viernes, 4 de septiembre de 2009

«El fanatismo y la locura de Hitler decidieron la victoria de los aliados»

4.9.2009

ANA ROMERO/ Londres

El Mundo




ANDREW ROBERTS

Historiador británico. Autor de ‘Masters and Commanders’ Tiene 46 años, ha escrito una decena de libros y es todo un personaje. Dice que su amor por la Historia se lo debe a un maestro que tuvo a los nueve años en su internado. El profesor en cuestión, de nombre Christopher Perry, «actuaba e interpretaba a los protagonistas de la Historia. Se ponía de pie encima de la mesa e imitaba a Napoleón. Era una manera magnífica de enseñar. Muy imaginativa, emocionante, llena de inspiración». Imaginativo y emocionante es sin duda su libro Masters and Commanders, publicado el año pasado. Trata de la relación de los dos líderes políticos- Winston Churchill y Franklin Delano Roosevelt– y los dos militares –George Marshall por la parte americana y el británico Alan Brooke– que urdieron la derrota sobre los alemanes. Es un libro que se lee como una novela. Pero antes de quedar atrapado en las redes de la Historia –«una fuente constante de placer »–, dedicó dos años a la banca de inversiones. «Me di cuenta enseguida de que estaba funcionalmente incapacitado para interpretar cuentas de resultados y por tanto para ser banquero». Con la II Guerra Mundial se topó de casualidad. Un amigo suyo, un agente literario, le pidió que escribiera sobre Lord Halifax, ministro de Asuntos Exteriores con Churchill (1938-1940).

La elegante casa de Andrew Roberts en una de las zonas más exclusivas de Londres está abarrotada de Historia. Aquí hay un mapa, allí una condecoración, más allá una carta de Georgette Weiner, amante de Wellington y de Napoleón. Todo regado con fotos dedicadas de Ronald Reagan, George W. Bush y Margaret Thatcher (varias). Y entre libros y más libros, numerosos souvenirs de Winston Churchill. El reputado historiador es un hombre lleno de vida y de sentido del humor. Se disculpa por ir en pantalones vaqueros y desaparece para volver al poco con unos discretos chinos. Justo el día de esta entrevista ha salido a la calle Storm of War. A new history of the Second World War, de 700 páginas, y que ya es el primer best seller de Amazon, explica un exultante Roberts. El próximo, sobre Napoleón.

Pregunta.– ¿Una nueva historia de la guerra? ¿Qué más se puede agregar?

Respuesta.– Es una historia comprensiva desde la invasión de Polonia hasta la rendición de Japón. El libro analiza por qué los alemanes no ganaron si podían haberlo hecho. Se fija en el proceso de decisión alemán, específicamente en la relación de Hitler con sus generales. El argumento es que los alemanes perdieron porque Hitler antepuso continuamente los factores ideológicos a los estratégicos. Se dejó guiar siempre por presiones fanáticas. Anteponer la ideología a su propio interés en la Guerra Mundial resultó una locura.

P.– Déme un ejemplo de decisión motivada por la locura.

R.– Cuando invadió Rusia en 1941. Tuvo que haberse buscado la complicidad de los elementos antibolcheviques, como los nacionalistas ucranianos. Pero como era nazi, no podía hacerlo, y trataba a todos los eslavos como Untermenschen (seres inferiores). Los ucranianos habrían luchado contra los rusos, a los que odiaban por las hambrunas de los 30. Otro ejemplo es el Holocausto. Entre 1939 y 1944, la industria alemana perdió a 10 millones de trabajadores. Justo cuando necesitaban a gente bien preparada para construir el Tercer Reich estaban matando a seis millones de judíos. Una estupidez, si lo que pretendían era ganar la guerra. Si querían matar a los judíos, tenían que haberlo hecho después de ganar.

P.– Así que fueron las decisiones de Hitler y de Stalin, y no las de los protagonistas de Masters and Commanders (su último libro), las que determinaron la victoria.

R.– Sí, porque de cada cinco alemanes muertos en acción, cuatro lo hicieron en el frente del Este. Las decisiones de los aliados tuvieron consecuencias en el Oeste. También ayudaron mucho a Rusia pagando entre el cinco y el 10% de su material de guerra. O bombardeando Alemania extensamente, lo que hizo que el 70% de la Luftwaffe no pudiera ser usada contra los rusos.

P.– ¿Por eso se trataron con guante blanco los excesos del Ejército Rojo?

R.– El Ejército Rojo violó a dos millones de mujeres alemanas en 1945 y ninguno de los aliados quiso mencionarlo. Cuando Anthony Beevor lo escribió, fue denunciado por el embajador ruso en Londres. Es verdad que el Ejército Rojo fue fabulosamente valiente en su lucha contra el nazismo, pero también es cierto que para imponer el terror violó sistemáticamente. No se trata de criticar a los rusos, es un simple hecho histórico. El nuevo nacionalismo ruso, espoleado por Putin y por Medvedev, está intentando ocultar la verdad cerrando archivos y webs, e imponiendo lo que se enseña sobre la Guerra y sobre Stalin.

