miércoles, 11 de noviembre de 2009

De derrota en derrota

11.11.2009

GABRIEL ALBIAC

ABC


LA batalla del Alakrana está perdida. No hay misterio: cuando un Estado renuncia al ejercicio de la fuerza para defender su potestad, es que está ya por completo muerto y sólo queda esperar el desagradable espectáculo de su podredumbre. Sería menos trágico, si los Estados se agusanaran ellos solos. Pero esa gangrena suya acaba siempre por pagarse con la vida de los otros: de los pobres, incautos ciudadanos, presos en las fatales redes que todo Estado despliega. No pagan con su vida los políticos. Nunca. Los desbarres del Estado se pagan siempre con sangre inocente.

No hay sorpresa. Cuando un ministro del ejército proclama -lo hizo con asombrosa petulancia el primero de los de Zapatero- su disposición a ser matado antes que matar, todos sabíamos, sin un asomo de duda, lo que estaba diciendo: que prefería que nos matasen a nosotros antes que asumir el coste moral que va incluido en el cargo por el cual él cobraba. Un ciudadano pacifista es un ciudadano éticamente impecable: tanto cuanto el que no lo es. Un ministro de la guerra pacifista es un perfecto canalla, un tahúr de sangre ajena. Desde que el pacifista José Luis Rodríguez Zapatero llegó por sorpresa al poder tras aquel 11 de marzo de hace casi seis años, España no ha tenido más que ministros pacifistas de la guerra. Ninguno ha muerto, que yo sepa, en el altar de sus humanitarias convicciones. Murieron, eso sí, soldados a los cuales se había privado del privilegio primordial que define el oficio: el uso profesional de las armas. Murieron, sin que ni siquiera les cupiera el honor -que es base de la condición castrense- de morir en combate. ¿Cómo iban a morir como soldados, si estaban sólo en misiones de paz humanitarias? Ahora son indefensos pescadores los que pagan el precio de un país que ha trocado a su ejército en ONG uniformada. Tampoco esta vez morirá ningún ministro. Pacifista. De la guerra.

Da asco toda esta farsa. Con vidas de abandonados ciudadanos de por medio. Hablemos claro. Por más que hablar claro nos avergüence. Cuando un ejército no está dispuesto -o autorizado- a hacer uso de sus armas, es mejor que se rinda y se disuelva. La ambigüedad militar sólo puede acumular muerte. En lo de la piratería en Somalia, Francia -que sí tiene un ejército sin vocación misionera- fijó el único canon, el de siempre desde que la piratería existe: perseguir a los navíos corsarios hasta sus últimos refugios, atacarlos, hundirlos. Todos los dispositivos, estratégicos y tácticos, con los cuales cuenta una fuerza armada deben ser puestos al servicio de eso. Y, si es preciso entregar un rescate para quitar de la línea de fuego a los civiles, se entrega. E inmediatamente después se procede a lo irrenunciable: la cacería, a cualquier coste, de los delincuentes. Pero, de no aceptar el precio material y moral que esa apuesta necesariamente implica -y esa es la humillada realidad española hoy-, sólo quedan dos opciones: a) pagar el impuesto revolucionario que los «hermanos de la costa» juzguen justo embolsarse para ser benévolos con nuestros barcos; b) abandonar esa zona de pesca para siempre.

En los primeros momentos del secuestro del Alakrana, una acción fulminante de comandos hubiera podido liberar a los secuestrados y escarmentar a futuros secuestradores. No se hizo. Ya no es posible. Los piratas han humillado a la Armada española. Han humillado al gobierno de España. Y nos han puesto a todos ante el espejo: no somos nadie; hasta el último zarrapastroso con un viejo kalashnikov en bandolera puede ponernos de rodillas. No hay ninguna sorpresa: es la herencia corruptora de aquel 11 de marzo.


http://www.abc.es/20091111/opinion-firmas/derrota-derrota-20091111.html

sábado, 7 de noviembre de 2009

Ser fuertes


06.11.09

J. M. RUIZ SOROA

Diario Vasco



Suele ser en los momentos de tensión por una amenaza exterior cuando se comprueba la fibra moral de una sociedad, así como el grado de cohesión que hay entre ella y su Gobierno. Aquello que el todavía opositor Rodríguez Zapatero llamaba «patriotismo cívico» cuando alababa la inicial reacción de la sociedad estadounidense ante el 11-S: todos unidos tras sus líderes políticos.

Bueno, pues ahora nos toca a nosotros. Aunque sea a una escala menor. La amenaza, no hay ni que decirlo, es la de unos piratas (unos modernos 'Robin Hood" según nuestra siempre inefable izquierda estúpida) que amenazan con aumentar el grado de tortura moral y física a que someten a unos trabajadores y compatriotas, que amagan con infligirles más severos daños. Aunque probablemente todo ello no es sino un escenario cuidadosamente diseñado por ellos mismos para lograr el máximo impacto mediático y aumentar el rescate. Es lo que hacen siempre: esos que llamamos «jeques tribales» saben más de la antropología de una sociedad occidental que nosotros de la suya, aunque suene a paradoja.

Una sociedad civil fuerte reaccionaría con unidad y tranquilidad: confiando en la profesionalidad de sus gobernantes que dirigen la negociación, y que son quienes mejor saben lo que hay que hacer. Dirigiría su rabia, una rabia tranquila, contra los culpables. No se equivocaría de enemigo. En una sociedad civil fuerte, los medios de comunicación públicos sabrían refrenar su tendencia a la explotación del emocionalismo fácil y pondrían sordina al grito angustiado de los que pierden los nervios porque les toca más de cerca. En una sociedad civil fuerte se dejaría hacer a las instancias competentes, sin presionarlas ni tironearlas sin más criterio que el arbitrismo o la ocurrencia de cada uno.

Miren a su alrededor y verán, mucho me lo temo, el ejemplo vivo de una sociedad débil. Una sociedad que confía muy poco en sus dirigentes, que sólo cree en que «el que no grita no mama». Una sociedad que está dispuesta antes a disculpar a los piratas que a pensar bien de sus políticos y de sus jueces. Unos políticos que, todo hay que decirlo, tampoco han hecho mucho para ganarse esa confianza que ahora reclaman, que han exhibido una mudanza de criterio asombrosa según iba la verbena.

Pues bien, a pesar de todo, yo apuesto por confiar en los que gobiernan, me niego a dejarme llevar por un 'síndrome colectivo de Estocolmo'. Luego vendrán tiempos para exigir responsabilidades, ahora es el de ser fuertes.


Una sociedad civil fuerte reaccionaría con unidad y tranquilidad


http://www.diariovasco.com/20091106/al-dia-sociedad/fuertes-20091106.html

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Una extraña deslegitimación

04.11.09

AURELIO ARTETA | CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA MORAL Y POLÍTICA DE LA UPV-EHU

El Correo


«¿No hemos caído ya en la trampa de creer que lo aquí está en juego es tan sólo la renuncia a los medios brutales, como si los objetivos buscados fueran moral y políticamente indiscutibles?», se pregunta el autor. «Algún día se comprenderá que no es ETA el único ni el mayor mal de nuestro país. El mal principal está en las falsas ideas que la engendraron y en las ideas confusas o falsas que ella y los suyos han sembrado después entre nosotros»


La portavoz de Aralar en el Parlamento se permite algunos comentarios a propósito del cumplimiento del Plan Vasco de Educación para la Paz (EL CORREO, 23-10-09) que no debemos pasar por alto. No es la primera vez, ni será la última, que su partido político y ella misma desbarran a gusto cuando nos comunican sus criterios morales y políticos. La cosa es grave en quienes se ofrecen como modelo para una venidera izquierda abertzale al fin separada de ETA. Pero aún resulta más estremecedor que, según ella cita entre comillas, el propio informe de los evaluadores del Plan contenga juicios políticos y morales insostenibles.

Dejemos a la señora Ezenarro que prodigue eso tan bonito de 'las y los alumnos' para no incurrir en el funesto machismo de citar a todos-as bajo el género masculino. Siempre es más fácil, y mejor visto, repetir las fórmulas de moda que atreverse a hablar (y pensar) por cuenta propia. Ellá sabrá asimismo por qué quiere rechazar el testimonio directo de las víctimas en las aulas, como pretende el Gobierno, a menos que la desazone políticamente la mostración de sus heridas. Pues es más preocupante su apostilla de que, además de ETA, hay otros victimarios. Son demasiadas las veces en que su partido ha equiparado -y continúa equiparando- el ejercicio de la fuerza del Estado con la violencia terrorista y los muertos de los unos con los muertos a manos de los otros. Pero su propósito resulta diáfano cuando subraya que hay que trasladar a nuestros jóvenes «una visión global del sufrimiento», o sea, de todo sufrimiento, no sólo del causado por el terror etarra y la constante amenaza de sus fans. Se trata de un sufrimiento que ha generado «el contexto de violencia», o sea, desde la llamada de género hasta la de los 'latin kings', pero no en particular la violencia terrorista.

Para que quede más claro todavía, añade la portavoz que esa educación para la paz ha de impartirse «sin buscar réditos políticos». Sería milagroso que la deslegitimación moral y política de una violencia que invoca principios y objetivos políticos no busque y no provoque efectos de la misma clase. La lógica tanto como la justicia piden que tales efectos representen pérdidas políticas para quienes, por compartir aquellos fundamentos y metas, han justificado durante decenios el terrorismo. Y, por tanto, que traigan beneficios políticos para quienes lo han combatido y sufrido más que nadie sus zarpazos. Deslegitimar el terrorismo no puede al mismo tiempo favorecer a quienes hasta hoy lo han legitimado. Y lo siguen indirectamente legitimando, por cierto. Uno juraría que el otro día vio a esta señora en la marcha contra la prisión de los últimos líderes abertzales pillados mientras traficaban con ETA. Incluso he creído escucharla unas cuantas veces, antes y después de la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a favor de la legalización de los partidos políticos que ese Tribunal ha vuelto a condenar por ser afines al terrorismo.

Pero vengamos después a ciertos juicios contenidos en la primera evaluación de aquel Plan Vasco de Educación para la Paz. Según nos cuenta, escriben sus autores que «las sesiones han generado una tendencia a comprender en profundidad el concepto de empatía». Nadie lo habría dicho, a juzgar por los desconsoladores resultados de la encuesta entre jóvenes encargada por el Ararteko. A lo mejor es que sólo se trata de comprender qué sea la empatía, pero no tanto de sentirla y menos de practicarla. Mandan hoy los cánones lingüísticos que se hable de 'empatía' en general, en lugar de compasión o piedad para con las víctimas, y mucho me temo que la moral salga perdiendo con el cambio. Pues la primera es una capacidad psicológica que se conforma con saber ponerse en el lugar del otro, sea cual fuere su situación. La compasión, en cambio, es aquí el sentimiento de tristeza que nos embarga ante la desgracia inmerecida del otro. Por eso, y en compañía de la indignación, designa una emoción que acompaña a la virtud de la justicia. Compadecemos a las víctimas si al mismo tiempo nos indignamos contra quienes las han victimizado. Compasión e indignación se transforman ellas mismas en virtudes cuando impulsan la búsqueda de la justicia. ¿Acaso se dice algo parecido cuando se habla en términos de empatía?

Al parecer aquellos evaluadores concluyen que, gracias a este programa educativo, los así educados comprenden «que la violencia no debe ser respondida con violencia». ¡Válgame Dios y en ésas andamos todavía! Cuesta creerlo, pero así lo transmite y -faltaría más- lo celebra encantada la portavoz de Aralar. En el terreno privado, entonces, ¿ni siquiera hay lugar a la legítima defensa frente a aquella violencia? ¿Habrá triunfado al fin en Euskadi el precepto evangélico de poner la otra mejilla cuando nos golpean en una? Lejos de tamaña santidad, los ciudadanos comunes sólo podemos interpretar aquella consigna como el rechazo a tomarnos la justicia por la mano y la recomendación de dejar a la ley y al poder público responder por nosotros a la injuria sufrida. Y con la violencia que haga falta, naturalmente, para restablecer el derecho individual atropellado. Pero es que la violencia sólo engendra violencia, replicará quien aún se aferre a tópico tan tonto. Pues no, mire: sólo la violencia privada engendra otra violencia privada, mientras que la violencia pública es legítima porque viene precisamente a poner fin a la cadena interminable de violencias entre particulares. Si esto se enseñara a los niños, no haría falta recordarlo ahora a toda una portavoz parlamentaria.

