro. Además, la legitimidad de la democracia era relativamente débil y la mayoría de los alemanes quería un Estado autoritario. Ahora, a principios del siglo XXI, la legitimidad de la democracia tiene raíces mucho más profundas. Y esto incluye a España, claro, y a Alemania. Otra gran diferencia es que ahora el comunismo está muerto.

P.– Fidel Castro se disgustaría mucho.

R.– ¡Él sí que está casi muerto! En serio, Cuba ya ha comenzado su evolución hacia un Estado poscomunista. En la Europa Occidental de entreguerras, el Partido Comunista era importantísimo, un verdadero partido de masas. En España y en Alemania desde luego. Y lo que es más, pretendían crear una Alemania soviética o una España soviética con un sistema estalinista. Ahora, el comunismo no tiene apoyo ninguno. Los desempleados en Alemania se hicieron comunistas, y fue el miedo de esa llegada del comunismo lo que provocó que muchos miembros de la clase media votaran al Partido Nazi.

P.– Los resultados de las últimas elecciones europeas indican un giro a la derecha en Europa en general. ¿Se puede revivir el pasado?

R.– Nunca se debe intentar predecir el futuro. La Historia nunca se repite. Sí es verdad que la extrema derecha en Europa ha crecido, y que la izquierda se llevó una buena tarascada. Eso tiene que ver parcialmente con el descontento económico. Creo que estos sentimientos son sobre todo anti inmigración. Aquí en Gran Bretaña, la típica propaganda del British National Party es que los inmigrantes nos están robando los trabajos. Pero hay dos elementos de los partidos fascistas de entreguerras que no están presentes en estos partidos fascistas de hoy. Uno es el militarismo, ahora no se ponen uniformes y marchan por las calles. El otro es el ultranacionalismo. Son nacionalistas, sí, pero la idea de hacer una guerra para invadir otro país europeo está totalmente desacreditada.

P.– La única y última excepción en Europa de lucha ultranacionalista militarizada sería ETA.

R.– Sí, excepto que ETA quiere invadir otro país –Francia– para consolidar lo que ellos consideran su patria vasca, no simplemente para anexionarse un territorio como en la época de entreguerras. Ése fue el caso, por ejemplo, de los movimientos fascistas de Hungría y Rumanía.

P.– Usted se refiere a la Europa de los años 30 como el Continente Oscuro.

R.– Con la excepción de Gran Bretaña, prácticamente todos los países europeos sufrieron una dictadura en los años 30. Es una época en la que la democracia está en crisis, deslegitimizada desde Francia hasta Rusia. La razón es que en Gran Bretaña la democracia parlamentaria liberal tenía una mayor historia que en el resto de Europa.

P.– ¿Es el tiempo lo que da madurez a una democracia?

R.– No necesariamente. Gran Bretaña todavía necesita tiempo para convertirse en una democracia completa. Hay instituciones aquí, como la Casa de los Lores o nuestro sistema electoral, que debiéramos reformar. Ahora no es cuestión de tiempo, sino de calidad. La democracia en España, a pesar de su juventud, está firmemente asentada, y ése no era el caso para nada en el periodo de entreguerras.

P.– Usted insiste en no emitir un juicio moral del nazismo. ¿Nos equivocamos al creer en la maldad colectiva del pueblo alemán durante el III Reich?

R.– Creo que la labor del historiador es doble. La primera es hacer que el pasado vuelva a la vida y conseguir que la gente entienda cómo eran las personas en esa época. La segunda, explicar cómo y por qué ocurrieron las cosas. Realmente no creo que sea la tarea del historiador realizar un juicio moral. En este caso, lo que pretendo es presentar a los lectores el material que van a necesitar para que ellos realicen ese juicio. Siento que la manera en la que la Alemania nazi es tratada, por ejemplo, en las películas de Hollywood, en mi país y en América es terriblemente simplista. Por ejemplo, la película de Tom Cruise Operación Walkiria. Es muy buena, pero también lo presenta todo en blanco y negro. Stauffenberg –el coronel Claus von Stauffenberg, que fue fusilado– es el bueno que quiso matar a Hitler. Pues no. Stauffenberg era un personaje muy complejo. Él compartía la idea del futuro Reich que estaba creando Hitler y no era un demócrata. Era un elitista que creía en el Gobierno de la aristocracia. Era un nacionalista. Sí, muy valiente y decisivo, pero no la figura simple del demócrata que pintan en la película. Era un simpatizante de Hitler que cambió de opinión. Yo lo que intento es ilustrar las complejidades morales de la gente sobre la que escribo. Por ejemplo, a lo largo de los tres volúmenes –La trilogía del nazismo– sigo a una maestra corriente de Hamburgo llamada Louise. En el primer volumen es una entusiasta tremenda del nazismo. Al final del tercero, y citando sus diarios, se presenta como una persona que odia el nazismo y dice que ha destruido Alemania por completo. Sí hay momentos en los que yo la juzgo internamente. Su marido era judío. Durante la guerra, siento que es una persona muy egoísta. No le importa lo que está pasando a los otros judíos. Sólo se preocupa por protegerse a sí misma y a su familia. Pero eso yo no lo digo sobre el papel. Lo que hago es decirle al lector lo que ella hace y siente.

