martes, 24 de agosto de 2010

Lecciones desde Irlanda

24.08.10

ROGELIO ALONSO | PROFESOR DE CIENCIA POLÍTICA DE LA UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS

El Correo



«Nada se ha avanzado en el objetivo de reconciliación, que resulta imposible sobre los cimientos de injusticia en los que se levanta el arreglo político admitido en Irlanda del Norte»



Irlanda del Norte continúa siendo un recurrente referente para el País Vasco, como demuestran las interesadas instrumentalizaciones que políticos nacionalistas y otros observadores realizan de dicho contexto. Suelen hacerlo ignorando la premisa básica sobre la finalización de la campaña terrorista: el IRA decretó el final de su violencia a pesar de no haber conseguido sus objetivos, renuncia forzada por la intensa presión antiterrorista sobre el más sangriento grupo terrorista de Europa. Por ello, en el País Vasco se intenta minusvalorar tan fundamental lección descontextualizando los denominados 'principios Mitchell', una retórica declaración de principios democráticos básicos y de rechazo a la violencia, que desde Batasuna y otros sectores nacionalistas son tergiversados para burlar la legalidad. Se insiste desde dichos ámbitos en que la mera aceptación formal de tan genéricos principios debe ser suficiente para que el brazo político de ETA evite su ilegalización a pesar de la incuestionable vinculación de Batasuna con el terrorismo.

No es ésta la única trampa que la propaganda nacionalista tiende mediante la tergiversación del contexto norirlandés, pues también viene planteándose que aquí la problemática de las víctimas deberá 'resolverse' como allí. En primer lugar debe cuestionarse esa asunción de que tan delicado tema ha sido realmente resuelto de manera satisfactoria en una región donde muchas víctimas del terrorismo aún rechazan la terrible impunidad política, moral, histórica y jurídica permitida por el proceso norirlandés. Nada se ha avanzado en el objetivo de una reconciliación que resulta imposible alcanzar sobre los cimientos de injusticia en los que se levanta el arreglo político admitido en Irlanda del Norte. De ahí el interés nacionalista por buscar la importación de fórmulas que han contribuido a construir una dañina identidad para las víctimas al ser definidas éstas como meras 'consecuencias del conflicto' y a las que se les ha arrebatado la reparación que merecen las víctimas de cualquier delito, pero especialmente quienes han sufrido tan salvajes violaciones de derechos humanos.

Al condicionarse el avance de la sociedad a la relegación de la necesaria justicia sobre los responsables de semejantes crímenes, se ha asumido un peligroso chantaje que distorsiona importantes lecciones para la resolución de un conflicto terrorista. Por un lado se ha intentado imponer la creencia de que el final de la violencia exigía la excarcelación de los terroristas, ignorando que la debilidad del terrorismo dejaba a sus perpetradores escasas expectativas de éxito y una limitada voluntad de continuar con una estrategia fracasada incluso aunque no se hubiera producido la liberación anticipada de presos. Además ha facilitado la legitimación de la violencia al minusvalorar las consecuencias políticas, humanas y jurídicas que se derivan de la misma. La ausencia de sanción para delitos de una gravedad extrema sienta un peligroso precedente en una sociedad en la que todavía se mantiene el terrorismo. Una comparación entre los niveles de violencia de ETA y de los grupos terroristas escindidos del IRA muestra una mayor actividad por parte de estos últimos, incentivados por esa impunidad y legitimación favorecida por tan dañino 'proceso de paz'.

En su afán por cerrar en falso un conflicto terrorista cuya resolución exige mucho más que la disminución de la violencia, el Gobierno británico aceptó concesiones frente al terrorismo cuyo considerable coste amenaza con lastrar el avance de una sociedad democrática. En este sentido, reveladoras son las conclusiones extraídas por Mary-Alice Clancy en su reciente libro 'Peace without Consensus', una sólida investigación con esclarecedoras pero preocupantes revelaciones sobre ese proceso norirlandés al que tanto se mira desde el País Vasco. La politóloga americana demuestra la «ingenuidad» de Tony Blair, que aceptó las sucesivas intimidaciones de Gerry Adams exigiéndole concesiones que, según sus amenazas, de no ser satisfechas desembocarían en violencia. Como se desprende de la excelente investigación de Clancy, una organización terrorista derrotada extrajo mediante dichas coacciones una legitimación de contraproducentes consecuencias. Las cesiones del Gobierno británico fortalecieron la perjudicial narrativa del conflicto reproducida por la propaganda terrorista, reforzándose ésta frente al principal argumento de deslegitimación esgrimido contra el terrorismo durante décadas: en un sistema democrático los responsables de conductas criminales deben pagar por sus infracciones sin recibir la recompensa de una negociación que debilita a la democracia y fortalece a quienes han desafiado los métodos democráticos mediante la amenaza y la violación sistemática de los derechos humanos.