En la escena pública vasca la educación para la paz debe ir más allá. Entre nosotros hay que explicar que desde hace 30 años una banda terrorista disputa al Estado el monopolio de la violencia legítima y por qué. Frente a esta violencia de naturaleza política, ¿qué haremos los ciudadanos, si no debe haber violencia que nos proteja de aquélla? ¿Pediremos beatíficamente al Gobierno que renuncie al uso legítimo de su propia fuerza como fórmula adecuada de contrarrestar la otra? ¿Aguardamos a que la banda acepte desarmarse para luego conceder graciosamente lo que ella y el mundo nacionalista vienen reclamando sin razones ni votos suficientes? Sea como fuere, ¿no hemos caído ya en la trampa de creer que lo aquí está en juego es tan sólo la renuncia a los medios brutales, como si los objetivos buscados fueran moral y políticamente indiscutibles?

Algún día se comprenderá que no es ETA el único ni el mayor mal de nuestro país. El mal principal está en las falsas ideas que la engendraron y en las ideas confusas o falsas que ella y los suyos han sembrado después entre nosotros.


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/prensa/20091104/opinion/extrana-deslegitimacion-20091104.html

jueves, 15 de octubre de 2009

La S con la Ch: ¡Schwarzenegger!

REPORTAJE

La S con la Ch: ¡Schwarzenegger!

Un área clave del cerebro aprende a identificar palabras de un vistazo - Un estudio con ex guerrilleros revela cómo el aprendizaje de la lectura cambia nuestra mente

JAVIER SAMPEDRO 15/10/2009

El País





Aprender a leer agranda áreas de los hemisferios cerebrales

Hablar es propio de la especie, pero la escritura tiene sólo 5.000 años

El lenguaje no evolucionó asociado a la visión, sino al oído

Anticipamos letras a partir de significados, igual que en los SMS

Las diferencias de los disléxicos no son causa, sino consecuencia

El estudio permitirá indagar en procesos de aprendizaje de lectura y atención



Aprender a hablar es espontáneo en nuestra especie, pero aprender a leer no: la escritura se inventó hace sólo 5.000 años, y no ha dado tiempo para que evolucione un órgano mental de la lectura. Aprender a leer es un modelo óptimo para estudiar los mecanismos cerebrales del aprendizaje.


Es muy difícil estudiarlo en los niños, porque en ellos todo el cerebro está cambiando por todo tipo de razones. Un grupo de investigadores españoles, británicos y colombianos dirigido por Manuel Carreiras, director del Basque Center on Cognition, Brain and Language (BCBL) de San Sebastián, han salvado esa dificultad de un modo ingenioso: usando ex guerrilleros colombianos analfabetos que estaban aprendiendo a leer. Han podido así demostrar claros cambios estructurales y de conectividad en las áreas lingüísticas del cerebro. Publican hoy el trabajo en Nature.

"Trabajar con los ex miembros de la guerrilla de Colombia nos ha proporcionado una oportunidad única para ver cómo cambia el cerebro cuando se adquiere la lectura", dice Carreiras. "La enseñanza de la lectura se produce durante los primeros años escolares, al mismo tiempo que se aprenden otras destrezas. Separar los cambios que se producen en el cerebro durante la infancia causados por la enseñanza de la lectura de los cambios producidos por el aprendizaje de destrezas sociales o motrices es casi imposible".

El BCBL es un nuevo centro de financiación mixta (pública y privada) y dedicado por entero a las ciencias cognitivas: la investigación multidisciplinaria de la mente. El estudio ha sido financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación, la fundación Ikerbasque y el Wellcome Trust británico.

"Tras décadas de lucha", dicen los científicos, "algunos miembros de las fuerzas guerrilleras han empezado a reintegrarse en la sociedad colombiana, generando una población considerable de adultos analfabetos. Tras dejar las armas y volver a la sociedad, algunos han tenido la oportunidad de aprender a leer a los veintitantos años, una situación ideal para investigar los cambios cerebrales asociados a aprender a leer".

Carreiras y sus colegas han examinado por resonancia magnética (MRI) los cerebros de 20 guerrilleros que justo habían completado su programa de alfabetización en español. Y los han comparado con los de otros 22 guerrilleros que aún no habían empezado el curso. Cinco áreas del córtex cerebral muestran más materia gris en los primeros. La materia gris mide la densidad de cuerpos neuronales (la neurona menos el axón).

Dos de las áreas están implicadas en el procesamiento de la información visual y fonológica "de alto nivel". Las áreas visuales del córtex forman una serie jerárquica. La primera área recibe de la retina un vulgar informe de luces y sombras, pero entrega un mapa de fronteras entre luz y sombra, clasificadas por su orientación precisa. La siguiente recibe esas líneas y entrega polígonos, que la otra convierte en formas tridimensionales.

Un área recibe formas concretas (un cubo visto en cierta orientación) y entrega formas abstractas (un cubo visto en cualquier orientación). Más arriba en esa jerarquía hay pequeños grupos de neuronas que significan "Bill Clinton" o "Halle Berry", por citar dos ejemplos reales descubiertos por Christof Koch, un neurocientífico de Caltech (el instituto tecnológico de California). El reconocimiento de las letras y las palabras es otra de estas funciones de alto nivel.

El lenguaje, sin embargo, no evolucionó asociado a la visión, sino al oído. Hasta hace 5.000 años, todo el lenguaje era hablado. El aprendizaje de la lectura debe conectar de algún modo la información visual -la forma de las letras y las palabras- con un dispositivo cerebral hecho para analizar sonidos, no imágenes. De ahí el aumento de materia gris en las áreas fonológicas del córtex cerebral.

Con todo, el efecto más notable ocurre en otra zona relacionada con la semántica: el giro angular, algo por detrás de la oreja. También hay cambios en el cuerpo calloso, el haz nervioso que conecta las dos mitades (hemisferios) del cerebro. En este caso no crece la materia gris (los cuerpos de las neuronas), sino la blanca (el conjunto de sus axones).

La interpretación más simple es que estos axones extra provienen de los cuerpos neuronales extra de las áreas occipitales. Es decir, que aprender a leer no sólo agranda esas áreas en ambos hemisferios, sino también sus nexos entre un hemisferio y otro.

De hecho, Carreiras ha confirmado en otros voluntarios -10 ingleses adultos que aprendieron a leer de niños- que el giro angular (y el giro dorsal occipital) izquierdo está fuertemente conectado con el derecho a través del cuerpo calloso. Más aún: a través de la misma zona precisa del cuerpo calloso que antes.

Los resultados son muy específicos de la lectura. En un tercer experimento, también con ingleses adultos que aprendieron a leer de niños, los científicos han comparado las zonas cerebrales que se activan al leer y al reconocer objetos. Los dos giros angulares, izquierdo y derecho, aumentaron su conectividad al leer, pero no al reconocer objetos.

Los nuevos datos también descartan la hipótesis predominante sobre la función del giro angular. "La visión tradicional ha sido que el giro angular actúa como un diccionario que convierte las letras de una palabra en sonidos y en significados", explica Carreiras. "Pero nosotros mostramos ahora que su función es más de carácter predictivo, anticipando letras a partir del significado; es similar a la función predictiva para los mensajes del teléfono móvil".

La conclusión tiene una relación directa con los métodos para aprender a leer que se usan en las escuelas. El método analítico es el tradicional de la P con la A pa, la P con la E pe, y así hasta la saciedad. Los niños usan ahora el método global, donde aprenden a reconocer las palabras enteras.

Es un avance, porque los adultos también leemos por el método global: prediciendo cuál es la palabra de un vistazo, cuando sólo hemos visto unas pocas de sus letras, su tamaño y su forma general. "Por eso podemos leer tan rápido", dice Jon Andoni Duñabeitia, investigador del equipo de Carreiras. El nuevo trabajo identifica el giro angular como la sede cerebral de esas predicciones: la que debe estar creciendo ahora mismo en los niños.

La predicción es una de las actividades esenciales del córtex cerebral. Uno de sus aspectos es el mecanismo del rellenado (filling-in). En el área visual primaria (V1, junto a la nuca), este proceso imagina lo que no ve el punto ciego de la retina, pero el rellenado es una propiedad fundamental de cualquier trozo de córtex. Consiste en "saltar a las conclusiones", como dice Koch. Sin eso no podríamos ver nada, ni pensar nada.

El científico de la computación Jeff Hawkins ha propuesto que la clave del rellenado es el flujo hacia atrás -de la frente a la nuca, por así decir, o de lo abstracto a lo concreto-, que en realidad constituye el 90% de la conectividad del córtex.

Si un árbol nos tapa el 80% de un arabesco de la Alhambra, todo lo que nos llega de abajo (de los sentidos) es una colección de fragmentos irregulares y salpicados por el campo visual como si los hubiera distribuido un loco. Si vemos el arabesco -y lo vemos- es porque las zonas altas del córtex han creído entender su geometría, y han transmitido esa interpretación hacia abajo.

El nuevo trabajo también tiene relevancia para la investigación de la dislexia. Los estudios con disléxicos han mostrado que tienen una menor densidad de materia gris y de materia blanca en las mismas regiones identificadas en el nuevo experimento. Se ha interpretado hasta ahora que esos rasgos estructurales son la causa de la dislexia.

Pero, dado que el tamaño de estas áreas crece al aprender a leer, los autores proponen que las diferencias cerebrales de los disléxicos no son la causa de sus dificultades en el aprendizaje de la lectura: son su consecuencia. Al no aprender a leer, las áreas no crecen.

El laboratorio de San Sebastián es uno de los impulsores del nuevo proyecto Coeduca, formado por un consorcio de investigadores nacionales e internacionales del BCBL y las universidades de Granada, Murcia y La Laguna, y apoyado por el programa Consolider-Ingenio. "Tiene como misión el desarrollo de actividades científicas básicas y aplicadas en torno a la lectura y la atención, dos de las habilidades cognitivas con mayor peso específico en el ámbito de la educación", dice Duñabeitia.

El investigador explica que el proyecto estudiará los mecanismos implicados en los procesos de alfabetización y adquisición de la lectura, y el modo en el que se modulan y regulan por los procesos atencionales y emocionales. "El objetivo último es proporcionar a los agentes educativos métodos para mejorar los procesos de aprendizaje de los alumnos en los centros educativos, tratando así de reducir el fracaso escolar".


http://www.elpais.com/articulo/sociedad/S/Ch/Schwarzenegger/elpepusoc/20091015elpepisoc_1/Tes

domingo, 4 de octubre de 2009

La general Pescanova

Arturo Pérez-Reverte

El XLSEmanal

4.10.2009



Estoy con la ministra de Defensa. Hasta la muerte. A mí tampoco me parece bien que nuestros pesqueros en el Índico lleven a bordo soldados españoles que los defiendan de los piratas. Otros países, como Francia, sí lo hacen; pero todo el mundo sabe que los franceses son unos fascistas de toda la vida, y les gusta mucho darle al gatillo, como si estuvieran siempre en Dien Bien Fú. Unos peliculeros fantasmas, es lo que son. Nada que ver con la sobria serenidad española. Además, como muchos gabachos salen rubios, desprecian a los subsaharianos afroamericanos de color y no les importa darles matarile sin complejos; como cuando pillaron a aquellos pobres somalíes que sólo disparaban y secuestraban para ganarse la vida, los pobres, y les dieron las suyas y las del pulpo, en vez de pagar humanitariamente el rescate, como hicimos nosotros, y hasta luego Lucas. Pero España, no. Aquí las fuerzas armadas las tenemos para otras cosas. Para combatir seis horas bajo fuego de morteros en Afganistán, por ejemplo, y que luego la ministra del ramo sostenga, mirándote con firmeza castrense a los ojos, que aquello no es misión de guerra, sino actuación humanitaria de paz cuyas reglas de confrontación, según los protocolos coyunturales intrínsecos, requieren cierta esporádica contundencia. Por eso allí al enemigo no se le llama enemigo, sino elemento incontrolado. O como mucho, cuando la ministra va a hacerse alguna foto y abrir telediario, diablillos traviesos y picaruelos gamberretes. Talibancillos díscolos que con una pizca más de democracia occidental serán pronto ciudadanos de provecho, con crédito en el banco y barbacoa los domingos. Por su parte, los soldados que patrullan cada día jugándose los aparejos los llaman de otra forma. De hijoputas para arriba. Pero, cuando eso ocurre, la ministra no está allí pegando tiros y comiéndose el marrón. Comprendámosla. Está aquí, y no lo oye.