P.– En su trilogía hay otro hombre corriente, Hermann Ahlwardt, que se convierte en predicador antijudío tras cometer un robo. ¿Qué deben de hacer los políticos contra los Hermann Ahlwardt del momento?

R.– Hay una gran diferencia entre el antisemitismo y otras formas de prejuicio racial. En Alemania, los judíos constituían sólo el uno por ciento de la población, aproximadamente medio millón de personas. Aunque los nazis mantenían que eran físicamente diferentes, la realidad era que no se distinguían en absoluto del resto de los alemanes. Por eso les ponían la estrella amarilla, para identificarlos. Una contradicción absoluta. El antisemitismo es la base de una masiva teoría de la conspiración que mantiene que los judíos son los enemigos del mundo. Conspiran contra nuestro país para acabar con nuestra civilización. Eso es de un orden completamente diferente a la afirmación de que los inmigrantes nos están quitando nuestros empleos, que es lo que hacen los Ahlwardt de ahora.

P.– El rechazo actual al extranjero sí que es parecido.

R.– Pero el actual es mucho menor. Tome como ejemplo el plan de los nazis de destruir a 45 millones de eslavos en su expansión hacia el Este. Querían infectarles enfermedades y matarlos de hambre. Después, sustituirlos por 10 millones de colonos alemanes y crear una sociedad ideal. Aunque este plan era un genocidio de una escala inimaginable, a los eslavos se les consideraba un obstáculo regional, no una conspiración mundial. Ésa es la gran diferencia.

P.– Los extremistas islámicos sí parecen ajustarse al patrón nazi.

R.– No del todo, porque no se concentran en una conspiración judía mundial para destruir el Islam o los Estados árabes, sino que es Israel el objeto de su odio y aquéllos que apoyan a Israel.

P.– ¿Se equivocan los que equiparan islamismo y fascismo?

R.– Son conceptos muy diferentes. El islamismo es un movimiento religioso, y en ese sentido es como cualquier otro extremismo religioso. Como por ejemplo los extremistas cristianos que en América asesinan a médicos abortistas.

P.– Sí, pero los extremistas cristianos no tienen campos de entrenamiento donde enseñan a sus fieles a asesinar al enemigo.

R.– Aún así, yo considero que la mayoría de los musulmanes son gente pacífica y que los extremistas son una pequeña minoría de iluminados religiosos. El nazismo era esencialmente antireligioso. Era un movimiento laico que pretendía sustituir al cristianismo con una doctrina científica basada en el aquí y ahora, en mejorar la vida en la tierra.

P.– ¿Qué queda del nazismo?

R.– Algunos grupos, algunos de ellos bastante peligrosos, pero son posfascistas. Están dirigidos sobre todo contra los inmigrantes y se limitan a utilizar algunos de los símbolos, el lenguaje, la parafernalia del nazismo.

P.– ¿Deben los alemanes dejar de sentirse culpables por lo que hicieron?

R.– Hay una responsabilidad histórica. Creo que ése es un sentimiento que se ha convertido en parte de la identidad alemana. Antes de 1990, los alemanes no tenían que plantearse lo que era ser alemán. Pero ahora, ese sentimiento de responsabilidad es parte de lo que significa ser alemán. Qué capital del mundo tiene un monumento a las víctimas provocadas por regímenes anteriores, como Berlín, en cuyo centro existe un monumento en recuerdo de los judíos. Creo que la memoria del nazismo es parte de Alemania.



La república de Weimar registró seis millones de parados en 1932 Hitler utilizó la crisis del 29 para exacerbar el sentimiento nacionalista alemán. A pesar del ilusorio progreso económico de la primera mitad de los años 20 –motivado por la inyección de capital procedente de EEUU–, el crash del 29 dejó un panorama desolador. Los bancos estuvieron cerrados entre el 13 de julio y el 5 de agosto de 1931, por temor a sufrir quiebras en cadena. Y el paro pasó de 900.000 desempleados en 1928 a seis millones en 1932. La retirada del dinero estadounidense y la falta de créditos internacionales hundieron a la república de Weimar, mientras el comercio exterior se reducía súbitamente. La producción manufacturera decreció entre 1929 y 1932 a una media anual del 9,7% y los precios agrarios cayeron a mínimos alarmantes.


«La crisis de entonces era mucho peor que la actual, el paro llegaba al 35%»

«La Historia no se repite, nunca se debe intentar predecir cómo será el futuro»

«El sentimiento de responsabilidad es parte de lo que significa ser alemán»

«Los nazis querían matara 45 millones de eslavos y sustituirlos por alemanes»



Mañana:
Jörg Friedrich: Los excesos de los aliados