El apaciguamiento en el que se ha incurrido ha permitido la construcción de un relato que transforma la realidad del conflicto terrorista: los perpetradores de la violencia han dejado de ser presentados como tales, pues de lo contrario resultaría acuciante la lógica demanda de justicia y reparación que merecen las víctimas y que los victimarios deben atender. Esta transigencia con quienes han transgredido los más básicos principios políticos, humanos y morales ha devenido en una neutralización del pasado, de manera que las víctimas se ven forzadas a aceptar un relato que falsea su injusto sufrimiento, dolor que se presenta como inevitable y necesario. Tan injusta coacción se complementa con una espantosa exigencia que rechaza la conveniencia de 'abrir las heridas del pasado', como si juzgar a los victimarios no fuera un requisito imprescindible para cicatrizar profundas heridas todavía abiertas y para la erradicación y deslegitimación de una violencia que continúa siendo legitimada por quienes hoy ejercen el poder.

En semejantes circunstancias ETA y Batasuna buscan emular un referente como el norirlandés que tantas voces presentan, erróneamente, como un eficaz modelo de resolución de conflictos.



http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20100824/opinion/lecciones-desde-irlanda-20100824.html

viernes, 20 de agosto de 2010

Viejas ideas

20.08.10

J. M. RUIZ SOROA |

El Correo




«Resulta estimulante encontrar una corroboración empírica de ideas que nunca habían sido abandonadas por la mejor sociología: la desigualdad excesiva genera infelicidad colectiva»


Existe relación entre la riqueza de un país concreto y la esperanza de vida de sus habitantes? ¿Se interrelacionan la riqueza del país y el grado de fracaso escolar, o el índice de delitos violentos que se producen en él, o la obesidad excesiva, o el índice de confianza social de sus ciudadanos? La respuesta, según un análisis socio-estadístico realizado por unos osados epidemiólogos como los profesores Wilkinson y Pickett y publicado como libro recientemente ('The Spirit Level') es que no existe esa relación, que la mayor riqueza de un país no mejora sus índices de bienestar una vez superado cierto nivel: si tomamos los 25 países democráticos más exitosos del mundo, sus índices de bienestar y cohesión social no correlacionan con su riqueza.

En cambio, y ésta es la interesante conclusión del estudio en cuestión, con lo que sí relacionan esos índices de bienestar y cohesión es con el grado de igualdad/desigualdad en la distribución de los ingresos entre la población. Las sociedades más igualitarias como Japón o Suecia tienen mejores resultados en todos esos índices que las más desigualitarias como Estados Unidos o Portugal, de manera que puede afirmarse que existe una correlación estadística significativa entre el grado de igualdad de una sociedad democrática desarrollada y sus grados de longevidad, obesidad, fracaso escolar, salud mental, violencia o movilidad social. Esa correlación se observa también si la comparación se realiza entre los cincuenta Estados que componen Norteamérica, lo que entraña una convalidación adicional de la hipótesis y la exclusión de factores de tipo cultural o étnico en su causación.

Una sociedad más igualitaria funciona mejor, es decir, consigue mejores resultados ciudadanos, que una que lo sea menos. Y estos mejores resultados, de nuevo la conclusión es interesante, afectan a todos los sectores o clases de los países en cuestión, y no sólo a los más ricos o más pobres. Los ricos de Estados Unidos viven menos que la media japonesa, y padecen más neurosis, de manera que la desigualdad opera como un virus negativo para toda la sociedad afectada y no sólo para los más desfavorecidos dentro de ella.

Las correlaciones están ahí y resultan difícilmente objetables. Otra cosa es la explicación de los mecanismos sociales a través de los cuales el grado de desigualdad de ingresos genera malestar y descohesión social, que los autores conectan con los sentimientos de autoestima, vergüenza y orgullo. Algo que, en el fondo, es bastante convincente, puesto que ya los ilustrados escoceses hace siglos señalaron al 'self-liking' como el motor de la desigualdad competitiva en las sociedades burguesas. De manera que los mismos sentimientos que han producido históricamente el desarrollo económico de las sociedades libres al fomentar la distinción y autoestima de cada uno, serían los responsables del fracaso social al verse exacerbados por un grado de desigualdad excesivo. No sería sino una nueva aplicación del viejo principio délfico de 'nada en exceso'.