P.– ¿Qué diferencia de liderazgo había entre Stalin yHitler?

R.– Aunque Stalin era un autócrata, escuchaba a sus mariscales. Inmediatamente después de la invasión nazi, el 22 de junio de 1941, le dio una especie de ataque de nervios. Pensó que lo iban a deponer y durante unos 10 días se fue a su dacha, incapaz de tomar una decisión. Sólo consiguió sobreponerse cuando el Politburó fue a buscarlo y le pidió que liderara la guerra. Después, escuchó a sus generales del mismo modo que lo hicieron los Masters y Commanders (los líderes políticos y militares aliados occidentales). Todo lo contrario que Hitler, que se encerró en Prusia, lejos del frente, y no escuchó a nadie.

P.– ¿En qué radica la grandeza de un líder?

R.– Cada uno de los Masters and Commanders estaba convencido de que conocía la estrategia adecuada para ganar la guerra. Creían que eran capaces de salirse del problema y observarlo desde fuera de manera objetiva. Eso por un lado. Luego, eran capaces de influir al resto. También estaba el hecho de que los dos políticos eran dos de los mejores oradores del siglo XX. Finalmente, aparte de saber trabajar entre ellos, estos cuatro grandes hombres supieron dar la impresión desde el principio de que iban a ganar. No hay forma humana de que Churchill hubiera sabido en 1940 o 1941 que Gran Bretaña iba a derrotar a Alemania. Y sabemos, por lo que les dijo a su secretario privado y a su mujer, que tenía dudas tremendas. Sin embargo, en público, y ante su staff o la Cámara de los Comunes, mostró absoluta confianza en la victoria final. Es la quintaesencia del liderazgo. Lo mismo hizo sir Alan Brooke, quien escribió en su diario el día antes de la invasión que el Día D podía ser la derrota más desastrosa de la guerra.

P.– ¿Fue Churchill el político más grande del siglo XX?

R.– Roosevelt consiguió más. Cuando terminó la guerra, América era el país en la posición más poderosa. Roosevelt impuso su visión del mundo de la posguerra. Los sueños de Churchill para el futuro no se impusieron. Era aún un imperialista en 1945. Pero sólo nos quedamos en la India dos años más.

P.– ¿Churchill fue el más carismático?

R.– Sí, pero el carisma es una construcción artificial. Por ejemplo, Adolf Hitler, un hombre que creó su inmenso carisma gracias a los rallies [mítines] de Albert Speer, las películas de Leni Riefenstahl y los discursos radiofónicos de Goebbels. Yo no creo que el carisma sea necesariamente una cosa buena, puede usarse también para el mal.

P.– ¿Qué tenía Churchill que le faltara a Roosevelt?

R.– Un magnífico sentido del humor. Era también un maravilloso escritor, incapaz de escribir una frase gris y con talento para cambiar el sentir de una audiencia en cuestión de momentos. En un minuto podía pasar de estar enfadado, de crear una enorme tensión, a hacer reír a la gente. Y luego estaba su capacidad para trabajar a una edad en la que la mayoría de nosotros nos retiramos. No fue primer ministro hasta los 65. Vivió hasta los 90 años, aunque fumaba y bebía. Preparaba sus discursos con total minuciosidad. Se dice que trabajaba tantas horas como minutos durara el discurso. Practicando, sopesando cada palabra, leyéndolo delante del espejo, caminando con él.

P.– ¿Se alargó la guerra debido a las dudas que Churchill albergaba acerca del Día D?

R.– La invasión de Francia tuvo lugar casi dos años después de lo que hubieran querido los americanos, pero Churchill estaba convencido, y yo creo que tenía razón, de que si se hubiese producido antes, habría acabado en derrota. Desde luego, habría alargado la guerra. Incluso en junio de 1944 fue muy arriesgada.

P.– ¿Quiénes serían los Masters y los Commanders de hoy?

R.– [Grandes risas] A diferencia de Churchill y Roosevelt, los políticos actuales son incapaces de nombrar a personas que no les van a dar la razón en todo. Churchill y Roosevelt eligieron a Brooke y a Marshall aún sabiendo que éstos eran hombres que les iban a decir exactamente lo que pensaban y se enfrentarían a ellos. Alan Brooke solía sentarse aquí en Londres en el Cabinet War Room rompiendo lápices y diciendo: «No, señor primer ministro, no estoy de acuerdo con usted». ¿Se imagina que eso ocurriera ahora? ¿Un asesor rompiendo un lápiz de pura furia frente a un presidente?

P.– ¿Por qué nuestros políticos no actúan así?