En cuanto a los pesqueros, ya digo. La ministra de Defensa –un día tengo que averiguar, por curiosidad, qué es lo que defiende, exactamente– ha dicho a los armadores que, si sus barcos quieren seguridad, pesquen en grupo, todos amontonados en el mismo sitio. De ello puede deducirse que no tiene ni remota idea de lo que es un pesquero faenando, pero eso no altera el concepto básico. Y el concepto indiscutible es que habrá, desde luego, más seguridad si los diecisiete atuneros españoles se quedan todos juntos en el mismo sitio, borda con borda, que si andan por ahí dispersos, a la buena de Dios, estropeando el dispositivo chachi que los protege. Que luego pesquen o no pesquen es lo de menos, porque por encima de esos detalles está el de la securitas, securitatis. Y si además se amarran unos a otros y ponen en el centro del paquete a la fragata Canarias, perfecto. Más seguros, imposible. A ver qué pirata se lleva por el morro un barco trincado de esa forma. Luego igual tocan a un atún por barco o vuelven todos a puerto con las bodegas vacías; pero, eso sí, protegidos de cojones. Lo que hace falta, como ven, es más voluntad constructiva, más ideas y menos demagogia.

Respecto al personal protector, tres cuartos de lo mismo. Dice la ministra, con buen juicio, que de soldados nada. Que los barcos lleven guardias de empresas privadas, si quieren. Al principio era sólo con porras, esposas y cosas así. Perfil bajo. Discreto. Pero en vista de las protestas de los armadores –otros fascistas que te rilas– el ministerio ha dicho bueeeno, vale. Transijo por esta vez. Ahora los autoriza a llevar escopetas. Fusiles de largo alcance, ha dicho alguien, como si los hubiera de corto. Es verdad que, frente a los RPG y las armas automáticas de los piratillas traviesos, eso no sirve para nada. Para ese tipo de zafarranchos hay que estar al día en el asunto del bang, bang. Como la infantería de Marina, por ejemplo, que toca esa tecla desde antes de Lepanto –otra operación contra piratas, por cierto–, y cuyo propio nombre lo indica. Pero oigan. Es lo que hay. Si los seguratas no dan la talla, que los pesqueros se gasten la pasta contratando a mercenarios con experiencia bélica, como Bush en Iraq, y allá se las compongan. Y si no, que abanderen los barcos en Francia. También la ministra tiene derecho a dormir tranquila, conciliando el sueño; y sólo imaginar que un soldado español se cargue a un negro anémico, aunque el tostado lleve un bazooka al hombro, se lo quita. Se le abren sus carnes morenas. A ver qué iban a decir los periódicos y algunas oenegés al día siguiente, al enterarse de que el soldado Atahualpa Fernández, natural de Lima, y la cabo Vanesa Pérez, de San Fernando, infantes de marina de la Armada española destacados en el atunero Josu Ternera, le habían metido un par de cargadores de HK calibre 5,56 entre pecho y espalda a un somalí flaco y desnutrido que, para poder comer caliente y sin otra opción en la vida perra, no tenía más remedio que tirar cebollazos de lanzagranadas contra el puente del pesquero. La criatura.


http://xlsemanal.finanzas.com/web/firma.php?id_edicion=4567&id_firma=9811

sábado, 5 de septiembre de 2009

Los abducidos


05.09.2009

J. M. RUIZ SOROA

El Correo




El hecho de que el terrorismo vasco independentista haya cumplido medio siglo de existencia requiere un análisis de sus consecuencias un poco más profundo de ése, tan habitual por cierto, que se limita a constatar que ETA no ha conseguido sus objetivos durante ese tiempo y que, con toda probabilidad, tampoco los conseguirá ya en el futuro. En efecto, el análisis de un acto social intencional no puede limitarse a comparar las realizaciones efectivas que consigue con sus objetivos manifiestos para, una vez constatado el fracaso total en su logro, terminar por considerarlo como un hecho no significativo. Es preciso, por el contrario, analizar qué efectos ha producido ese acto (en realidad, ese proceso) en la realidad histórica en que ha operado. Sus efectos transintencionales. Que el cumplimiento de los objetivos de ETA sea imposible a estas alturas, no significa en absoluto que ETA no haya producido modificaciones de importancia en el discurrir de la política vasca y española. Hasta tal punto ha sido así, que puede afirmarse con razonable seguridad que para el País Vasco el fenómeno políticamente más rico en consecuencias de los últimos cuarenta años es precisamente ETA.

Ensayen por un momento un experimento mental contrafáctico, el de la 'no-ETA': intenten imaginar un final de la dictadura, una transición y una evolución democrática posterior en la que ETA no hubiera existido en ningún momento. Cuesta hacerlo porque son muchas las variables adicionales en juego, pero creo que puede razonablemente hipotizarse que, sin ETA, el nacionalismo vasco no habría tenido el balón de oxígeno necesario para conectar con las nuevas generaciones en los años setenta y habría desempeñado un papel político mucho menos importante. Sin ETA, el régimen democrático incipiente no habría percibido como una urgencia sangrante el problema de las nacionalidades, sino que probablemente la puesta en marcha del sistema autonómico se habría sometido a un proceso de reflexión racionalizadora de mayor intensidad. Sin ETA, la izquierda se habría reagrupado mayoritariamente en el País Vasco en torno a la socialdemocracia, como en cualquier país de nuestro entorno. Sin ETA, el centro derecha españolista habría podido constituirse y actuar normalmente en Euskadi ya desde la transición, incorporando su visión particular de lo vasco a la construcción del imaginario simbólico colectivo. Sin ETA, para terminar con esta apresurada enumeración, la política de los gobiernos nacionales no habría estado marcada por ese peculiar sentimiento de culpa difusa ante lo vasco que la convirtió en acomplejada y apaciguadora.

Pero de todas las consecuencias políticas que la existencia de ETA ha generado la que me interesa resaltar ahora es la que se refiere a la evolución del pensamiento y la práctica política de izquierdas en nuestra sociedad vasca. Me refiero al enganche germinal del fenómeno terrorista con el revolucionarismo de izquierda, una conexión que en muchas ocasiones tiende a ser ignorada como factor significativo por quienes consideran a ETA sólo y únicamente como la manifestación etnoterrorista, por los que se contentan con subrayar la pobrísima simpleza analítica que exhiben los actores directos de la violencia. Con ser ello cierto, no lo es menos que la pervivencia del apoyo al terrorismo en un sector, numéricamente importante e intelectualmente muy activo de la sociedad vasca tiene muchísimo que ver con la conexión ideológica revolucionaria. El profesor Bullain ha analizado ampliamente cómo el MLNV es un «movimiento salvífico de liberación nacional, pero también es un movimiento revolucionario».

El origen de ETA no puede comprenderse si se desvincula del ambiente intelectual que vivía (y lo vivía con la intensidad que dan la juventud y la represión) un importante sector de la izquierda en los años sesenta. Eran tiempos en que el sistema político existente era denunciado como radicalmente injusto, alienante y embrutecedor por una cierta intelectualidad europea que, además (y esto es lo importante), predicaba la posibilidad histórica de una cesura radical con ese sistema. Posibilidad que pasaba por una ruptura a través de la violencia. La práctica política de la socialdemocracia alemana o del socialismo británico, defensores de una corrección progresiva del sistema capitalista mediante la práctica democrática, era percibida como una vergonzante rendición intelectual y moral a este sistema. El sistema 'debía' y, lo que es más importante, 'podía' efectivamente ser destruido. Lo que hacía falta era encontrar la llave para la revolución y, en esa búsqueda, la violencia terrorista contra los que se consideraban como los engranajes represivos del sistema aparecía como necesaria. El ejemplo de los movimientos de descolonización de tantos países africanos y asiáticos no hacía sino prestigiar adicionalmente la vía violenta. En definitiva, gran parte de la izquierda europea vivía atrapada en un ideario milenarista de cambio revolucionario que incluía la necesidad de la violencia.

El destino de ese pensamiento en el resto de Europa es conocido: se convirtió en algo marginal e inocuo una vez pasado el fervor de los setenta. Pero aquí es donde entra en juego la diferencia vasca: entre nosotros existió realmente una práctica violenta dotada de una considerable comprensión y justificación social, derivadas tanto de su nacionalismo como de su antifranquismo. Por ello, durante los años setenta a la izquierda intelectualmente revolucionaria le pareció que realmente aquí existía algo así como un movimiento popular revolucionario, creyó que entre nosotros se daba la posibilidad efectiva de una cesura en la Historia. Cierto que ese movimiento estaba lastrado por la ideología nacionalista, carente de sentido para la izquierda, pero la teoría del uso estratégico de las contradicciones permitía superar ese pequeño defecto: si la lucha armada contra el sistema capitalista había adoptado entre nosotros el ropaje nacionalista ello se debía a que apuntaba a la contradicción inmediata, pero desarrollándola se podía llegar a la contradicción estructural. La revolución era posible, por mucho que fuera por la vía tortuosa de un movimiento impregnado de nacionalismo. La práctica de la violencia de ruptura era lo relevante.

De esta manera se produjo en Euskadi una especie de 'abducción política' de un sector significativo de la izquierda por la imagen de la lucha armada, considerada como vía hacia la revolución y destrucción del sistema capitalista. Una abducción cuyas consecuencias no han terminado todavía. Puesto que, en efecto, por mucho que el paso del tiempo y la maduración personal de esos intelectuales, unida a la crueldad obscena del terrorismo, hayan hecho a muchos replantearse su apoyo intelectual a la violencia, quienes han permanecido durante años encapsulados en un izquierdismo que consideraba el sistema socioeconómico como algo perverso del que podía salirse por medios salvíficos han quedado perdurablemente marcados por esa larga estancia. ETA no despierta ya ilusión alguna entre ellos, pero es ETA la que les ha mantenido al margen de la evolución normal de la izquierda hacia la progresiva asunción de los fundamentos liberales de la democracia. Es la existencia de ETA la que les ha mantenido impermeables a la evolución intelectual del pensamiento crítico, fieles a un planteamiento leninista antiguo y superado en cualquier otro país europeo.

No se olvide que este encapsulamiento ha afectado precisamente a un conjunto de personas políticamente muy activas e intelectualmente dotadas, una parte muy importante de la 'intelligentsia' vasca, con una elevada capacidad de creación de opinión sobre su entorno inmediato, unas personas que normalmente actúan como referentes para círculos más amplios, políticos, familiares o sociales. De forma que la pervivencia del mito de la violencia revolucionaria no solamente la ha mantenido a ella al margen de la política democrática normal (empobreciendo a ésta, sin lugar a dudas), sino que además ha operado como un dique para que la sociedad vasca en su conjunto fuera haciendo suyas, al salir de la dictadura, las ideas humanistas heredadas de la Ilustración, el liberalismo y el constitucionalismo. Su indudable capacidad para crear opinión ha colaborado para mantener vigentes en la sociedad vasca borrosas posturas hipercríticas del sistema político y social realmente existente (tildado negativamente de 'democracia formal' o 'representativa'), manteniendo en cambio la vitola de valiosos para proyectos lamentables que nadie aceptaría realmente experimentar en su persona (Albania, luego Cuba, ahora Chávez, las democracias 'presentivas' o 'reales'). Esta izquierda abducida es la que suministra a la sociedad vasca tópicos no tanto críticos como directamente utópicos. En lugar de tomar la práctica democrática como una fatigosa pero eficaz vía de mejora de la sociedad, se predica a ésta un redentorismo mezclado de revolución y valores absolutos. Se le sugiere el desprecio por la política cotidiana apelando a los valores absolutos que conserva esta izquierda como referentes totémicos: 'justicia', 'libertad', 'pueblo', 'revolución', 'voluntad'.