Interesa subrayar que el estudio que comentamos no permite extrapolar conclusiones para todo tipo de sociedad, de forma que no sería válido concluir que la igualdad por sí misma genera bienestar social. Ello sólo se comprueba en sociedades democráticas de economía desarrollada, lo que supone que han alcanzado grados de libertad y autonomía personal elevados. Obtenidos esos niveles en otros valores, un grado elevado de igualitarismo es beneficioso para la cohesión social. Lo cual tampoco nos dice, no seamos apresurados en las conclusiones, hasta qué punto puede forzarse la igualdad sin que empiecen a resentirse otros valores. Pero lo que sí nos dice, y esta es una idea generalizada hoy, es que el progresivo aumento de la desigualdad que se está produciendo en las sociedades desarrolladas en los últimos treinta años (el foso que nos estamos cavando) tiene consecuencias sociales muy negativas en todos los órdenes vitales. Y que, en cierto sentido, las políticas sectoriales destinadas a paliar ciertas disfunciones sociales (tales como el fracaso escolar, la violencia, o el abuso de drogas) estarían mejor orientadas si los gobiernos se convencieran de que, en la raíz de todos esos problemas puntuales, no existe sino un grado de desigualdad económico excesivo entre los varios sectores sociales. Lo que se imponen son políticas correctivas de esa desigualdad, sea en su origen (nivelando las fuentes de ingresos como se hace en Japón) o en su consecuencia (mediante fuertes políticas de redistribución como hacen los países nórdicos). De lo contrario, por decirlo así, «las sociedades como colectivo funcionan peor y obtienen peores resultados».

Ahora que está de moda atribuir la pérdida de cohesión social a la excesiva inmigración o a la disparidad étnica de las sociedades multiculturales, resulta estimulante encontrar una corroboración empírica de viejas ideas que nunca habían sido abandonadas por la mejor sociología: la desigualdad excesiva genera infelicidad colectiva. Y si los distintos son un problema no es por su diferencia, sino por su desigualdad. Que no es lo mismo.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20100820/opinion/viejas-ideas-20100820.html

domingo, 15 de agosto de 2010

«La única forma de ser feliz es negar la realidad»

WOODY ALLEN
«La única forma de ser feliz es negar la realidad»

15/08/10

XLSemanal


Asegura que su filosofía de vida es trágica y gris, pero es uno de los directores de cine que más sonrisas arranca a su público. Y lo hace muy a menudo porque rueda sin descanso: está a punto de estrenar una película y ya está inmerso en la siguiente. «Trabajo tanto para no pensar en los problemas reales», dice. Sin embargo, no deja de hablar de ellos: la muerte, la vejez, el desamor... El cómico universal se confiesa en XLSemanal.



Un encuentro con Woody Allen es una constante sorpresa; un puro gozo. Abierto a cualquier tipo de pregunta y con respuestas siempre brillantes, pero sin darse, eso sí, la más mínima importancia, el cineasta neoyorquino resulta, simplemente, genial.


Exquisito y atento en las distancias cortas, a sus 74 años, Allen, uno de los directores vivos más prolíficos, con más de 40 películas en su haber, ha rodado una nueva reflexión sobre la muerte, la vejez, el amor, el engaño y demás obsesiones personales. Como ocurre desde hace años, Conocerás al hombre de tus sueños –que se estrena en Avilés el 24 de agosto, con la presencia del propio Allen– reúne a una nueva pléyade de actores ilustres que nunca antes habían trabajado con el autor de Annie Hall o Manhattan. A saber: Anthony Hopkins, Naomi Watts, Josh Brolin y Antonio Banderas.


Rodada en Londres hace un año, tras el torneo de tenis de Wimbledon, del cual Allen es un asiduo, ésta es su película número 42 como director, a un ritmo de casi una por año. Nominado al Oscar en catorce 0casiones y ganador de cuatro –tres por Annie Hall y uno por Hannah y sus hermanas–, Allen asegura que trabaja «por diversión y desesperación» y con los pies en la tierra. «Cada nuevo trabajo es algo nuevo, así que nunca aprendo nada que me ayude en el siguiente –explica–. Curiosamente, siempre empiezo pensando que va a ser lo mejor que he filmado en mi vida y acabo diciéndome que haría cualquier cosa con tal de evitar la vergüenza de que sea proyectada. De todos modos, lo fascinante de cualquier forma de arte, ya sea el resultado bueno, mediocre o terrible, es que nunca será perfecta. Al acabar, estás empujado a intentarlo de nuevo.»


