domingo, 12 de octubre de 2008

La máquina de matar. El Che Guevara, de agitador comunista a marca capitalista

La máquina de matar. El Che Guevara, de agitador comunista a marca capitalista

por Álvaro Vargas Llosa



La imagen del Che representa una notable paradoja: la rebeldía ante el mercado desde el mercado. Frente a esta estrafalaria construcción, Álvaro Vargas Llosa contrapone la historia real del guerrillero, sus métodos brutales y su defensa de la violencia como motor del cambio revolucionario.

El Che Guevara, quien hizo tanto (¿o tan poco?) por destruir al capitalismo, es en la actualidad la quintaesencia de una marca capitalista. Su semblante adorna tazas de café, sudaderas, encendedores, llaveros, billeteras, gorras de beisbol, tocados, emblemas de rockeros, truzas, camisetas deportivas, carteras finas, jeans deshilachados, té de hierbas, y por supuesto esas omnipresentes playeras con la fotografía, tomada por Alberto Korda, del galán socialista luciendo su boina durante los primeros años de la revolución, en el instante en que el Che de casualidad se introdujo en el visor del fotógrafo –y en la imagen que, treinta y ocho años después de su muerte, constituye aún el logotipo del revolucionario (¿o del capitalista?) “chic”. Sean O’Hagan sostuvo en The Observer que existe incluso un jabón en polvo con el eslogan “El Che lava más blanco”.

Los productos del Che son comercializados por grandes corporaciones y por pequeñas empresas, tales como la Burlington Coat Factory, la cual difundió un comercial televisivo presentando a un joven en pantalones elásticos luciendo una playera del Che, o la Flamingo’s Boutique en Union City, Nueva Jersey, cuyo propietario respondió a la furia de los exiliados cubanos locales con este argumento devastador: “Yo vendo lo que la gente desea comprar.” Los revolucionarios también se unieron a este frenesí de productos –desde “The Che Store”, que vende provisiones, hasta el sitio que atiende “todas sus necesidades revolucionarias” en Internet, y el escritor italiano Gianni Minà, quien le vendió a Robert Redford los derechos cinematográficos del diario del Che sobre su juvenil viaje alrededor de América del Sur en el año 1952 a cambio de poder acceder al rodaje del film Diarios de motocicleta y de que Minà pudiera producir su propio documental. Para no mencionar a Alberto Granado, quien acompañó al Che en su viaje de juventud y ahora asesora documentalistas, y que se quejaba hace poco en Madrid, según el diario El País, ante un Rioja y un magret de pato, de que el embargo estadounidense contra Cuba le dificulta el cobro de las regalías. Para llevar la ironía más lejos: el edificio en el cual nació Guevara en la ciudad de Rosario, Argentina, un espléndido inmueble de comienzos del siglo XX sito en la esquina de las calles Urquiza y Entre Ríos, se encontraba hasta hace poco ocupado por la administradora de fondos de jubilaciones y pensiones privada Máxima afjp, una hija de la privatización de la seguridad social argentina en la década de 1990.

La metamorfosis del Che Guevara en una marca capitalista no es nueva, pero la marca viene experimentando un renacimiento –un renacimiento especialmente destacable, dado que el mismo tiene lugar años después del colapso político e ideológico de todo lo que Guevara representaba. Esta suerte inesperada se debe sustancialmente a Diarios de motocicleta, la película producida por Robert Redford y dirigida por Walter Salles. (Es una de las tres películas más importantes sobre el Che ya realizadas o actualmente en rodaje en los últimos dos años; las otras dos han sido dirigidas por Josh Evans y Steven Soderbergh.) Hermosamente rodada en paisajes que claramente han eludido los efectos erosivos de la polución capitalista, el film exhibe al joven en un viaje de autodescubrimiento a medida que su conciencia social en ciernes tropieza con la explotación social y económica, lo que va preparando el terreno para la reinvención del hombre a quien Sartre llamara alguna vez el ser humano más completo de nuestra era.