No es fácil, salvo que acudamos a sociedades poscomunistas, encontrar en Europa un país en el que un tan alto número de personas situadas en posiciones de influencia intelectual mantengan un discurso de salvación situado al margen de la práctica democrática. No es fácil encontrar una sociedad en que sigan mediáticamente tan vigentes una serie de mitos, utopías y absolutos políticos tal que los que se manejan en Euskadi como moneda discursiva habitual. No parece sino que nuestra sociedad ha salido del redentorismo católico tradicional para quedarse en parte empantanada en otro mesianismo de izquierda revolucionaria mezclada de liberación nacional. Y la causa indirecta de ello ha sido ETA.

Para el autor, la existencia de ETA ha tenido una directa influencia en la evolución de la izquierda política vasca. «No es fácil, salvo que acudamos a sociedades poscomunistas, encontrar en Europa un país en el que un tan alto número de personas situadas en posiciones de influencia intelectual mantengan un discurso de salvación situado al margen de la práctica democrática»


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/prensa/20090905/opinion/abducidos-20090905.html

viernes, 4 de septiembre de 2009

«El fanatismo y la locura de Hitler decidieron la victoria de los aliados»

4.9.2009

ANA ROMERO/ Londres

El Mundo




ANDREW ROBERTS

Historiador británico. Autor de ‘Masters and Commanders’ Tiene 46 años, ha escrito una decena de libros y es todo un personaje. Dice que su amor por la Historia se lo debe a un maestro que tuvo a los nueve años en su internado. El profesor en cuestión, de nombre Christopher Perry, «actuaba e interpretaba a los protagonistas de la Historia. Se ponía de pie encima de la mesa e imitaba a Napoleón. Era una manera magnífica de enseñar. Muy imaginativa, emocionante, llena de inspiración». Imaginativo y emocionante es sin duda su libro Masters and Commanders, publicado el año pasado. Trata de la relación de los dos líderes políticos- Winston Churchill y Franklin Delano Roosevelt– y los dos militares –George Marshall por la parte americana y el británico Alan Brooke– que urdieron la derrota sobre los alemanes. Es un libro que se lee como una novela. Pero antes de quedar atrapado en las redes de la Historia –«una fuente constante de placer »–, dedicó dos años a la banca de inversiones. «Me di cuenta enseguida de que estaba funcionalmente incapacitado para interpretar cuentas de resultados y por tanto para ser banquero». Con la II Guerra Mundial se topó de casualidad. Un amigo suyo, un agente literario, le pidió que escribiera sobre Lord Halifax, ministro de Asuntos Exteriores con Churchill (1938-1940).

La elegante casa de Andrew Roberts en una de las zonas más exclusivas de Londres está abarrotada de Historia. Aquí hay un mapa, allí una condecoración, más allá una carta de Georgette Weiner, amante de Wellington y de Napoleón. Todo regado con fotos dedicadas de Ronald Reagan, George W. Bush y Margaret Thatcher (varias). Y entre libros y más libros, numerosos souvenirs de Winston Churchill. El reputado historiador es un hombre lleno de vida y de sentido del humor. Se disculpa por ir en pantalones vaqueros y desaparece para volver al poco con unos discretos chinos. Justo el día de esta entrevista ha salido a la calle Storm of War. A new history of the Second World War, de 700 páginas, y que ya es el primer best seller de Amazon, explica un exultante Roberts. El próximo, sobre Napoleón.

Pregunta.– ¿Una nueva historia de la guerra? ¿Qué más se puede agregar?

Respuesta.– Es una historia comprensiva desde la invasión de Polonia hasta la rendición de Japón. El libro analiza por qué los alemanes no ganaron si podían haberlo hecho. Se fija en el proceso de decisión alemán, específicamente en la relación de Hitler con sus generales. El argumento es que los alemanes perdieron porque Hitler antepuso continuamente los factores ideológicos a los estratégicos. Se dejó guiar siempre por presiones fanáticas. Anteponer la ideología a su propio interés en la Guerra Mundial resultó una locura.

P.– Déme un ejemplo de decisión motivada por la locura.

R.– Cuando invadió Rusia en 1941. Tuvo que haberse buscado la complicidad de los elementos antibolcheviques, como los nacionalistas ucranianos. Pero como era nazi, no podía hacerlo, y trataba a todos los eslavos como Untermenschen (seres inferiores). Los ucranianos habrían luchado contra los rusos, a los que odiaban por las hambrunas de los 30. Otro ejemplo es el Holocausto. Entre 1939 y 1944, la industria alemana perdió a 10 millones de trabajadores. Justo cuando necesitaban a gente bien preparada para construir el Tercer Reich estaban matando a seis millones de judíos. Una estupidez, si lo que pretendían era ganar la guerra. Si querían matar a los judíos, tenían que haberlo hecho después de ganar.

P.– Así que fueron las decisiones de Hitler y de Stalin, y no las de los protagonistas de Masters and Commanders (su último libro), las que determinaron la victoria.

R.– Sí, porque de cada cinco alemanes muertos en acción, cuatro lo hicieron en el frente del Este. Las decisiones de los aliados tuvieron consecuencias en el Oeste. También ayudaron mucho a Rusia pagando entre el cinco y el 10% de su material de guerra. O bombardeando Alemania extensamente, lo que hizo que el 70% de la Luftwaffe no pudiera ser usada contra los rusos.

P.– ¿Por eso se trataron con guante blanco los excesos del Ejército Rojo?

R.– El Ejército Rojo violó a dos millones de mujeres alemanas en 1945 y ninguno de los aliados quiso mencionarlo. Cuando Anthony Beevor lo escribió, fue denunciado por el embajador ruso en Londres. Es verdad que el Ejército Rojo fue fabulosamente valiente en su lucha contra el nazismo, pero también es cierto que para imponer el terror violó sistemáticamente. No se trata de criticar a los rusos, es un simple hecho histórico. El nuevo nacionalismo ruso, espoleado por Putin y por Medvedev, está intentando ocultar la verdad cerrando archivos y webs, e imponiendo lo que se enseña sobre la Guerra y sobre Stalin.

P.– ¿Qué diferencia de liderazgo había entre Stalin yHitler?

R.– Aunque Stalin era un autócrata, escuchaba a sus mariscales. Inmediatamente después de la invasión nazi, el 22 de junio de 1941, le dio una especie de ataque de nervios. Pensó que lo iban a deponer y durante unos 10 días se fue a su dacha, incapaz de tomar una decisión. Sólo consiguió sobreponerse cuando el Politburó fue a buscarlo y le pidió que liderara la guerra. Después, escuchó a sus generales del mismo modo que lo hicieron los Masters y Commanders (los líderes políticos y militares aliados occidentales). Todo lo contrario que Hitler, que se encerró en Prusia, lejos del frente, y no escuchó a nadie.

P.– ¿En qué radica la grandeza de un líder?

R.– Cada uno de los Masters and Commanders estaba convencido de que conocía la estrategia adecuada para ganar la guerra. Creían que eran capaces de salirse del problema y observarlo desde fuera de manera objetiva. Eso por un lado. Luego, eran capaces de influir al resto. También estaba el hecho de que los dos políticos eran dos de los mejores oradores del siglo XX. Finalmente, aparte de saber trabajar entre ellos, estos cuatro grandes hombres supieron dar la impresión desde el principio de que iban a ganar. No hay forma humana de que Churchill hubiera sabido en 1940 o 1941 que Gran Bretaña iba a derrotar a Alemania. Y sabemos, por lo que les dijo a su secretario privado y a su mujer, que tenía dudas tremendas. Sin embargo, en público, y ante su staff o la Cámara de los Comunes, mostró absoluta confianza en la victoria final. Es la quintaesencia del liderazgo. Lo mismo hizo sir Alan Brooke, quien escribió en su diario el día antes de la invasión que el Día D podía ser la derrota más desastrosa de la guerra.

P.– ¿Fue Churchill el político más grande del siglo XX?

R.– Roosevelt consiguió más. Cuando terminó la guerra, América era el país en la posición más poderosa. Roosevelt impuso su visión del mundo de la posguerra. Los sueños de Churchill para el futuro no se impusieron. Era aún un imperialista en 1945. Pero sólo nos quedamos en la India dos años más.

P.– ¿Churchill fue el más carismático?

R.– Sí, pero el carisma es una construcción artificial. Por ejemplo, Adolf Hitler, un hombre que creó su inmenso carisma gracias a los rallies [mítines] de Albert Speer, las películas de Leni Riefenstahl y los discursos radiofónicos de Goebbels. Yo no creo que el carisma sea necesariamente una cosa buena, puede usarse también para el mal.

P.– ¿Qué tenía Churchill que le faltara a Roosevelt?

R.– Un magnífico sentido del humor. Era también un maravilloso escritor, incapaz de escribir una frase gris y con talento para cambiar el sentir de una audiencia en cuestión de momentos. En un minuto podía pasar de estar enfadado, de crear una enorme tensión, a hacer reír a la gente. Y luego estaba su capacidad para trabajar a una edad en la que la mayoría de nosotros nos retiramos. No fue primer ministro hasta los 65. Vivió hasta los 90 años, aunque fumaba y bebía. Preparaba sus discursos con total minuciosidad. Se dice que trabajaba tantas horas como minutos durara el discurso. Practicando, sopesando cada palabra, leyéndolo delante del espejo, caminando con él.

P.– ¿Se alargó la guerra debido a las dudas que Churchill albergaba acerca del Día D?

R.– La invasión de Francia tuvo lugar casi dos años después de lo que hubieran querido los americanos, pero Churchill estaba convencido, y yo creo que tenía razón, de que si se hubiese producido antes, habría acabado en derrota. Desde luego, habría alargado la guerra. Incluso en junio de 1944 fue muy arriesgada.

P.– ¿Quiénes serían los Masters y los Commanders de hoy?

R.– [Grandes risas] A diferencia de Churchill y Roosevelt, los políticos actuales son incapaces de nombrar a personas que no les van a dar la razón en todo. Churchill y Roosevelt eligieron a Brooke y a Marshall aún sabiendo que éstos eran hombres que les iban a decir exactamente lo que pensaban y se enfrentarían a ellos. Alan Brooke solía sentarse aquí en Londres en el Cabinet War Room rompiendo lápices y diciendo: «No, señor primer ministro, no estoy de acuerdo con usted». ¿Se imagina que eso ocurriera ahora? ¿Un asesor rompiendo un lápiz de pura furia frente a un presidente?

P.– ¿Por qué nuestros políticos no actúan así?

R.– Porque quieren salirse con la suya en cada momento. Por eso nombran a personas que sólo saben decir que sí, con caracteres más débiles. Creo que Churchill lo hizo de otra manera porque en 1915 él fue responsable de la crisis de los Dardanelos que terminó en el desastre de Gallipoli. Fue el único momento de su vida en el que consideró la posibilidad de suicidarse. Su carrera se destruyó de la noche a la mañana. Nunca quiso ser acusado de haber hecho lo mismo durante la II Guerra Mundial ignorar la opinión de los jefes militares.

P.– ¿Abusó Bush de las comparaciones entre la II Guerra Mundial y la Guerra de Irak?