XLSemanal. Alfie, el personaje de Anthony Hopkins en esta película, pierde el norte porque no quiere admitir que ya no es joven. ¿Es un tema contra el que también lucha usted?
Woody Allen. Es duro envejecer. Nadie quiere admitir que ya no es joven, pero el peligro es llegar a perder la cabeza por ello, el equilibrio mental. El ego masculino puede cegar y, literalmente, llegar al extremo de lo que le sucede a Alfie. Él cree que por cambiar de mujer, comprarse un coche deportivo y practicar deporte va a evitar lo inevitable. Lamentablemente, no es así. Pero hay que admitirlo: envejecer es terrible. No encuentro ninguna ventaja. No te vuelves más listo, ni más sabio ni más amable. No sucede nada bueno. La espalda te duele más, tienes más indigestiones, pierdes vista y oído... Yo tengo 74 años y aconsejo encarecidamente a todo el que pueda que no envejezca.

XL. Sus padres pasaron ambos de los cien años...
W.A. Sí, llevo en mis genes esa longevidad. Pero eso no es más que un accidente de buena suerte. Hace unos meses leí un artículo en The New York Times que afirmaba que la longevidad en los padres no implica que la vayan a heredar los hijos. Y yo sigo estando fuertemente en contra de la muerte.

XL. Cada uno busca consuelo donde puede. En su película, Helena, uno de sus personajes, lo encuentra en una adivina.
W.A. Cada cual necesita sus pequeñas ficciones o soluciones mágicas para afrontar las durezas de la vida, alguien que te diga que, si haces ‘lo correcto’, todo estará bien. Puede ser una adivina, un rabino o un cura. Desde niño fui consciente de que la gente quiere soluciones mágicas. La ilusión es mejor que la medicación. La única forma de escapar a la condición humana es la magia.

XL. Dice usted que la felicidad sólo es posible viviendo en una nube...
W.A. Así es; solamente puedes alcanzar la felicidad si te aíslas en tus cuentos de hadas y falseas la realidad. La única forma de vivir feliz es negando la realidad y comprando ilusiones que den sentido al universo. Existe toda clase de fantasías para negar la aflicción de la condición humana.

XL. Al final de su filme, todo queda en suspense, como en la vida. No hay respuestas. ¿Cómo se enfrenta usted al misterio?
W.A. Yo me enfrento al misterio de la vida de forma extraña. Lo paso muy mal, y lo digo en serio. Sufro mucho, tengo mucha ansiedad y miedo y estoy realmente confuso. Y combato todo esto lo mejor que puedo; por eso trabajo mucho. Me ayuda y me distrae de los problemas reales. Cuando trabajo, mis problemas se centran en los actores, el guión, el vestuario... problemas, más bien, fútiles que, si no funcionan, tampoco sucede nada catastrófico. Cuando estoy en mi casa, pienso: «¡Dios mío, la vida es corta, terrible y triste y yo soy viejo».

XL. Visto así, es comprensible que sea un adicto al trabajo.
W.A. El cine es una distracción maravillosa. Hacer películas es mi mejor terapia y las hago por puro placer y diversión. También por desesperación, para no pensar cosas mórbidas.

XL. Dice que necesita una vida muy sistemática y rutinaria, pero, a la vez, es usted muy creativo en muchos campos: cine, música, escritura...
W.A. La creatividad me ayuda a atravesar la vida. Confieso que siempre fui muy bueno en todo lo que requiere concentración y práctica. De niño estudiaba magia y era capaz de hacer muchos trucos; pasaba horas y horas practicando con cartas, monedas y pañuelos; me fortalecía y mantenía mi mente centrada. Cuando crecí, pasaba horas escribiendo y practicando con mis instrumentos de música. Cualquier cosa que me mantenga ocupado es buena, como les sucede a los pacientes de los manicomios.

XL. ¿Hay algo del neurótico de sus películas en usted?
W.A. He representado el papel de neurótico tan bien y tantos años que la gente está convencida de que lo soy. Lejos de eso, mi vida y mi mente son muy estructuradas y disciplinadas. Predecibles. Todo lo que hago, desde escribir hasta tocar jazz, requiere disciplina. Es más, me parezco al hombre tipo de clase media al que le gusta tomar una buena cerveza mientras ve la televisión.

XL. ¿Le viene esa disciplina de su madre?
W.A. La gran lección que aprendí de niño, y que me ha ayudado toda mi vida, es que, para conseguir algo, necesitas disciplina. No puedes poner excusas. Cada día practico 45 minutos de clarinete porque quiero tocar música. Si quiero escribir, me levanto por la mañana, cierro la puerta y escribo. Cuando era niño, lograba muchas cosas no porque tuviera más talento, sino porque, simplemente, me aplicaba. Es cierto que mi madre era muy estricta y me repetía: «Si no te pones, nunca serás capaz de hacer nada». Así de simple. Yo se lo repito a mis hijas.

XL. ¿Cree usted que el artista cumple una función social?
W.A. El desafío del artista es encontrar y ofrecer una razón por la que levantarse cada mañana y continuar viviendo, a pesar de que todo carezca de sentido. El artista debe proporcionar una ilusión, un paraíso o un infierno, algo que valga la pena en medio de todo lo terrible.