Pero para ser más preciso, el actual renacimiento del Che se inició en 1997, en el trigésimo aniversario de su muerte, cuando cinco biografías abrumaron las librerías y sus restos fueron descubiertos cerca de una pista de aterrizaje en el aeropuerto de Vallegrande, en Bolivia, después de que un general boliviano retirado, en una revelación espectacularmente oportuna, indicara la ubicación exacta. El aniversario volvió a centrar la atención en la famosa fotografía de Freddy Alborta del cadáver del Che tendido sobre una mesa, escorzado, muerto y romántico, luciendo como Cristo en un cuadro de Mantegna.

Es usual que los seguidores de un culto no conozcan la verdadera historia de su héroe. (Muchos rastafaris renunciarían a Haile Selassie si tuvieran alguna idea de quien fue en realidad.) No sorprende que los seguidores contemporáneos de Guevara, sus nuevos admiradores postcomunistas, también se engañen a sí mismos al aferrarse a un mito –excepto los jóvenes argentinos que corean una expresión de rima perfecta: “Tengo una remera [una playera] del Che y no sé por qué.”

Considérese a algunos de los individuos que recientemente han blandido o invocado el retrato de Guevara como un emblema de justicia y rebelión contra el abuso de poder. En el Líbano, unos manifestantes que protestaban en contra de Siria ante la tumba del ex primer ministro Rafiq Hariri portaban la imagen del Che. Thierry Henry, un jugador de futbol francés que juega para el Arsenal, en Inglaterra, se apareció en una importante velada de gala organizada por la FIFA, el organismo del futbol mundial, vistiendo una playera roja y negra del Che. En una reciente reseña publicada en The New York Times sobre Land of the Dead de George A. Romero, Manohla Dargis destacaba que “el mayor impacto aquí puede ser el de la transformación de un zombi negro en un virtuoso líder revolucionario”, y agregó: “Creo que el Che en verdad vive, después de todo.”

El héroe del futbol Maradona ostentó el emblemático tatuaje del Che en su brazo derecho durante un viaje en el que se reunió con Hugo Chávez en Venezuela. En Stavropol, al sur de Rusia, unos manifestantes que reclamaban los pagos en efectivo de los beneficios del bienestar social tomaron la plaza central con banderas del Che. En San Francisco, City Lights Books, el legendario hogar de la literatura beat, invita a los visitantes a una sección dedicada a América Latina en la cual la mitad de los estantes se encuentra ocupada por libros del Che. José Luis Montoya, un oficial de policía mexicano que combate el crimen relacionado con las drogas en Mexicali, luce una cinta del Che alrededor de la cabeza porque ella lo hace sentirse más fuerte. En el campo de refugiados de Dheisheh, en la margen occidental del río Jordán, los carteles del Che adornan un muro que le rinde tributo a la Intifada. Una revista dominical dedicada a la vida social en Sydney enumera a los tres invitados ideales en una cena: Alvar Aalto, Richard Branson y el Che Guevara. Leung Kwok-hung, el rebelde elegido a la junta legislativa de Hong Kong, desafía a Pekín al vestir una playera del Che. En Brasil, Frei Betto, consejero del presidente Lula da Silva y encargado del programa de alto perfil “Hambre Cero”, afirma que “deberíamos prestarle menos atención a Trotsky y mucha más al Che Guevara”. Y lo más estupendo de todo: en la ceremonia de este año de los Óscares, Carlos Santana y Antonio Banderas interpretaron la canción principal de la película Diarios de motocicleta: Santana se presentó luciendo una camiseta del Che y un crucifijo. Las manifestaciones del nuevo culto del Che están por todas partes. Una vez más el mito está apasionando a individuos cuyas causas, en su mayor parte, representan exactamente lo opuesto de lo que era Guevara.

Ningún hombre carece de algunas cualidades atenuantes. En el caso del Che Guevara, esas cualidades pueden ayudarnos a medir el abismo que separa la realidad del mito. Su honestidad (quiero decir: honestidad parcial) significa que dejó testimonio escrito de sus crueldades, incluido lo muy malo, aunque no lo peor. Su coraje –que Castro describió como “su manera, en los momentos difíciles y peligrosos, de hacer las cosas más difíciles y peligrosas”– significa que no vivió para asumir la plena responsabilidad por el infierno de Cuba. El mito puede decir tanto acerca de una época como la verdad. Y es así como, gracias a los propios testimonios que el Che brinda de sus pensamientos y de sus actos, y gracias también a su prematura desaparición, podemos saber exactamente cuán engañados están muchos de nuestros contemporáneos respecto de muchas cosas.