R.– No es difícil establecer paralelismos entre Sadam Husein y Hitler. Sadam usó gas contra sus enemigos políticos y raciales e invadió Kuwait, como hizo Hitler con países vecinos. Torturó a su propia gente y sí, era un dictador fascista. Creo que es razonable que Bush los comparara, porque los dictadores fascistas se parecen entre sí. Claro que la mayor diferencia es que al final Sadam no tenía armas de destrucción masiva.

P.– ¿Hubo menos preparación para las guerras de Irak y Afganistán? Tras ocho años, en Afganistán no se vislumbra el final.

R.– En 1939 no estábamos preparados. No teníamos tanques ni aviones. Parece que estamos cometiendo ese mismo error ahora. Nuestro gasto en defensa es reducidísimo. Nuestra Armada y nuestro Ejército son los más pequeños desde las guerras napoleónicas. Y, sin embargo, estamos metidos en una gran guerra en Afganistán. Es sorprendente que se pueda creer en la posibilidad de una defensa buena y barata. Eso es lo que hace Gordon Brown. Durante los 12 años en que fue ministro de Economía, se dedicó a rebajar el gasto militar. Como consecuencia de esa política, la falta de helicópteros y de carros de combate apropiados está conduciendo a muertes innecesarias en Afganistán.

P.– En Gran Bretaña es uno de los principales temas de debate.

R.– Es monstruoso. Un auténtico desastre. Una tragedia. Hay jefes militares que están empezando a hablar públicamente contra el Gobierno, lo cual no había ocurrido jamás y es casi anticonstitucional. Los soldados están anteponiendo sus camaradas muertos a sus deberes constitucionales. Y hacen bien.

P.– ¿Cómo es ahora la relación especial entre Londres y Washington?

R.– Obama carece de lazos emocionales con Gran Bretaña. Es más, nos acusa de haber torturado a su abuelo, que luchó en los 50 con los Mau-Mau en Kenia durante el Gobierno de Churchill. Una de las primeras cosas que hizo fue quitar el busto de Churchill del Despacho Oval. Pero esto es una anécdota. Lo importante es que no estamos gastando lo suficiente en defensa como para que él quiera tener una relación especial con nosotros. Nos estamos comportando como cualquier país de la UE, que no están muy interesados en defensa.

P.– Aún así, ¿cambiará la relación con David Cameron?

R.– Sí, funcionarán muy bien. Son jóvenes, son cool, se gustaron cuando se encontraron. ¡Cameron le regaló a Obama mi libro de Masters and Commanders! Cameron será primer ministro el próximo mes de mayo, así que tendrá dos años y medio, o quizá seis años y medio, para trabajar con Obama. Ambos tienen mujeres cool, ¡lo cual ayuda!

P.– ¿Tendrán que enfrentarse a una situación parecida a la de la II Guerra Mundial?

R.– Sin duda. Hay un enemigo ahí fuera que, si tuviera la oportunidad, haría explotar una bomba nuclear en Washington o en Londres. Se llama Al Qaeda, son los yihadistas globales. Pero es una guerra muy diferente. Entonces podías invadir y ocupar Alemania. Ésta es más complicada.

P.– ¿Serán tan buenos líderes?

R.– Sí, creo que sí. Siempre y cuando Obama reconozca la importancia de la guerra en Afganistán. Creo que sí, porque ha ordenado un surge (impulso) de 17.000 hombres. Aprendió la lección del éxito de Bush en Irak.

P.– No creo que a Obama le guste ser comparado con Bush.

R.– Sí [Risas]. Pero eso es exactamente lo que ha hecho.

«La ideología puede ser tan poderosa que ignore que en Rusia hace frío» Roberts recurre a Kaputt, de Curzio Malaparte. El periodista está sentado en un café en Varsovia, desde donde ve pasar a las tropas alemanas a su regreso de Rusia. Roberts pide disculpas por lo que va a leer: «De repente, me asalta el horror de comprobar que no tienen párpados. Son miles y miles los que han perdido sus narices, sus orejas, sus dedos y sus órganos sexuales, todos devastados por el frío. A todos les espera la locura». Lo que más llama la atención a Roberts «es que la Wehrmacht fuera a Rusia, el país más frío del mundo, sin abrigos. Goebbels tuvo que pedir a la población que mandara abrigos. Aún me cuesta digerir que la ideología pueda ser tan poderosa que ignore la primera lección de geografía


«El nacionalismo de Putin intenta ocultar que violaron a dos millones de alemanas»

«Roosevelt impuso su visión del mundo; Churchill aún era un imperialista en 1945»

«Los políticos de hoy no nombrarían a nadie que no les diera la razón en todo»

«Bush comparó a Sadam y a Hitler... Los dictadores fascistas se parecen entre sí»

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Una oportunidad en Afganistán

02.09.09

JUANJO SÁNCHEZ ARRESEIGOR HISTORIADOR, ESPECIALISTA EN EL MUNDO ÁRABE

El Correo


Continúa con lentitud exasperante el recuento de los votos en Afganistán. Por el momento parece que Karzai no va a conseguir la mayoría absoluta, lo que haría necesaria una segunda vuelta. La reelección de Karzai será una mala noticia para Afganistán.

Uno de los mejores amigos del presidente afgano es Ahmed Rashid, el aclamado autor de 'Los talibanes', un texto indispensable para todos los interesados en la crisis afgana. Al inicio de su más reciente obra, 'Descenso al caos', Rashid traza un halagüeño retrato de su amigo, al que describe como un gran patriota, valiente, culto y honesto. Sin embargo, a medida que avanzamos en la lectura del texto, Rashid no puede ni intenta evitar describir las lacras y los errores del presidente afgano. En pocas palabras, el verdadero problema no es que Karzai gobierne mal, sino que sencillamente no gobierna.

Pese a las acusaciones casi rituales de cierta supuesta izquierda de pacotilla, Karzai no es un títere del perverso imperialismo norteamericano. Lo que en Washington desean del presidente afgano, sea el que sea, es precisamente lo contrario a un títere: alguien que asuma en sus propias manos el control efectivo del país, que lo gobierne de verdad y lo mejor posible. Entonces los norteamericanos podrán hacer lo que verdaderamente siempre han deseado hacer: darse la vuelta y desentenderse de ese maldito lugar.

Con un presidente eficaz y enérgico, la insurgencia tendría los días contados. Por desgracia, Karzai no es ni una cosa ni la otra. Una y otra vez su amigo Rashid ha de explicarnos las decisiones no tomadas, las cesiones, las vacilaciones, los errores por omisión y, al mismo tiempo, el deseo de seguir en el poder, que le lleva a claudicaciones y pactos diabólicos con los mismos señores de la guerra a los que se supone que debería ir sometiendo al imperio de la ley. Nada de esto es obra de los norteamericanos. Bella persona pero funesto personaje, Karzai es el principal responsable de sus propios desaciertos.

La derrota de Karzai podría ser muy beneficiosa para Afganistán. En primer lugar, la victoria de un candidato de la oposición es la prueba del algodón de toda verdadera democracia. En segundo lugar, el nuevo presidente ya no podría ser acusado de ser una herramienta de los extranjeros. Cuanto más se insista en que Karzai fue alzado al poder por los norteamericanos y que por lo tanto es tan sólo su hombre de paja, más difícil será lanzar la misma acusación contra un hombre que haya subido al poder derrotándole en unas elecciones limpias. Entonces la legitimidad del nuevo presidente sería por contraste mucho más fuerte a los ojos del pueblo. También podría suceder, aunque por desgracia eso no se puede garantizar, que fuese un hombre más enérgico y más habilidoso. Las limitaciones del actual presidente ya las conocemos, de manera que merece la pena arriesgarse a un cambio.

Es necesario insistir en que la práctica totalidad de la insurgencia talibán está formada por miembros de la etnia pastún, que supone un 40% del total de la población afgana. El propio Karzai es pastún y se comprueba fácilmente que en las elecciones anteriores obtuvo el 70% de los votos o más en las regiones de mayoría absoluta pastún, mayorías menos holgadas en las regiones con menor porcentaje de pastunes y porcentajes decorosos pero minoritarios en las restantes regiones. Si junto a estos dos mapas colocamos un tercero, marcando los niveles de violencia insurgente, comprobaríamos enseguida una correlación clara entre los tres. La antigua dinastía real afgana era pastún y muchos miembros de esta etnia parecen tener claro que ellos deben seguir gobernando el país. Los más abiertos y tolerantes optan por votar a Karzai, mientras que los más autoritarios, xenófobos y antimodernos optan por los talibanes. Si Karzai no consigue inspirar temor o meramente respeto mediante su gestión de gobierno, la insurgencia crecerá, pero sólo entre los pastunes, pues los hazaras, uzbekos, tayikos, nuristaníes, turcomanos, pachais, baluchis y otras etnias más pequeñas no están por la labor.

Los pastunes viven también en gran número en Pakistán y parecen formar la columna vertebral de la insurgencia integrista en este país. Obsesionados por la guerra con India, los militares paquistaníes han entrenado y armado durante décadas a los cuervos que ahora amenazan con sacarles los ojos. Sin embargo los pastunes son sólo una quinta parte de la población paquistaní. ¿Qué apoyo obtiene el integrismo entre las restantes etnias de Pakistán? También convendría mucho averiguar el origen étnico de los generales paquistaníes. El medio de comunicación o el estudioso que pueda responder a estas preguntas nos habrá proporcionado una información decisiva, que determinará el futuro de Pakistán y quizás de toda la región. Si el talibanismo paquistaní se limita a los pastunes, la guerra civil podría ser larga y sangrienta, pero el único final posible será la derrota final de los insurgentes.

Por el momento todas las noticias de violencia en Pakistán provienen de las regiones de mayoría pastún y en concreto de las comarcas más rurales, arcaicas, agrestes, atrasadas y con menor presencia de la Administración central, no ahora, sino desde siempre. Otro indicio para el optimismo a largo plazo es que en Afganistán el voto no se ajusta al 100% a los criterios étnicos. Allí donde no operan poderes fácticos de tipo clientelar o caciquil, los candidatos que se presentan en todo el país pueden realmente conseguir los votos de los más diversos grupos étnicos y no sólo del suyo. En el caos del Afganistán actual puede parecer un dato irrelevante, pero a largo plazo será totalmente decisivo.


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/20090902/opinion/oportunidad-afganistan-20090902.html

martes, 1 de septiembre de 2009

«Alemania estaba desbordada por el paro y quería un Estado autoritario»

1.9.2009

ANA ROMERO / Cambridge (Reino Unido)

El Mundo



RICHARD EVANS

Historiador británico. Autor de una trilogía de referencia sobre el III Reich Nació en Londres hace 62 años, pero sus orígenes están en Gales, de donde eran sus padres y a donde lo llevaron con frecuencia. «Nunca aprendí la lengua, es un idioma muy difícil, pero así nació mi interés por las diferencias lingüísticas y culturales», afirma al explicar de dónde procede su vocación por la Historia. También le influyó «crecer en la posguerra, cuando Alemania era uno de los grandes temas de conversación. Además, sólo había que ir al East End para ver la destrucción causada por las bombas». Finalmente, «la generación del 68, cuando la mayoría éramos estudiantes de izquierdas y nos interesaban el auge del fascismo y del racismo, sobre todo en Alemania y Gran Bretaña, y la guerra de Vietnam». El momento cumbre de su interés por la historia de Alemania data de la visita del académico Fritz Fisher a Oxford, donde Evans estudiaba en los 70: «Un personaje controvertido que por primera vez se atrevió a decir que la Alemania nazi tenía raíces en otras épocas». Fruto de este encuentro es la trilogía que acaba de finalizar esta primavera. Los dos primeros tomos –La llegada del Tercer Reich y El Tercer Reich en el poder– están editados por la editorial Península. El tercero, The Third Reich at war, aún no ha sido traducido al castellano.