XL. Es muy paradójica esta visión desoladora que tiene porque goza de un sentido del humor maravilloso y hace reír a muchísima gente.
W.A. Es cierto que puede resultar contradictorio. Admito que poseo un talento: ser cómico. Pero mi personalidad no lo es. Mi filosofía de la vida es trágica y gris.

XL. Algo de optimismo debe de haber en su vida, ¿no?
W.A. Lo único optimista en la vida es que hay momentos de placer. Son breves y esporádicos, pero son agradables. Para mí es placentero estar con mi mujer, jugar con las niñas..., pero no son más que pequeños instantes de huida.

XL. ¿Lo ha ayudado la estabilidad familiar en su vida creativa?
W.A. No, es simplemente una dimensión maravillosa que añade algo muy placentero a mi vida. Puedo escribir y ser creativo esté feliz o triste, casado o soltero.

XL. Dígame algo más que le resulte bonito...
W.A. Soy un fan de la lluvia; por eso aparece mucho en mis películas. ¡Fue terrible rodar en Londres y que hiciera sol!

XL. Su nuevo filme comienza y acaba con una frase de Macbeth: «La vida es un cuento de ruido y furia que no significa nada»...
W.A. Vamos por la vida de forma frenética y caótica, corriendo y chocándonos los unos contra los otros con nuestras aspiraciones y ambiciones, haciéndonos daño y cometiendo errores. En cien años ya no quedará nadie que nos haya conocido y todos los problemas, las crisis económicas, los adulterios y demás, no tendrán importancia. Eso: todo es furia y ruido y, al final, no significa nada.

XL. Dice usted que la música es la parte más placentera de las películas. Esta vez ha elegido a Boccherini, a quien interpreta la protagonista, estudiante de música. ¿Por alguna razón en especial?
W.A. Luigi Boccherini no es tan conocido como Bach en Estados Unidos. Sirve para que dos personajes se conozcan. «¿Ah, conoces a Boccherini? Estoy impresionada», y se produce la conexión.

XL. ¿Es usted de los que cantan en la ducha?
W.A. ¡Oh, sí! Poseo un repertorio infinito para la hora del baño, pero, sobre todo, canto jazz; últimamente estoy con Easy to love, de Cole Porter. Yo crecí en la época de la radio y con una música popular de una calidad excelente. Tuve mucha suerte.

XL. Sus películas siempre son más reconocidas en Europa que en Estados Unidos. ¿Cuál es su parte americana y cuál la europea?
W.A. Soy norteamericano, pienso como un norteamericano y me encanta vivir en Nueva York. Necesito la tensión nerviosa de esa ciudad. Dicho esto, le confieso que, cuando era joven y empezaba a escribir y a introducirme en este mundo del arte y del cine, toda la gente de mi entorno en Estados Unidos descubrimos a la vez el cine europeo. Habíamos sido educados con las películas de Hollywood, que, aunque había algunas buenas, la mayoría eran bastante estúpidas. De pronto podíamos ver a Bergman, Fellini, De Sicca, Buñuel... Así que es posible que cuando comencé a hacer cine, de forma inconsciente, todos ellos estuvieran presentes de una u otra manera. De ahí quizá que mi cine tenga tanto sentido para los europeos. Y, además, como mis filmes son en inglés, en Estados Unidos captan todos los errores, pero en Europa, al ser traducidos al francés, italiano, alemán o español, no se notan.

XL. ¿Es cierto que cuando, después de desearlo durante mucho tiempo, finalmente conoció a Bergman ambos se quedaron mudos?
W.A. La verdad es que, más que deseándolo, estaba aterrorizado ante esa posibilidad, porque pensaba que yo le parecería un tonto. Fue Liv Ullman quien me informó de que estaba en Nueva York y que quería organizar una cena para que nos conociésemos. Me puse muy nervioso, pero él fue muy amable; nada raro, como me habían dicho. Al final fue muy agradable y se desarrolló una cierta amistad; hablábamos con frecuencia por teléfono.

XL. Anthony Hopkins dice que rodar bajo su dirección ha sido maravilloso. Que es usted de trato muy fácil...
W.A. Soy de trato fácil por naturaleza. En los rodajes, nunca padezco ansiedad ni entro en crisis; si algo no funciona, no pasa nada, no me enfado ni me frustra. Para mí es muy fácil trabajar con los actores porque me gusta darles una gran libertad. Mi prioridad es, ante todo, que se sientan relajados. Me parece bien incluso si no respetan todo el diálogo que he escrito para ellos. Si no les gusta, pueden inventar algo, mientras respeten el sentido de la escena y de la historia. Quiero que sea una experiencia relajante, satisfactoria. Me gusta realizar tomas muy largas, de forma que puedan actuar y se diviertan de verdad.