Guevara puede haberse enamorado de su propia muerte, pero estaba mucho más enamorado de la muerte ajena. En abril de 1967, hablando por experiencia, resumió su idea homicida de la justicia en su “Mensaje a la Tricontinental”: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar.” Sus primeros escritos se encuentran también sazonados con esta violencia retórica e ideológica. A pesar de que su ex novia Chichina Ferreyra duda de que la versión original de los diarios de su viaje en motocicleta contenga la observación de “siento que mis orificios nasales se dilatan al saborear el amargo olor de la pólvora y de la sangre del enemigo”, Guevara compartió con Granado en esa temprana edad esta exclamación: “¿Revolución sin disparar un tiro? Estás loco.” En otras ocasiones, el joven bohemio parecía incapaz de distinguir entre la frivolidad de la muerte como un espectáculo y la tragedia de las víctimas de una revolución. En una carta a su madre en 1954, escrita en Guatemala, donde fue testigo del derrocamiento del gobierno revolucionario de Jacobo Arbenz, escribió: “Aquí estuvo muy divertido con tiros, bombardeos, discursos y otros matices que cortaron la monotonía en que vivía.”

La disposición de Guevara cuando viajaba con Castro desde México a Cuba a bordo del Granma es capturada en una frase de una carta a su esposa que redactó el 28 de enero de 1957, no mucho después de desembarcar, publicada en su libro Ernesto: Una biografía del Che Guevara en Sierra Maestra: “Estoy en la manigua cubana, vivo y sediento de sangre.” Esta mentalidad había sido reforzada por su convicción de que Arbenz había perdido el poder debido a que había fallado en ejecutar a sus potenciales enemigos. En una carta anterior a su ex novia Tita Infante, había observado que “Si se hubieran producido esos fusilamientos, el gobierno hubiera conservado la posibilidad de devolver los golpes”. No sorprende que durante la lucha armada contra Batista, y luego tras el ingreso triunfal en La Habana, Guevara asesinara o supervisara las ejecuciones en juicios sumarios de muchísimas personas –enemigos probados, meros sospechados y aquellos que se encontraban en el lugar equivocado en el momento equivocado.

En enero de 1957, tal como lo indica su diario desde la Sierra Maestra, Guevara le disparó a Eutimio Guerra porque sospechaba que aquel se encontraba pasando información: “Acabé con el problema dándole un tiro con una pistola del calibre 32 en la sien derecha, con orificio de salida en el temporal derecho... sus pertenencias pasaron a mi poder.” Más tarde mató a tiros a Aristidio, un campesino que expresó el deseo de irse cuando los rebeldes siguieran su camino. Mientras se preguntaba si esta victima en particular “era en verdad lo suficientemente culpable como para merecer la muerte”, no vaciló en ordenar la muerte de Echevarría, el hermano de uno de sus camaradas, en razón de crímenes no especificados: “Tenía que pagar el precio.” En otros momentos simularía ejecuciones sin llevarlas a cabo, como un método de tortura psicológica.

Luis Guardia y Pedro Corzo, dos investigadores que se encuentran trabajando en Florida en un documental sobre Guevara, han obtenido el testimonio de Jaime Costa Vázquez, un ex comandante del ejército revolucionario conocido como “el Catalán”, quien sostiene que muchas de las ejecuciones atribuidas a Ramiro Valdés (futuro ministro del interior de Cuba) fueron responsabilidad directa de Guevara, debido a que Valdés se encontraba bajo sus órdenes en las montañas. “Ante la duda, mátalo” fueron las instrucciones del Che. En vísperas de la victoria, según Costa, el Che ordenó la ejecución de un par de docenas de personas en Santa Clara, en Cuba central, hacia donde había marchado su columna como parte de un asalto final contra la isla. Algunos de ellos fueron muertos en un hotel, como ha escrito Marcelo Fernándes-Zayas, otro ex revolucionario que después se convertiría en periodista (agregando que entre los ejecutados había campesinos conocidos como casquitos que se habían unido al ejército simplemente para escapar del desempleo).