R.– Porque quieren salirse con la suya en cada momento. Por eso nombran a personas que sólo saben decir que sí, con caracteres más débiles. Creo que Churchill lo hizo de otra manera porque en 1915 él fue responsable de la crisis de los Dardanelos que terminó en el desastre de Gallipoli. Fue el único momento de su vida en el que consideró la posibilidad de suicidarse. Su carrera se destruyó de la noche a la mañana. Nunca quiso ser acusado de haber hecho lo mismo durante la II Guerra Mundial ignorar la opinión de los jefes militares.

P.– ¿Abusó Bush de las comparaciones entre la II Guerra Mundial y la Guerra de Irak?

R.– No es difícil establecer paralelismos entre Sadam Husein y Hitler. Sadam usó gas contra sus enemigos políticos y raciales e invadió Kuwait, como hizo Hitler con países vecinos. Torturó a su propia gente y sí, era un dictador fascista. Creo que es razonable que Bush los comparara, porque los dictadores fascistas se parecen entre sí. Claro que la mayor diferencia es que al final Sadam no tenía armas de destrucción masiva.

P.– ¿Hubo menos preparación para las guerras de Irak y Afganistán? Tras ocho años, en Afganistán no se vislumbra el final.

R.– En 1939 no estábamos preparados. No teníamos tanques ni aviones. Parece que estamos cometiendo ese mismo error ahora. Nuestro gasto en defensa es reducidísimo. Nuestra Armada y nuestro Ejército son los más pequeños desde las guerras napoleónicas. Y, sin embargo, estamos metidos en una gran guerra en Afganistán. Es sorprendente que se pueda creer en la posibilidad de una defensa buena y barata. Eso es lo que hace Gordon Brown. Durante los 12 años en que fue ministro de Economía, se dedicó a rebajar el gasto militar. Como consecuencia de esa política, la falta de helicópteros y de carros de combate apropiados está conduciendo a muertes innecesarias en Afganistán.

P.– En Gran Bretaña es uno de los principales temas de debate.

R.– Es monstruoso. Un auténtico desastre. Una tragedia. Hay jefes militares que están empezando a hablar públicamente contra el Gobierno, lo cual no había ocurrido jamás y es casi anticonstitucional. Los soldados están anteponiendo sus camaradas muertos a sus deberes constitucionales. Y hacen bien.

P.– ¿Cómo es ahora la relación especial entre Londres y Washington?

R.– Obama carece de lazos emocionales con Gran Bretaña. Es más, nos acusa de haber torturado a su abuelo, que luchó en los 50 con los Mau-Mau en Kenia durante el Gobierno de Churchill. Una de las primeras cosas que hizo fue quitar el busto de Churchill del Despacho Oval. Pero esto es una anécdota. Lo importante es que no estamos gastando lo suficiente en defensa como para que él quiera tener una relación especial con nosotros. Nos estamos comportando como cualquier país de la UE, que no están muy interesados en defensa.

P.– Aún así, ¿cambiará la relación con David Cameron?

R.– Sí, funcionarán muy bien. Son jóvenes, son cool, se gustaron cuando se encontraron. ¡Cameron le regaló a Obama mi libro de Masters and Commanders! Cameron será primer ministro el próximo mes de mayo, así que tendrá dos años y medio, o quizá seis años y medio, para trabajar con Obama. Ambos tienen mujeres cool, ¡lo cual ayuda!

P.– ¿Tendrán que enfrentarse a una situación parecida a la de la II Guerra Mundial?

R.– Sin duda. Hay un enemigo ahí fuera que, si tuviera la oportunidad, haría explotar una bomba nuclear en Washington o en Londres. Se llama Al Qaeda, son los yihadistas globales. Pero es una guerra muy diferente. Entonces podías invadir y ocupar Alemania. Ésta es más complicada.

P.– ¿Serán tan buenos líderes?

R.– Sí, creo que sí. Siempre y cuando Obama reconozca la importancia de la guerra en Afganistán. Creo que sí, porque ha ordenado un surge (impulso) de 17.000 hombres. Aprendió la lección del éxito de Bush en Irak.

P.– No creo que a Obama le guste ser comparado con Bush.

R.– Sí [Risas]. Pero eso es exactamente lo que ha hecho.

«La ideología puede ser tan poderosa que ignore que en Rusia hace frío» Roberts recurre a Kaputt, de Curzio Malaparte. El periodista está sentado en un café en Varsovia, desde donde ve pasar a las tropas alemanas a su regreso de Rusia. Roberts pide disculpas por lo que va a leer: «De repente, me asalta el horror de comprobar que no tienen párpados. Son miles y miles los que han perdido sus narices, sus orejas, sus dedos y sus órganos sexuales, todos devastados por el frío. A todos les espera la locura». Lo que más llama la atención a Roberts «es que la Wehrmacht fuera a Rusia, el país más frío del mundo, sin abrigos. Goebbels tuvo que pedir a la población que mandara abrigos. Aún me cuesta digerir que la ideología pueda ser tan poderosa que ignore la primera lección de geografía


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