XL. Parece ser que, cuando trabajó con Javier Bardem y Penélope Cruz, ambos se lo tomaron muy en serio y se aprendían sus papeles al pie de la letra. Usted defiende que un buen actor lo es de nacimiento...
W.A. Cuando Javier Bardem o Anthony Hopkins se levantan por la mañana, ya son grandiosos. No tienen que hacer nada. Bardem llega al rodaje y con pisarlo ya es increíble. Es como Jack Nicholson o Robert De Niro. Esa gente ha nacido bendecida para actuar.

XL. ¿Y qué me dice de Antonio Banderas?
W.A. Tiene un encanto especial; como si estuviera rodeado de un halo; para esta película necesitaba alguien con ese encanto. Es un hombre muy dulce, con gran atractivo. Quería que el personaje se enamorara de un hombre así. Él no tenía que esforzarse; tan sólo venir al set y ser natural, él mismo.

XL. Ha vuelto a reunir a un elenco de actores fantástico. Debe de ser cierto ese mito de que todos los actores quieren rodar con Woody Allen, sin importar las condiciones.
W.A. Como bien dice, es un mito. Me han dado muchas calabazas por distintas razones: porque no les gusta el guión, porque no les pagaba lo suficiente o por las circunstancias. Por ejemplo, lograr a Sean Penn me costó tres películas.

XL. Esta vez, usted no actúa. ¿Por qué?
W.A. Durante años interpreté al protagonista romántico, pero ya estoy muy viejo para hacerlo y no interpretar al chico que se lleva a la chica no es divertido. Sobre todo si tienes ahí a mujeres como Scarlett Johansson o Naomi Watts.

XL. A lo largo de su carrera ha creado unos papeles para mujeres muy interesantes...
W.A. Me resulta más fácil escribir papeles para mujeres. Hay muchas actrices maravillosas y actores buenos, sin embargo, no hay tantos. En esta película, por ejemplo, todas están fantásticas. Me hace gracia porque al principio de mi carrera no podía escribir para mujeres. Todo cambió cuando encontré a Diane Keaton.

XL. Para la próxima, Midnight in Paris, ha contado con Carla Bruni. ¿Qué le atrajo de ella?
W.A. Es una mujer carismática, bella, algo que se percibe inmediatamente, y con un gran talento para la música. Ahora bien, no se gana la vida como actriz y es la primera dama de Francia, por lo que no podía darle un papel protagonista en la película. Sobre todo porque, en cualquier momento, le puede surgir una obligación por su cargo o acontecimientos bastante más importantes que mi rodaje. Le he escrito un pequeño papel divertido, a su medida, nada que ver con su condición de primera dama.

XL. Finalmente, ¿cuál es su palabra o expresión favorita?
W.A. Me gustan las palabras ‘ahora no’. Me encanta posponer una decisión.

Cristina Carrillo de Albornoz


http://xlsemanal.finanzas.com/web/articulo.php?id=58718&id_edicion=5467

sábado, 14 de agosto de 2010

La reacción catalana

14.08.10

AURELIO ARTETA | CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA MORAL Y POLÍTICA DE LA UPV-EHU


El Correo



«A quienes llevamos varios lustros pidiendo y dando razones frente al reaccionario nacionalismo vasco nos deja pasmados que el nacionalismo catalán pueda pasar por progresista»



Uno se acuerda de aquellos tiempos -mediados los años 60, nada menos- en que algunos grupos universitarios se enfrentaban en la calle al régimen. Recuerdo cuando acudían clandestinamente a nuestra Facultad madrileña miembros del Sindicato Democrático de Estudiantes de Cataluña, supongo que para 'darnos una teórica'. Eran los más radicales contra la dictadura y durante un tiempo les profesé la admiración que merecen los héroes. A muchos nos pasó lo mismo con el nacionalismo vasco de entonces, cuya resistencia venía aureolada además por el prestigio de que ETA gozaba. Aún tardamos en comprender que ser antifranquista no era sinónimo de ser demócrata, y que muchos de ellos luchaban no tanto por las libertades de los españoles como por la libertad (?) de sus pueblos respectivos.