Pero la “fría máquina de matar” no dio muestra de todo su rigor hasta que, inmediatamente después del colapso del régimen de Batista, Castro lo pusiera a cargo de la prisión de La Cabaña. (Castro tenía un buen ojo clínico para escoger a la persona perfecta para proteger a la revolución contra la infección.) San Carlos de La Cabaña es una fortaleza de piedra que fue utilizada para defender La Habana contra los piratas ingleses en el siglo XVIII; más tarde se convirtió en un cuartel militar. De una manera que evoca al escalofriante Lavrenti Beria, Guevara presidió durante la primera mitad de 1959 uno de los periodos más oscuros de la revolución. José Vilasuso, abogado y profesor en la Universidad Interamericana de Bayamón en Puerto Rico, quien pertenecía al grupo encargado del proceso judicial sumario en La Cabaña, me dijo recientemente que El Che dirigió la Comisión Depuradora. El proceso se regía por la ley de la sierra: tribunal militar de hecho y no jurídico, y el Che nos recomendaba guiarnos por la convicción. Esto es: “Sabemos que todos son unos asesinos, luego proceder radicalmente es lo revolucionario.” Miguel Duque Estrada era mi jefe inmediato. Mi función era de instructor. Es decir legalizar profesionalmente la causa y pasarla al ministerio fiscal, sin juicio propio alguno. Se fusilaba de lunes a viernes. Las ejecuciones se llevaban a cabo de madrugada, poco después de dictar sentencia y declarar sin lugar [de oficio] la apelación. La noche más siniestra que recuerdo se ejecutaron siete hombres.

Javier Arzuaga, el capellán vasco que les brindaba consuelo a aquellos condenados a morir y que presenció personalmente docenas de ejecuciones, habló conmigo recientemente desde su casa en Puerto Rico. Ex sacerdote católico de setenta y cinco años de edad, quien se describe como “más cercano a Leonardo Boff y a la Teología de la Liberación que al ex cardenal Cardinal Ratzinger”, Arzuaga recuerda que La cárcel de La Cabaña se mantuvo llena a rebosar. Sobre 800 hombres hacinados en un espacio pensado para no más de 300: militares batistianos o miembros de algunos de los cuerpos de la policía, algunos “chivatos”, periodistas, empresarios o comerciantes. El juez no tenía por qué ser hombre de leyes; sí, en cambio, pertenecer al ejército rebelde, al igual que los compañeros que ocupaban con él la mesa del tribunal. Casi todas las vistas de apelación estuvieron presididas por el Che Guevara. No recuerdo ningún caso cuya sentencia fuera revocada en esas vistas. Todos los días yo visitaba la “galera de la muerte”, donde permanecían los prisioneros desde que eran sentenciados a muerte. Corrió la voz de que yo hipnotizaba a los condenados antes de salir para el paredón y que por eso se daban tan fáciles las cosas, sin escenas desagradables, y el Che Guevara dio orden de que nadie fuera conducido al paredón sin que yo estuviera presente. Yo asistí a 55 fusilamientos hasta el mes de mayo, cuando me fui. Eso no quiere decir que no se siguiera fusilando. Herman Marks era un americano, se decía que era prófugo de la justicia. Lo llamábamos “el carnicero” porque gozaba gritando “pelotón, atención, preparen, apunten, fuego”. Conversé varias veces con el Che con el fin de interceder por determinadas personas. Recuerdo muy bien el caso de Ariel Lima que era menor de edad, pero fue inflexible. Lo mismo puedo decir de Fidel Castro, a quien acudí también en dos ocasiones con igual propósito. Sufrí un trauma. A finales de mayo me sentía mal y se me recomendó abandonar la parroquia de Casa Blanca, dentro de cuyos límites se encontraba La Cabaña y que yo había atendido en los últimos tres años. Me fui a México para un tratamiento. Cuando nos despedíamos, el Che Guevara me dijo que nos habíamos llevado bien, tratando los dos de sacar el otro de su campo para atraerlo al de uno. “Hemos fracasado los dos. Cuando nos quitemos las caretas que hemos llevado puestas, seremos enemigos frente a frente.”