Advierte Richard J. Evans que el césped del milenario claustro de Gonville y Caius, un college (facultad) de la Universidad de Cambridge, sólo puede pisarse en compañía de un profesor. Son las reglas de un lugar con 800 años de historia en el que el propio puesto de Evans –Regius Proffessorship of Modern History– data tan sólo de 1794. Por primera vez, el cargo es votado internamente, y no nombrado a dedo por el primer ministro. Aunque más cercano a la izquierda, Evans, nieto de mineros galeses, es británico después de todo. Y con gran orgullo matiza: «No obstante, mi nombramiento tuvo que ser ratificado por la Reina. En última instancia, es decisión de su Majestad». Como es verano y esto es una isla de la Gran Bretaña, hoy llueve cuando quiere (las famosas showers, o duchas). Evans, un hombre tirando a bajo, a moreno y a simpático a pesar de su timidez, prepara sus vacaciones familiares en Grecia mientras trabaja ya en su próximo libro: una Historia de Europa entre 1815 y 1914. La personalidad de Evans se resume en la frase en latín que recibe a la entrada de Gonville: Humilitatis.

Pregunta.– ¿Por qué afirma usted que los historiadores británicos son hoy en día los mejores del mundo?

Respuesta.– Hay una serie de razones. Durante la guerra vinieron a Gran Bretaña muchos historiadores exiliados. Eran sobre todo judíos que en los años 60 ya tenían cátedras. También hubo muchos británicos que pelearon en la guerra y se interesaron por los países en los que estuvieron. Finalmente, en los 60 se crearon muchos puestos de historiadores en las universidades. En esa época además aprendían idiomas, cosa que no ocurre ahora. Influye también que se nos considera más neutrales, sobre todo en países como España y Alemania. Finalmente, aunque la Historia es una ciencia social, nosotros la inscribimos dentro de la tradición literaria y escribimos por tanto para un público más amplio.

P.– Usted saltó a la fama en 2000 por el caso de David Irving, el historiador británico que negó el Holocausto. Ahmadineyad afirma ahora lo mismo. ¿Hay que evitarlo?

R.– Nadie se toma en serio al líder iraní. Hay una diferencia entre un político radical que niega el Holocausto por motivos populistas y un historiador que pretende ser serio. Irving es más peligroso. Yo creo en la libertad de expresión, y en el derecho de las personas a decir lo que les plazca, siempre y cuando no inciten a la violencia o al odio racial. Irving se querelló contra Deborah Lipstadt, e intentó impedir la salida del libro en el que ella le acusaba de negacionista del Holocausto. De haberse salido con la suya, habría sido imposible en este país criticar a los negacionistas. Al final, conseguimos que el acusador se convirtiera en acusado y lo desacreditamos...

P.– Estamos viviendo la peor depresión desde 1929. ¿Para usted fue ésta una de las principales causas del advenimiento del Tercer Reich?

R.– También influyeron la humillación nacional sufrida tras el Tratado de Versalles y la hiperinflación de 1923. Pero entre 1929 y 1933, la depresión fue mucho mayor que estamos sufriendo ahora. En Alemania, el paro llegó a ser del 35%. Hoy día, en Europa, la media no pasa del 10%.

P.– En mi país supera el 18%.

R.– Sí, la situación es muy mala, pero la mayor diferencia entre esos años y ahora es que los mecanismos de protección social eran inexistentes. El Estado alemán estaba totalmente desbordado por el paro. Además, la legitimidad de la democracia era relativamente débil y la mayoría de los alemanes quería un Estado autoritario. Ahora, a principios del siglo XXI, la legitimidad de la democracia tiene raíces mucho más profundas. Y esto incluye a España, claro, y a Alemania. Otra gran diferencia es que ahora el comunismo está muerto.

P.– Fidel Castro se disgustaría mucho.

R.– ¡Él sí que está casi muerto! En serio, Cuba ya ha comenzado su evolución hacia un Estado poscomunista. En la Europa Occidental de entreguerras, el Partido Comunista era importantísimo, un verdadero partido de masas. En España y en Alemania desde luego. Y lo que es más, pretendían crear una Alemania soviética o una España soviética con un sistema estalinista. Ahora, el comunismo no tiene apoyo ninguno. Los desempleados en Alemania se hicieron comunistas, y fue el miedo de esa llegada del comunismo lo que provocó que muchos miembros de la clase media votaran al Partido Nazi.

P.– Los resultados de las últimas elecciones europeas indican un giro a la derecha en Europa en general. ¿Se puede revivir el pasado?

R.– Nunca se debe intentar predecir el futuro. La Historia nunca se repite. Sí es verdad que la extrema derecha en Europa ha crecido, y que la izquierda se llevó una buena tarascada. Eso tiene que ver parcialmente con el descontento económico. Creo que estos sentimientos son sobre todo anti inmigración. Aquí en Gran Bretaña, la típica propaganda del British National Party es que los inmigrantes nos están robando los trabajos. Pero hay dos elementos de los partidos fascistas de entreguerras que no están presentes en estos partidos fascistas de hoy. Uno es el militarismo, ahora no se ponen uniformes y marchan por las calles. El otro es el ultranacionalismo. Son nacionalistas, sí, pero la idea de hacer una guerra para invadir otro país europeo está totalmente desacreditada.

P.– La única y última excepción en Europa de lucha ultranacionalista militarizada sería ETA.

R.– Sí, excepto que ETA quiere invadir otro país –Francia– para consolidar lo que ellos consideran su patria vasca, no simplemente para anexionarse un territorio como en la época de entreguerras. Ése fue el caso, por ejemplo, de los movimientos fascistas de Hungría y Rumanía.

P.– Usted se refiere a la Europa de los años 30 como el Continente Oscuro.

R.– Con la excepción de Gran Bretaña, prácticamente todos los países europeos sufrieron una dictadura en los años 30. Es una época en la que la democracia está en crisis, deslegitimizada desde Francia hasta Rusia. La razón es que en Gran Bretaña la democracia parlamentaria liberal tenía una mayor historia que en el resto de Europa.

P.– ¿Es el tiempo lo que da madurez a una democracia?

R.– No necesariamente. Gran Bretaña todavía necesita tiempo para convertirse en una democracia completa. Hay instituciones aquí, como la Casa de los Lores o nuestro sistema electoral, que debiéramos reformar. Ahora no es cuestión de tiempo, sino de calidad. La democracia en España, a pesar de su juventud, está firmemente asentada, y ése no era el caso para nada en el periodo de entreguerras.

P.– Usted insiste en no emitir un juicio moral del nazismo. ¿Nos equivocamos al creer en la maldad colectiva del pueblo alemán durante el III Reich?

R.– Creo que la labor del historiador es doble. La primera es hacer que el pasado vuelva a la vida y conseguir que la gente entienda cómo eran las personas en esa época. La segunda, explicar cómo y por qué ocurrieron las cosas. Realmente no creo que sea la tarea del historiador realizar un juicio moral. En este caso, lo que pretendo es presentar a los lectores el material que van a necesitar para que ellos realicen ese juicio. Siento que la manera en la que la Alemania nazi es tratada, por ejemplo, en las películas de Hollywood, en mi país y en América es terriblemente simplista. Por ejemplo, la película de Tom Cruise Operación Walkiria. Es muy buena, pero también lo presenta todo en blanco y negro. Stauffenberg –el coronel Claus von Stauffenberg, que fue fusilado– es el bueno que quiso matar a Hitler. Pues no. Stauffenberg era un personaje muy complejo. Él compartía la idea del futuro Reich que estaba creando Hitler y no era un demócrata. Era un elitista que creía en el Gobierno de la aristocracia. Era un nacionalista. Sí, muy valiente y decisivo, pero no la figura simple del demócrata que pintan en la película. Era un simpatizante de Hitler que cambió de opinión. Yo lo que intento es ilustrar las complejidades morales de la gente sobre la que escribo. Por ejemplo, a lo largo de los tres volúmenes –La trilogía del nazismo– sigo a una maestra corriente de Hamburgo llamada Louise. En el primer volumen es una entusiasta tremenda del nazismo. Al final del tercero, y citando sus diarios, se presenta como una persona que odia el nazismo y dice que ha destruido Alemania por completo. Sí hay momentos en los que yo la juzgo internamente. Su marido era judío. Durante la guerra, siento que es una persona muy egoísta. No le importa lo que está pasando a los otros judíos. Sólo se preocupa por protegerse a sí misma y a su familia. Pero eso yo no lo digo sobre el papel. Lo que hago es decirle al lector lo que ella hace y siente.

P.– En su trilogía hay otro hombre corriente, Hermann Ahlwardt, que se convierte en predicador antijudío tras cometer un robo. ¿Qué deben de hacer los políticos contra los Hermann Ahlwardt del momento?

R.– Hay una gran diferencia entre el antisemitismo y otras formas de prejuicio racial. En Alemania, los judíos constituían sólo el uno por ciento de la población, aproximadamente medio millón de personas. Aunque los nazis mantenían que eran físicamente diferentes, la realidad era que no se distinguían en absoluto del resto de los alemanes. Por eso les ponían la estrella amarilla, para identificarlos. Una contradicción absoluta. El antisemitismo es la base de una masiva teoría de la conspiración que mantiene que los judíos son los enemigos del mundo. Conspiran contra nuestro país para acabar con nuestra civilización. Eso es de un orden completamente diferente a la afirmación de que los inmigrantes nos están quitando nuestros empleos, que es lo que hacen los Ahlwardt de ahora.

P.– El rechazo actual al extranjero sí que es parecido.

R.– Pero el actual es mucho menor. Tome como ejemplo el plan de los nazis de destruir a 45 millones de eslavos en su expansión hacia el Este. Querían infectarles enfermedades y matarlos de hambre. Después, sustituirlos por 10 millones de colonos alemanes y crear una sociedad ideal. Aunque este plan era un genocidio de una escala inimaginable, a los eslavos se les consideraba un obstáculo regional, no una conspiración mundial. Ésa es la gran diferencia.

P.– Los extremistas islámicos sí parecen ajustarse al patrón nazi.

R.– No del todo, porque no se concentran en una conspiración judía mundial para destruir el Islam o los Estados árabes, sino que es Israel el objeto de su odio y aquéllos que apoyan a Israel.

P.– ¿Se equivocan los que equiparan islamismo y fascismo?

R.– Son conceptos muy diferentes. El islamismo es un movimiento religioso, y en ese sentido es como cualquier otro extremismo religioso. Como por ejemplo los extremistas cristianos que en América asesinan a médicos abortistas.

P.– Sí, pero los extremistas cristianos no tienen campos de entrenamiento donde enseñan a sus fieles a asesinar al enemigo.

R.– Aún así, yo considero que la mayoría de los musulmanes son gente pacífica y que los extremistas son una pequeña minoría de iluminados religiosos. El nazismo era esencialmente antireligioso. Era un movimiento laico que pretendía sustituir al cristianismo con una doctrina científica basada en el aquí y ahora, en mejorar la vida en la tierra.

P.– ¿Qué queda del nazismo?

R.– Algunos grupos, algunos de ellos bastante peligrosos, pero son posfascistas. Están dirigidos sobre todo contra los inmigrantes y se limitan a utilizar algunos de los símbolos, el lenguaje, la parafernalia del nazismo.

P.– ¿Deben los alemanes dejar de sentirse culpables por lo que hicieron?

R.– Hay una responsabilidad histórica. Creo que ése es un sentimiento que se ha convertido en parte de la identidad alemana. Antes de 1990, los alemanes no tenían que plantearse lo que era ser alemán. Pero ahora, ese sentimiento de responsabilidad es parte de lo que significa ser alemán. Qué capital del mundo tiene un monumento a las víctimas provocadas por regímenes anteriores, como Berlín, en cuyo centro existe un monumento en recuerdo de los judíos. Creo que la memoria del nazismo es parte de Alemania.