Desde entonces han pasado muchas cosas, algunas de las cuales desembocan por fin en la sentencia sobre el Estatut de Cataluña. Nadie que durante estos años haya prestado atención a la cosa pública debería extrañarse ni de los términos de esa sentencia ni de la airada (¿o, mejor, arrogante?) reacción que ha suscitado entre bastantes de sus hombres públicos. ¿O alguien ignoraba que los socialistas catalanes con frecuencia han mostrado un rostro más nacionalista que los mismos nacionalistas? ¿O es que cabía desconocer que en asuntos de autogobierno la catalana ha sido en los años recientes una política de hechos consumados y que, si se les daba una taza, se tomaban taza y media? No, nada de eso, pero en general se callaba por temor a ser tachados de nacionalismo español y, cuando se denunciaba, la Generalitat hacía oídos sordos.

Tomaré como ejemplo la política lingüística. Pretender ahora que el catalán sea la llamada lengua oficial preferente encubre el hecho escandaloso de haber sido ya por decreto convertida hace más de una década en la lengua exclusiva y excluyente. Habría que contar cuántas sentencias del Tribunal Superior de Cataluña derogatorias de una u otra medida gubernamental en esta materia han sido incumplidas por aquel Gobierno. Cada cual podría aquí relatar su propia historia. Han pasado pocos años desde que formé parte de un tribunal de tesis doctoral en la Universidad de Barcelona. A la hora de cumplir ciertos trámites administrativos, me vi en el compromiso de descararme ante los colegas y solicitar un impreso bilingüe catalán-español. Como el centro me ratificó que sólo lo había en catalán, allí mismo redacté un escrito al decano de esa Facultad en protesta de que en una comunidad con dos lenguas oficiales me hubieran privado del derecho constitucional a una de ellas, que es la mía y la común de todos. Ese mismo decano, que con harta arrogancia negó en su respuesta haberme privado de ese derecho, resultó ser ¡catedrático de Derecho Constitucional!... Esto ha sido la regla, no la excepción.

A quienes llevamos varios lustros pidiendo y dando razones frente al reaccionario nacionalismo vasco nos deja pasmados que el nacionalismo catalán pueda pasar por progresista. Hasta los magistrados del Tribunal Constitucional eran machaconamente calificados así por avalar el Estatuto y de conservadores en caso de que lo reprobaran poco o mucho. ¿Progresistas unas aspiraciones que se amparan en los derechos históricos, es decir, en los privilegios del antiguo régimen? ¿Progresistas unas demandas que rompen el Estado al quebrantar la igualdad política básica de sus ciudadanos? ¿Progresista una política lingüística que veta el acceso a los empleos públicos en Cataluña de más de la mitad de los catalanes y de los demás españoles?

Ya en el umbral de la jubilación, el abajo firmante se ha pasado buena parte de su vida académica tratando de enseñar qué es democracia. Unos cursos resultan más duros que otros. Porque en esta asignatura no se trata sólo de forjar conceptos frente a los prejuicios que suelen almacenar los alumnos, sino de preservarles contra los dislates que muchos de nuestros políticos destilan a diario. Abochornan las declaraciones de máximos jerarcas políticos y prestigiosos académicos contra el cometido del Tribunal Constitucional. El control que establecen todas las democracias para asegurarse de que una ley particular se ajusta a la ley última y general... debería pasarse por alto ante una ley catalana. Por encima de las decisiones de los Parlamentos de Cataluña y España, más allá de la voluntad de los catalanes (y sea cual fuere el alcance de su participación), no hay ni debe haber nada. Y en la mayor de las procacidades pronunciadas, el presidente español promete al catalán devolver por el patio trasero lo que la sentencia judicial se ha llevado por la puerta principal.

De suerte que en todo esto laten al menos dos supuestos principales. El primero, que la Constitución no rige para Cataluña. El segundo, que el carácter democrático de una norma (pongamos, un Estatut) lo marca simplemente su respaldo mayoritario. En cuanto venga avalada por una mayoría, no hay más que hablar; inquirir si tal norma se arroga derechos que no le competen o pisotea derechos consagrados sería fruto de una perversa voluntad. La democracia no es sustancia moral, sino mero procedimiento; un ejercicio consistente en expresar sentimientos y sumar propósitos, no en debatir argumentos. En definitiva, pura técnica de toma de decisiones.

Soy de los que piensan que la traída y llevada educación para la ciudadanía es quehacer tanto de chicos como de mayores, aun antes de éstos que de aquéllos. En el asunto que nos ocupa esa educación requiere un cambio de adjetivos. Nos demanda abandonar la 'Formación del espíritu nacional', que así se llamaba esa asignatura en nuestros años mozos, para adquirir una 'Formación del espíritu democrático'. Sólo eso.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20100814/opinion/reaccion-catalana-20100814.html

domingo, 8 de agosto de 2010

Masas líquidas

08.08.10

JOSÉ MARÍA ROMERA |

El Correo



Una de las extrañezas con las que nos enfrenta el ocio veraniego es la de las muchedumbres. Todo cambia de escala y se agranda; todo son grandes concentraciones de miles y a veces millones de personas para asistir a un macroconcierto o para celebrar la victoria en un campeonato de fútbol, para tumbarse al sol en playas hacinadas o simplemente para provocar el encuentro por el encuentro, ya sea de moteros o de maratonianos, ya sea de feligreses devotos o de gays orgullosos de serlo.