¿Cuánta gente fue asesinada en La Cabaña? Pedro Corzo ofrece una cifra de unos doscientos, similar a la proporcionada por Armando Lago, un profesor de economía retirado que ha compilado una lista de 179 nombres como parte de un estudio de ocho años sobre las ejecuciones en Cuba. Vilasuso me dijo que cuatrocientas personas fueron ejecutadas entre el mes de enero y fines de junio de 1959 (fecha en la que el Che dejó de estar a cargo de La Cabaña). Los cables secretos enviados por la Embajada de Estados Unidos en La Habana al Departamento de Estado en Washington hablan de “más de quinientos”. Según Jorge Castañeda, uno de los biógrafos de Guevara, un católico vasco simpatizante de la revolución, el fallecido padre Iñaki de Aspiazú, hablaba de setecientas víctimas. Félix Rodríguez, un agente de la cia quien fue parte del equipo a cargo de la captura de Guevara en Bolivia, me dijo que él encaró al Che después de su captura respecto de “las dos mil y pico” ejecuciones por las que fue responsable durante su vida. “Dijo que todos eran agentes de la cia y no se refirió a la cifra”, recuerda Rodríguez. Las cifras más altas pueden incluir ejecuciones que tuvieron lugar en los meses posteriores a la fecha en que el Che dejó de estar a cargo de la prisión.

Lo cual nos trae de regreso a Carlos Santana y a su elegante indumentaria del Che. En una carta abierta publicada en El Nuevo Herald el 31 de marzo de este año, el gran músico de jazz Paquito D’Rivera reprochó a Santana su vestuario en la ceremonia de los premios Óscar, y agregó: “Uno de esos cubanos fue mi primo Bebo, preso allí precisamente por ser cristiano. Él me cuenta siempre con amargura cómo escuchaba desde su celda en la madrugada los fusilamientos sin juicio de muchos que morían gritando “¡Viva Cristo Rey!”

El ansia de poder del Che tenía otras maneras de expresarse además del asesinato. La contradicción entre su pasión por viajar –una especie de protesta contra las limitaciones del Estado-nación– y su impulso por convertirse en miembro de un Estado esclavizante en relación con otras personas es patética. Al escribir acerca de Pedro Valdivia, el conquistador de Chile, Guevara reflexionaba: “Pertenecía a esa clase especial de hombres a los que la especie produce de vez en cuando, en quienes un anhelo por el poder ilimitado es tan extremo que cualquier sufrimiento para lograrlo parece natural.” Podría haber estado describiéndose a sí mismo. En cada etapa de su vida adulta, su megalomanía se manifestaba en el impulso depredador por apoderarse de las vidas y de la propiedad de otras personas, y de abolir su libre voluntad.

En 1958, después de tomar la ciudad de Sancti Spíritus, Guevara intento sin éxito imponer una especie de sharia, regulando las relaciones entre los hombres y las mujeres, el uso del alcohol, y el juego informal –un puritanismo que no caracterizaba precisamente su propia forma de vida.

Les ordenó también a sus hombres que asaltaran bancos, una decisión que justificó en una carta a Enrique Oltuski, un subordinado, en noviembre de ese año: “Las masas que luchan están de acuerdo con asaltar a los bancos porque ninguno de ellos tiene un centavo en los mismos.” Esta idea de la revolución como una licencia para reasignar la propiedad según le conviniera condujo al puritano marxista a apoderarse de la mansión de un emigrante tras el triunfo de la revolución.

El impulso de desposeer a los demás de su propiedad y de reclamar la propiedad del territorio de otros fue central en la política opresiva de Guevara. En sus memorias, el líder egipcio Gamal Abdel Nasser cuenta que Guevara le preguntó cuántas personas habían abandonado su país debido a la reforma agraria. Cuando Nasser replicó que ninguna, el Che contestó enojado que la manera de medir la profundidad del cambio es a través del número de individuos “que sienten que no hay lugar para ellos en la nueva sociedad”. Este instinto depredador alcanzó una apoteosis en 1965, cuando empezó a hablar, como Dios, acerca del “hombre nuevo” que él y su revolución crearían.
La obsesión del Che con el control colectivista lo llevó a colaborar en la formación del aparato de seguridad que fue establecido para subyugar a seis millones y medio de cubanos. A comienzos de 1959, una serie de reuniones secretas tuvo lugar en Tarará, cerca de La Habana, en la mansión a la cual el Che temporalmente se retiró para recuperarse de una enfermedad. Allí fue donde los líderes principales, incluido Castro, diseñaron al Estado policíaco cubano. Ramiro Valdés, subordinado del Che durante la guerra de guerrillas, fue puesto al mando del G-2, un cuerpo inspirado en la Cheka. Ángel Ciutah, un veterano de la Guerra Civil Española enviado por los soviéticos, que había estado muy cerca de Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, y que más tarde entablaría amistad con el Che, desempeñó un papel fundamental en la organización del sistema, junto con Luis Alberto Lavandeira, quien había servido al jefe en La Cabaña. El propio Guevara se hizo cargo del G-6, el grupo al que se le encomendó el adoctrinamiento ideológico de las fuerzas armadas. La invasión respaldada por Estados Unidos de Bahía de Cochinos en abril de 1961 se convirtió en la ocasión perfecta para consolidar el nuevo Estado policíaco, con el acorralamiento de decenas de miles de cubanos y una nueva serie de ejecuciones. Como el mismo Guevara le expresó al embajador soviético Serguéi Kudriavtsev, los contrarrevolucionarios nunca “volverían a levantar su cabeza”.