La república de Weimar registró seis millones de parados en 1932 Hitler utilizó la crisis del 29 para exacerbar el sentimiento nacionalista alemán. A pesar del ilusorio progreso económico de la primera mitad de los años 20 –motivado por la inyección de capital procedente de EEUU–, el crash del 29 dejó un panorama desolador. Los bancos estuvieron cerrados entre el 13 de julio y el 5 de agosto de 1931, por temor a sufrir quiebras en cadena. Y el paro pasó de 900.000 desempleados en 1928 a seis millones en 1932. La retirada del dinero estadounidense y la falta de créditos internacionales hundieron a la república de Weimar, mientras el comercio exterior se reducía súbitamente. La producción manufacturera decreció entre 1929 y 1932 a una media anual del 9,7% y los precios agrarios cayeron a mínimos alarmantes.


«La crisis de entonces era mucho peor que la actual, el paro llegaba al 35%»

«La Historia no se repite, nunca se debe intentar predecir cómo será el futuro»

«El sentimiento de responsabilidad es parte de lo que significa ser alemán»

«Los nazis querían matara 45 millones de eslavos y sustituirlos por alemanes»



Mañana:
Jörg Friedrich: Los excesos de los aliados

lunes, 31 de agosto de 2009

«Cuando estaba vivo, lo divinizaron, apenas murió le culparon de todo»

31.8.2009



El Mundo



IAN KERSHAW

Historiador británico. Autor de la biografía de Hitler más reconocida.

Se decidió casi a regañadientes a escribir su biografía del Führer. No sólo porque se habían escrito dos difícilmente mejorables –la de Allan Bullock y la de Joachim Festh–, sino porque nunca fue un entusiasta del género, que consideraba propicio para perderse en las anécdotas y los chascarrillos. Le decidió a escribir su experiencia como historiador de la Alemania nazi y la divergencia de opiniones en torno al dictador, al que unos consideraban una marioneta en manos de la industria y otros, en
cambio, un demiurgo en cuya conducta estaba el oráculo de todos los horrores nazis. Ni tanto ni tan calvo, debió de pensar. Su obra –publicada en dos volúmenes por Península— se considera hoy una de las biografías canónicas sobre el personaje. Sobre todo por su magnífica recreación de los años de Hitler en Viena, alojado en albergues para vagabundos mientras perseguía su sueño de ser pintor. Hincha irredento del Manchester United, Ian Kershaw (Oldham, 1943) inició su carrera como medievalista, pero en los años 70 empezó a adentrarse en los secretos del nazismo de la mano de su maestro, Martin Broszat. «Cuando me sumergí en esto», dice, «empecé a entender los motivos de Hitler, pero nunca he sentido la más mínima atracción por él».



EDUARDO SUÁREZ / Manchester
Enviado especial

Pregunta.– ¿Hubiera habido Holocausto sin Hitler?

Respuesta.– No. Sin él no habrían existido ni el Holocausto, ni las SS, ni una guerra de conquista en Europa a finales de los años 30. Hitler fue absolutamente decisivo, esencial e irremplazable. Lo que no quiere decir que Hitler tomara todas las decisiones. La gente trabajaba «en la dirección del Führer». Es decir, anticipaba sus opiniones y actuaba en consecuencia. Pero cada encrucijada importante siempre requirió su autorización.

P.– Y sin Hitler, ¿Alemania habría ido a la guerra?

R.– Quizá. Pero la guerra habría tenido unas dimensiones mucho más limitadas. En 1939 muchos dirigentes nazis abominaban de la intención de Hitler de iniciar una guerra contra las democracias occidentales. Conviene recordar que Francia tenía entonces el mayor Ejército del mundo y el Reino Unido no era sólo esta isla: tenía detrás el Imperio Británico y el probable respaldo de EEUU. Los generales de Hitler creían que Alemania perdería una guerra así, aunque creyeron que el peligro había pasado después de la invasión de Checoslovaquia. «Si no lucharon por Praga», pensaron, «¿por qué iban a luchar por Danzig?».

P.– Pero Hitler fue sobre todo un jugador que fue sobreviviendo gracias a numerosos golpes de suerte.

R.– Desde luego. Desconfiando del resultado de la guerra, Hermann Goering le dijo en 1939: «Mi Führer, ¿debemos apostarlo todo?». Y él le respondió: «Usted sabe, Goering, que me he pasado la vida apostándolo todo». He aquí la respuesta de un hombre adicto al juego. Pero la guerra era una apuesta colosal y él era consciente de ello. Estaba en juego la existencia misma de Alemania. Tenía que vencer a todas las potencias del mundo y vencerlas cuanto antes. No podía decir: invadimos esto y luego esperamos. Tenía que ser una carrera rápida.

P.– Pero en el caso de Rusia la apuesta le salió mal. Pensó que todo sería más fácil.

R.– No sólo él. Todo el mundo lo pensaba. Stalin había purgado a toda su cúpula militar en 1938, el Ejército Rojo había obtenido una victoria pírrica en 1940 ante el débil Ejército finlandés y los aliados creyeron que Alemania ganaría una guerra contra la URSS en cuestión de semanas. Y, sin embargo, no sobrevivió a la derrota de Stalingrado.

P.– Usted dice en su libro que Hitler fue el político más popular de la Historia.

R.– Es una afirmación difícil de probar porque no hubo elecciones ni sondeos en Alemania después de 1933. Aun así, un tercio de los alemanes votaron por Hitler entonces. Una proporción estimable en el contexto de la atomizada República de Weimar. Fue luego, sin embargo, cuando se extendió la popularidad de Hitler gracias a un aparato de propaganda formidable que divinizaba la figura del líder supremo.

P.– ¿Había algo en Alemania que la hiciera más vulnerable que otros países a un tipo como Hitler?

R.– Quizá la idea alemana del liderazgo carismático que enlazaba en lo religioso con Lutero y en lo político con Bismarck. El culto a Bismarck fue una premisa muy importante para que floreciera el culto a Hitler. En el periodo imperial y en la República de Weimar hubo mucha gente que empezó a venerarle como el padre del Imperio. Una personalidad por encima de los intereses particulares. Un ser superior.

P.– Pero para elevar a Hitler a la altura de Bismarck era necesario conferirle un aura de respetabilidad que no tenía. ¿Qué papel desempeñó el entonces presidente de la República, Paul von Hindenburg?

R.– Un papel muy importante. Al fin y al cabo, Hindenburg era el héroe de la batalla de Tannenberg y Hitler era tan sólo el líder de un partido que ni siquiera tenía el respaldo de la mayoría de los votos. La cercanía de Hindenburg la explotaron los nazis en 1934 en un acto coreografiado al milímetro por Goebbels y celebrado en la ciudad de Potsdam, símbolo por excelencia del poder prusiano. Allí se produjo el encuentro entre el viejo prócer y la nueva Alemania, simbolizada en aquel canciller respetuoso y enérgico, enfundado en un traje oscuro y elegante. Aquel día hubo muchas personas que no eran nazis ni admiradores de Hitler que se decidieron a apoyarle escuchando la retransmisión de Goebbels.

P.– ¿Y ese halo de respetabilidad no sufrió ningún rasguño en 1934 al aniquilar Hitler a Ernst Röhm y a las SA en la masacre de la Noche de los cuchillos largos?

R.– Pues es curioso, porque cuando Hitler se deshace de las SA, la gente no lo percibe como una masacre sino como un acto de razón de Estado. Como el sacrificio de un hombre responsable que antepone los intereses de Alemania a los del partido y es capaz de desprenderse de los elementos más despiadados de sus filas.

P.– Por aquella época, el político conservador alemán Franz von Papen dijo aquello de que habían «alquilado» a Hitler. ¿Hasta qué punto subestimó al personaje la derecha democrática alemana?

R.– Creyeron que podían controlarlo y se les fue de las manos. Los conservadores eran suficientemente poderosos para destruir la República de Weimar, pero no para reemplazarla por el régimen que querían. Y de alguna manera no podían prescindir de un movimiento de masas como el nazismo. Por eso tuvieron que incorporarlo al Gobierno y al final elevarlo a la Cancillería. Fue entonces cuando Franz von Papen dijo: «No os preocupéis. Lo hemos alquilado». Subestimando, por supuesto, lo que se avecinaba.

P.– ¿Por qué lo hizo?

R.– Ellos miraban a Italia y se daban cuenta de que Mussolini había reinstaurado el orden y unas condiciones buenas para la industria italiana. Y pensaron que Hitler perdería su lado salvaje y se convertiría en un tipo más manejable. Por supuesto, no se dieron cuenta de que la autoridad de Hitler en 1933 era mucho más fuerte de lo que ellos creían.

P.– ¿Cómo reaccionaron las iglesias?

R.– Habría que distinguir entre protestantes y católicos. Los protestantes no eran una Iglesia unitaria pero muchos saludaron la llegada de Hitler como el renacimiento de una nueva fe en Alemania. En la Iglesia Católica en cambio hubo muchos titubeos. Veían en el Partido Nazi un movimiento ateo y una amenaza a la cristiandad y los obispos aconsejaron a sus feligreses que no lo votaran. Pero cuando Hitler prometió que mantendría las escuelas católicas, la Iglesia Católica transigió y animó a sus fieles a respaldarlo. Y el cardenal de Múnich, que visitó al Führer en su residencia alpina, anotó luego en su diario privado: «Este hombre cree en Dios». ¡Incluso él fue persuadido de que Hitler era un hombre bueno!

P.– Quizá porque Hitler era un camaleón, capaz de adaptarse a su interlocutor y seducirle en las distancias cortas...

R.– Lo era. Y era también un tipo muy persuasivo. En el trato personal parecía un hombre mucho más moderado que en público. Era un gran actor capaz de cambiar mil veces de imagen.

P.– En ocasiones da la impresión de que para los alemanes Hitler es una cabeza de turco en la que colgar sus propios pecados.

R.– Ha habido algo de eso, sí. Cuando estaba vivo, los alemanes lo divinizaron. Apenas murió, le echaron la culpa de todo. De todas formas, hoy todo es un poco distinto, porque sabemos que todos los segmentos de la sociedad alemana fueron cómplices de los crímenes del régimen.

P.– Pero hubo oficiales de las SS que nunca fueron juzgados. ¿Debió celebrarse una versión extendida del Proceso de Nuremberg?

R.– No es una discusión resuelta. Humanamente, se debió perseguir a los criminales. Políticamente, todo era más complicado y Konrad Adenauer decidió mirar al futuro y cooperar con tipos que tenían un pasado muy oscuro. A Alemania le costó mucho procesar a sus criminales y, cuando lo hizo, éstos recibieron sentencias muy leves que casi siempre se conmutaron o no se cumplieron. Esto es tremendamente injusto, pero es difícil saber si la creación de una democracia estable en Alemania hubiera sido más fácil o más difícil actuando de cualquier otra manera.

P.– ¿Cómo era Hitler en su vida íntima?

R.– Era un gran lector y un autodidacta y tenía muy buena memoria y una mente muy acerada. Apenas llegó a la jefatura del partido, su vida íntima se subsumió muy pronto en su vida pública. Hitler ni siquiera tenía la vida íntima que lleva hoy un primer ministro. ¿Cómo iba a tener una vida íntima un semidiós? Por supuesto, iba al Festival de Bayreuth por un interés genuino en Wagner y veía muchas películas. A veces muchas veces la misma película. Era una vida íntima tremendamente banal. Incluso en una cena todo el mundo esperaba que cada vez que hablaba hiciera una declaración ex cátedra. Hitler era un hombre sin amigos.

P.– ¿Ni siquiera Albert Speer o Joseph Goebbels?

R.– Ni siquiera. Ellos le llamaban «mein Führer» y él siempre les trataba de usted. No había ninguna intimidad con nadie.

P.– ¿Y con Eva Braun?

R.– Si hubo sexo o no, nunca podremos saberlo. Una vez entrevisté a uno de los administradores de la residencia alpina de Hitler y me dijo que su esposa había inspeccionado las sábanas una mañana y no había en ellas ningún resto de semen. Un tipo bastante extraño (risas). Quién sabe. Los dos tenían una relación muy próxima. Ella quiso volver a Berlín para morir con él y Hitler quiso casarse con ella antes de quitarse la vida. Aunque también hay quien dice que la despreciaba en público…

P.– ¿Hitler era misógino?