¿No habíamos convenido en que desde hace tiempo estábamos instalados en el individualismo? Se supone que el hombre moderno aspira a dar con un espacio propio en el que realizarse y al mismo tiempo cobijarse, una reserva de intimidad y de escape a donde no llegue la algarabía del mundo. Si los siglos XIX y XX impusieron el patrón de la colectividad, el XXI se nos anunciaba como el de la particularidad, antídoto contra la enajenación masificadora de las viejas utopías fracasadas. En teoría, las ideologías del yo se están imponiendo sobre las del nosotros al igual que lo 'psi' reemplaza a lo 'socio' y la solidaridad queda en segundo plano ampliamente superada por la autoestima.

Pero sólo en teoría. La canícula nos coge con la guardia baja y deja que nuestros viejos impulsos asomen sin control. Por mucho que nos vanagloriemos de ser únicos e irrepetibles, señores de ese reino privado que un acertado eslogan publicitario ha llamado «república independiente de tu casa», el magnetismo de la grey acaba arrastrándonos al baño de multitudes. Para muchas personas, formar parte del gentío representa la forma más fascinante de diversión y tal vez de plenitud. Nada importan los riesgos y las incomodidades, como acaba de demostrarse trágicamente en la Love Parade de Duisburgo. En cierto modo, las víctimas del espantoso colapso -como las arrolladas por el tren en Castelldefels en la simbólica noche de San Juan- se erigen en héroes de un tiempo que rinde culto a la la diversión y a la multitud, a partes iguales. Decimos que morir de esa manera es absurdo, pero algo en nuestro interior nos trata de convencer de que también otorga dignidad, según sentenció Horacio: «Dulce et decorum est pro patria mori». Es dulce y decoroso perecer en el altar de la nueva patria, la de la masa.

Sin embargo algo ha cambiado profundamente en la configuración de esa masa. Poco tiene que ver con las agrupaciones tradicionales de gentes vinculadas por lazos de territorio, creencia o clase social. Las muchedumbres que hoy atraen tienden a ser 'deslocalizadas'. No reúnen a gente homogénea o con abundantes signos distintivos como antaño. Es revelador el creciente fenómeno de los 'flash-mobs' o muchedumbres instantáneas, concentraciones repentinas de personas convocadas por internet en un lugar público para hacer acto de presencia y dispersarse con prontitud. Aunque la fórmula sirve para la expresión de reivindicaciones y protestas políticas, los más puristas dentro del movimiento defienden la acción por la acción. Se trata de concentrarse sin más, y por eso es frecuente recurrir a motivos estrafalarios como las guerras de almohadas o los simulacros de desmayos masivos. El sinsentido de las convocatorias refuerza la hipótesis del encuentro como necesidad por sí mismo. A eso se añade el hecho de que la mayoría de participantes carece de vínculos previos y no vuelve a verse. Nadie les exige otro requisito que cumplir el guión previsto; ni la edad, ni el idioma ni la ideología los excluyen del grupo.

Ser masa por el simple hecho de serlo, pues. ¿No son acaso de esta misma naturaleza las grandes concentraciones de personas en torno a 'La Roja' de regreso de Suráfrica portando la copa triunfal? ¿O las largas colas nocturnas a la puerta de los grandes almacenes esperando la última entrega de Harry Potter o el del 'gadget' informático de moda? El paradigma de las nuevas multitudes no viene dado por las masas sólidas de antaño sino por otras líquidas, variables, fluidas e imprecisas. No están construidas en torno a la convicción, sino a la emoción. En ellas no hay compromiso ni proyecto, ni tampoco estructura y organización.

Visto con lente pesimista, el fenómeno se parecería demasiado al del rebaño manipulable y sumiso. Un producto acabado de lo que ya George Ritzer llamó 'McDonalización' de la sociedad. Pero por otro lado asoma la esperanzadora idea de un anhelo de socialización que no ha sucumbido a la presión arrolladora del egoísmo neoliberal. Somos seres sociales en busca de los otros, con la mano tendida y el corazón abierto. Mientras las iglesias, los partidos y las asociaciones tradicionales con vocación de colectividad pierden feligreses y afiliados, experimentamos sobre nuevos esquemas embrionarios de relación masiva que tienen mucho de inconsistente y hasta de estúpido si se quiere, pero nos revelan el lado fraternal de nuestra condición.


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