“Contrarrevolucionario” es el término que se le aplicaba a cualquiera que se apartara del dogma. Era el equivalente comunista de “hereje”. Los campos de concentración eran una forma en la cual el poder dogmático era empleado para suprimir la discrepancia. La historia le atribuye al general español Valeriano Weyler, el capitán general de Cuba a finales del siglo XIX, haber empleado por vez primera la palabra “concentración” para describir la política de cercar a las masas de potenciales opositores –en su caso a los simpatizantes del movimiento independentista cubano– con alambre de púas y empalizadas. Qué irónico (y apropiado) que los revolucionarios de Cuba más de medio siglo después continuaran con esta tradición local. Al principio, la revolución movilizó a voluntarios para construir escuelas y para trabajar en los puertos, plantaciones y fábricas –todas ellas exquisitas oportunidades fotográficas para el Che estibador, el Che cortador de caña, el Che fabricante de telas. No pasó mucho tiempo antes de que el trabajo voluntario se volviera un poco menos voluntario: el primer campamento de trabajos forzados, Guanahacabibes, fue establecido en Cuba occidental hacia el final de 1960. Así es como el Che explicaba la función desempeñada por este método de confinamiento: “A Guanahacabibes se manda a la gente que no debe ir a la cárcel, la gente que ha cometido faltas a la moral revolucionaria de mayor o menor grado... es trabajo duro, no trabajo bestial.”

Este campamento fue el precursor del confinamiento sistemático, a partir de 1965 en la provincia de Camagüey, de disidentes, homosexuales, víctimas del sida, católicos, testigos de Jehová, sacerdotes afrocubanos, y otras “escorias” por el estilo, bajo la bandera de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Hacinados en autobuses y camiones, los “desadaptados” serían transportados a punta de pistola a los campos de concentración organizados sobre la base del modelo de Guanahacabibes. Algunos nunca regresarían; otros serían violados, golpeados o mutilados; y la mayoría quedarían traumatizados de por vida, como el sobrecogedor documental de Néstor Almendros Conducta impropia se lo mostrara al mundo un par de décadas antes de ahora.

De esta manera, la revista Time parece haber errado en agosto de 1960 cuando describió la división del trabajo de la revolución con una nota de tapa presentando al Che Guevara como el “cerebro”, a Fidel Castro como el “corazón” y a Raúl Castro como el “puño”. Pero la percepción revelaba el papel crucial de Guevara en hacer de Cuba un bastión del totalitarismo. El Che era de alguna manera un candidato improbable para la pureza ideológica, dado su espíritu bohemio, pero durante los años de entrenamiento en México y en el periodo resultante de la lucha armada en Cuba emergió como el ideólogo comunista locamente enamorado de la Unión Soviética, en gran medida para molestia de Castro y de otros que eran esencialmente oportunistas dispuestos a utilizar cualquier medio necesario para ganar poder. Cuando los aspirantes a revolucionarios fueron arrestados en México en 1956, Guevara fue el único que admitió que era un comunista y que estaba estudiando ruso. (Habló abiertamente de su relación con Nikolái Leonov de la Embajada Soviética.) Durante la lucha armada en Cuba, forjó una férrea alianza con el Partido Socialista Popular (el partido comunista de la isla) y con Carlos Rafael Rodríguez, un jugador importante en la conversión del régimen de Castro al comunismo.