R.– Lo era aunque le encantaba rodearse de jovencitas.

P.– ¿Y homosexual?

R.– Estas cosas son por definición imposibles de probar pero sí hay una especie de entorno homoerótico alrededor de Hitler. Pero no creo que tengamos pruebas suficientes para decir que Hitler era gay. En mi opinión, Hitler era una persona sexualmente neutral. Indiferente a los hombres y a las mujeres. Pero esto es puro elucubrar.

P.– ¿Cómo descubrió su vocación política?

R.– Fue el Ejército el que lo empujó a la política. El Ejército y el ambiente de agitación que se vivía en Múnich, que por entonces estuvo inmerso en una revolución soviética.

P.– ¿Y hubiera ocurrido sin el tono hipnótico de su voz?

R.– No. Hitler tenía una habilidad extraordinaria para amplificar el enfado, el resentimiento y los problemas de la audiencia y convertirlos en un discurso movilizador. Y luego está el hecho de que se creía lo que decía. Era a la vez un propagandista y un ideólogo. Debió de ser algo electrizante verle en sus primeros años hablando en aquel ambiente y con esa pasión. Porque en aquellas cervecerías de Múnich Hitler hablaba para gente que no estaba convencida. Había socialistas y comunistas entre la audiencia y gente que pensaba que era un lunático. Pero poco a poco su voz se convirtió en algo indispensable para el primitivo Partido Nazi. No podían vivir sin él. Era su gran estrella.

P.– Pero al principio él se veía a sí mismo como el tamborilero que anunciaba la llegada del líder…

R.– Sí. Pero eso empieza a cambiar a principios de los años 20. Justo antes del golpe de 1923 en Múnich. Y lo cambia del todo la experiencia en la cárcel: las miles de cartas que recibe diciendo lo maravilloso que es. Empieza a creerse que él es el héroe al que espera Alemania. Y después de la cárcel reconstruye el Partido Nazi, pero de una manera distinta. Antes era uno más. Ahora todos deben jurarle lealtad a él.

P.– Al final, en los días del búnker, ¿hubo alguien en el que confiara?

R.– Quizá en Borrman y en Goebbels. Y ninguno de los dos le traicionó. Es cierto que Borrman no quiso morir en el búnker y que Goebbels intentó una capitulación de Berlín. Pero los dos estuvieron con él hasta el final. Otros no hicieron lo mismo.

P.– ¿Por qué Hitler ejerce una fascinación mayor que dictadores igual de mortíferos que él como Mao o Stalin?

R.– Quizá porque el 90% de las víctimas de Hitler no eran alemanes. En los casos de Stalin y Mao eran soviéticos o chinos. Hitler desencadenó una guerra mundial y un genocidio sin precedentes. Antes había habido genocidios, pero ninguno de esa magnitud. En ese sentido, Hitler fue un fenómeno mundial que logró cambiar la Historia. No quiero con esto menospreciar los horrores de Mao o de Stalin, pero éstos estuvieron más confinados a su territorio. Y luego también está el hecho de que Hitler llegara al poder en una democracia liberal. En una sociedad como en la que nosotros vivimos. El siglo XX fue en cierto modo el siglo de Hitler. Pero vino y se fue. Y gracias a Dios nunca volverá a haber otro igual que él.



Casi 14 millones de alemanes votaron a Hitler sin recibir presiones en 1932 Tras la crisis de 1929, el apoyo a nazis y comunistas creció de forma espectacular. Hitler ganó unos seis millones de votos en 1930 respecto a 1928, pasando de 13 a 107 diputa- dos. El recrudecimiento de las tensiones propició que Hitler alcanzara los 13 millones de votos en abril de 1932, frente a los 19 de Hindenburg. Poco después, el 31 de julio, el Partido Nazi se convertía en la fuerza política más votada, con el 37,3 % del apoyo (13.745.781 votos). Hindenburg nombró canciller a Hitler el 30 de enero de 1933 y, en un clima de intimidación extrema propiciado por las SS, los nazis ganaron con un 44%. El régimen de terror se desató entre el 29 y el 30 de junio de 1934, en la Noche de los cuchillos largos, con la ejecución de decenas de dirigentes nazis contrarios a Hitler.


«Alemania vio en la ‘Noche de los cuchillos largos’ un acto de razón de Estado»

«Hitler se le fue de las manos a la derecha, que tuvo que hacerle canciller»

«El ‘Führer’ tenía una vida íntima tremendamente banal. No tenía amigos»

«Debió de ser electrizante verle en sus primeros años hablando con esa pasión»







Mañana:

Richard Evans: Las causas de la guerra

domingo, 16 de agosto de 2009

Verdad y humildad


16.08.2009

J. M. RUIZ SOROA

El Correo



«La democracia liberal se basa en una verdad previa intangible y no susceptible de discusión: que todos los seres humanos poseen una igual dignidad que debe ser forzosamente respetada», defiende el autor, para quien «esa verdad es tan indemostrable racionalmente como esa otra que exhiben los religiosos cuando dicen que existe algo así como Dios»


En el debate público actual se ha introducido con fuerza la que podríamos denominar 'cuestión de la verdad', es decir, la discusión acerca de si en el ámbito político pueden existir verdades que se impongan en la convivencia humana como un 'a priori' y, caso afirmativo, qué papel juegan esas verdades en una democracia. El reciente intercambio de opiniones en estas páginas entre Javier Otaola ('A vueltas con la verdad') y Rafael Ferrer no es sino un ponderado e interesante ejemplo de ello.

Simplificando un poco la cuestión, podríamos decir que los dos cuernos del dilema vienen representados, por un lado, por un cierto tipo de laicismo que proclama al consensualismo como el único criterio de determinación de lo correcto en la vida pública y, por otro, una determinada visión religiosa (muy característica del actual pontífice) que defiende la existencia de unas verdades previas derivadas de la recta razón que se impondrían al ser humano inexorablemente. Los laicistas arguyen que la misma idea de verdad, con toda la fuerza dogmática y epistemológica que posee por sí misma tal noción, es incompatible con la práctica democrática. Existen, dicen, 'verdades particulares', aquéllas que cada uno acepta o profesa en virtud de su particular adscripción religiosa o ideológica, pero ninguna de ellas puede aspirar a ser una verdad en sentido fuerte. Es más, es precisamente el intento de algunos de convertir su particular verdad en verdad de todos lo que genera un conflicto irresoluble en democracia. Por eso, es preciso aceptar que en un régimen democrático no existen verdades 'a priori' sino sólo acuerdos contingentes a los que la ciudadanía va llegando progresiva y trabajosamente en un proceso histórico interminable de discusión y puesta en contraste de las verdades y opiniones particulares de cada grupo o corriente.

Los religiosos acusan de relativista a esta postura, que según ellos conduce a una cómoda instalación del ser humano moderno en la pura conveniencia del momento. Lo bueno y lo malo, lo correcto y lo inadecuado, dicen, no puede ser establecido por consenso o por mayorías sociales, por muy cómoda que sea esta postura. Hay cuestiones que están más allá de la opinión mudable de las personas y de las mayorías, cuestiones que se derivan del uso de la razón y que, por ello, deben ser inexorablemente respetadas por todos. A partir de ahí, derivan de esa recta razón una serie de dogmas concretos que no aceptan puedan ser siquiera discutidos por la voluntad democrática (singularmente en materias relacionadas con la vida humana biológica, la sexualidad y la institución familiar).

Así planteada, la cuestión de la verdad y su papel en democracia se vuelve irresoluble y sólo conduce a malentendidos y acusaciones mutuas de dogmatismo totalitario -por un lado- y de relativismo simplón y hedonista -por otro-. Y un debate irresoluble suele ser, en la mayoría de los casos, un debate mal planteado. Quizás un poco de humildad por ambas partes pudiera reconvertirlo a términos que lo hicieran más manejable.
La humildad, en el caso de los laicistas, consistiría en abandonar su pretenciosa afirmación de que en democracia no existen verdades previas sino sólo consensos. Es una posición insostenible, puesto que desde el momento en que se apela al consenso entre ciudadanos iguales y libres como único criterio válido para definir lo correcto en cada caso, se está admitiendo implícitamente una verdad previa: la de que todos los seres humanos deben poder participar de la definición de lo correcto, y que, por tanto, cualquier definición a la que se llegue y que desconozca esta verdad, por consensuada o mayoritaria que sea, es incorrecta (falsa). ¿Y por qué todos los seres humanos afectados por las decisiones políticas tienen igual derecho a participar en su adopción? Serían necesarios varios pasos analíticos para mostrarlo, pero abreviando su desarrollo podemos afirmar que la razón estriba en que la democracia liberal se basa en una verdad previa intangible y no susceptible de discusión: la de que todos los seres humanos poseen una igual dignidad que debe forzosamente ser respetada (forman un 'reino de fines', dijo Kant).

Por tanto, sí existe una verdad que se nos impone y que funda nuestra convivencia, mucho antes de todo acuerdo contingente. Y, lo que es peor para nuestra orgullosa laicidad, esa verdad es tan indemostrable racionalmente como esa otra que exhiben los religiosos cuando dicen que existe algo así como Dios. En efecto, han existido muchos intentos de fundamentar racionalmente la afirmación de la igual dignidad de las personas (el kantiano fue el más potente de ellos) pero desgraciadamente no existe forma de conseguirlo. Es fácil demostrar que se trata de una máxima razonable, prudente, útil, pero no hay forma de demostrar racionalmente que sea verdad. Y sin embargo la aceptamos como tal y basamos en ella nuestra convivencia. Algún religioso nos podría decir con sorna que somos tan 'irracionales' como ellos cuando apelan a Dios. Seamos por tanto más humildes y reconozcamos que nuestra institucionalidad democrática también se funda en una verdad previa, una verdad que además no podemos demostrar racionalmente. La democracia moderna, la liberal o constitucional, no es sólo un conjunto de reglas para la toma de decisiones, como arguyen muchos, sino un sistema preñado de valores sustantivos.

hora bien, y aquí viene la dosis de humildad para los religiosos, la verdad democrática es una verdad de mínimos: la igual dignidad de las personas es una afirmación que exige ser concretada en cada momento histórico en cuanto a su alcance y sus consecuencias, y eso se efectúa a través de un proceso político complejo y dubitativo. Por el contrario, la Iglesia católica afirma poseer una verdad de máximos, un catálogo de verdades concretas y particulares que estarían ya establecidas desde siempre. Por ejemplo, que existe una persona desde la concepción, o que la única familia es la heterosexual, o que la finalidad necesaria de ésta es la procreación. En definitiva, la Iglesia posee un 'exceso de verdades' de carácter previo al proceso democrático y de ahí sus dificultades para integrarse en ese proceso. Porque confunde lo que son opiniones razonables y respetables que derivan de su tradición intelectual y de su fe con verdades objetivas que debería acatar cualquier ser racional.

La Iglesia se equivoca profundamente cuando acusa al sistema democrático moderno de relativista, porque está muy lejos de serlo: en realidad, este sistema se fundamenta en una verdad absoluta y universal que está blindada para cualquier relativismo de opinión o mayoría. Una verdad que, además, forma parte también del ideario cristiano desde hace siglos: la igual dignidad de todas las personas. Muchos demócratas laicos, curiosamente, colaboran con gusto con esta acusación eclesial al afirmar que democracia y verdad son incompatibles y defender pretenciosamente que la verdad es sólo fruto del consenso. Humildad. Unos deberían intentar 'podar' su exceso de verdades cuando intervienen en el ámbito público común a todos. Y otros, los ciudadanos laicos y laicistas, deberíamos atrevernos a reconocer con franqueza que también nosotros creemos en verdades indemostrables y que precisamente gracias a ello hemos llegado a donde estamos.


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/prensa/20090816/opinion/verdad-humildad-20090816.html