Esta fanática disposición convirtió al Che en una parte esencial de la “sovietización” de la revolución que se había jactado reiteradamente de su carácter independiente. Muy poco después de que los barbudos llegaran al poder, Guevara participó de negociaciones con Anastas Mikoyan, el viceprimer ministro soviético, quien visitó Cuba. Le fue confiada la misión de promover las negociaciones sovieticocubanas durante una visita a Moscú a finales de 1960. (La misma fue parte de un largo viaje en el cual la Corea del Norte de Kim Il Sung fue el país que “más” lo impresionó.) El segundo viaje a Rusia de Guevara, en agosto de 1962, fue aún más significativo, en razón de que él mismo selló el acuerdo para convertir a Cuba en una cabeza de playa nuclear soviética. Se reunió con Jrúshchiov en Yalta para finalizar los detalles sobre una operación que ya se había iniciado, y que involucraba la introducción en la isla de cuarenta y dos misiles soviéticos, la mitad de los cuales estaban armados con ojivas nucleares, así como también lanzadores y unos cuarenta y dos mil soldados. Tras presionar a sus aliados soviéticos sobre el peligro de que Estados Unidos pudiera descubrir lo que estaba aconteciendo, Guevara obtuvo garantías de que la marina soviética intervendría –en otras palabras, de que Moscú estaba preparada para ir a la guerra.

Según la biografía de Guevara de Philippe Gavi, el revolucionario había alardeado que “su país se encuentra deseoso de arriesgarlo todo en una guerra atómica de inimaginable capacidad destructiva para defender un principio”. Apenas después de finalizada la crisis de los misiles cubanos –cuando Jrúshchiov renegó de la promesa hecha en Yalta y negoció un acuerdo con Estados Unidos a espaldas de Castro, que incluía retirar los misiles estadounidenses de Turquía– Guevara dijo a un periódico comunista británico: “Si los cohetes hubieran permanecido, los habríamos utilizado todos y dirigido contra el mismo corazón de Estados Unidos, incluida Nueva York, en nuestra defensa contra la agresión.” Y un par de años más tarde, en las Naciones Unidas, fue leal a las formas: “Como marxistas hemos sostenido que la coexistencia pacífica entre las naciones no incluye la coexistencia entre los explotadores y el explotado.”

Guevara se distanció de la Unión Soviética en los últimos años de su vida. Lo hizo por las razones equivocadas, culpando a Moscú por ser demasiado blando ideológica y diplomáticamente, y hacer demasiadas concesiones –a diferencia de la China maoísta, a la cual llegó a ver como un refugio de la ortodoxia. En octubre de 1964, un memo escrito por Oleg Darusénkov, un funcionario soviético cercano a él, cita a Guevara diciendo: “Les pedimos armas a los checoslovacos; y nos rechazaron. Luego se las pedimos a los chinos; dijeron que sí en pocos días, y ni siquiera nos cobraron, declarando que uno no le vende armas a un amigo.” En realidad, Guevara se resintió por el hecho de que Moscú le estaba solicitando a otros miembros del bloque comunista, incluida Cuba, algo a cambio de su colosal ayuda y de su apoyo político. Su ataque final contra Moscú llegó en Argelia, en febrero de 1965, en una conferencia internacional en la que acusó a los soviéticos de adoptar la “ley del valor”, es decir, el capitalismo. Su ruptura con los soviéticos, en síntesis, no fue un grito en favor de la independencia. Fue un alarido al estilo de Enver Hoxha en aras de la total subordinación de la realidad a la ciega ortodoxia ideológica.

El gran revolucionario tuvo una oportunidad de poner en práctica su visión económica –su idea de la justicia social– como director del Banco Nacional de Cuba y del Departamento de Industria del Instituto Nacional de la Reforma Agraria a fines de 1959, y, desde principios de 1961, como ministro de Industria. El periodo en el cual Guevara estuvo a cargo de la mayor parte de la economía cubana atestiguó el cuasi colapso de la producción de azúcar, el fracaso de la industrialización, y la introducción del racionamiento –todo esto en el que había sido uno de los cuatros países económicamente más exitosos de América Latina desde antes de la dictadura de Batista.

Su tarea como director del Banco Nacional, durante la cual imprimió billetes que llevaban la firma “Che”, ha sido sintetizada por su asistente, Ernesto Betancourt: “Encontré en el Che una ignorancia absoluta de los principios más elementales de la economía.” Los poderes de percepción de Guevara respecto de la economía mundial fueron muy bien expresados en 1961, durante una conferencia hemisférica celebrada en Uruguay, donde predijo una tasa de crecimiento para Cuba del diez por ciento “sin el menor temor”, y, para 1980, un ingreso percapita mayor que el de “los EE.UU. en la actualidad”. En verdad, hacia 1997, en el trigésimo aniversario de su muerte, cada cubano se encontraba bajo una dieta consistente en una ración de cinco libras de arroz y una libra de frijoles por mes; cuatro onzas de carne dos veces al año; cuatro onzas de pasta de soya por semana, y cuatro huevos por mes.

La reforma agraria le quitó tierra al rico, pero se la dio a los burócratas, no a los campesinos. (El decreto fue redactado en la casa del Che.) En nombre de la diversificación, el área cultivada fue reducida y la mano de obra disponible distraída hacia otras actividades. El resultado fue que, entre 1961 y 1963, la cosecha se redujo a la mitad: apenas unos 3.8 millones de toneladas métricas. ¿Se justificaba este sacrificio por el fomento de la industrialización cubana? Desdichadamente, Cuba carecía de materias primas para la industria pesada, y, como una consecuencia de la redistribución revolucionaria, no contaba con una moneda sólida con la cual adquirirlas –o incluso adquirir los productos básicos. Para 1961, Guevara estaba teniendo que dar explicaciones embarazosas a los trabajadores en la oficina: “Nuestros camaradas técnicos en las compañías han producido una pasta dental... tan buena como la anterior; limpia exactamente lo mismo, a pesar de que después de un tiempo se vuelve una piedra.” Para 1963, todas las esperanzas de industrializar Cuba fueron abandonadas, y la revolución aceptó su papel de proveedora colonial de azúcar al bloque soviético a cambio de petróleo para cubrir sus necesidades y para revenderlo a otros países. Durante las tres décadas siguientes, Cuba sobreviviría con base en un subsidio soviético de más o menos entre 65,000 millones y cien mil millones de dólares.

Habiendo fracasado como héroe de la justicia social, ¿merece Guevara un lugar en los libros de historia como un genio de la guerra de guerrillas? Su mayor logro militar en la lucha contra Batista –la toma de la ciudad de Santa Clara después de emboscar un tren con pesados refuerzos– está seriamente cuestionado. Numerosos testimonios indican que el conductor del tren se rindió de antemano, acaso tras aceptar sobornos. (Gutiérrez Menoyo, quien dirigía un grupo guerrillero diferente en esa área, está entre aquellos que han criticado la historia oficial de Cuba sobre la victoria de Guevara.) Inmediatamente después del triunfo de la revolución, Guevara organizó ejércitos guerrilleros en Nicaragua, la República Dominicana, Panamá, y Haití –todos los cuales fueron aplastados. En 1964, envió al revolucionario argentino Jorge Ricardo Masetti a su muerte al persuadirlo de que montara un ataque contra su país natal desde Bolivia, justo después de que la democracia representativa había sido restablecida en la Argentina.

Particularmente desastrosa fue la expedición al Congo en 1965. Guevara se alió con dos rebeldes –Pierre Mulele en el oeste y Laurent Kabila en el este– contra el desagradable gobierno congoleño, el cual era sostenido por Estados Unidos, por mercenarios sudafricanos y exiliados cubanos. Mulele había tomado posesión de Stanleyville antes de ser repelido. Durante su reinado de terror, tal como lo ha escrito V.S. Naipaul, asesinó a todos aquellos que podían leer y a todos los que vestían una corbata. Respecto del otro aliado de Guevara, Laurent Kabila, se trataba meramente de un perezoso y un corrupto por aquel entonces; pero el mundo descubriría en los años noventa que también él era una máquina de matar. En cualquier caso, Guevara se pasó gran parte de 1965 ayudando a los rebeldes en el este antes de abandonar el país de manera ignominiosa. Poco tiempo después, Mobutu llegó al poder e instaló una tiranía de décadas. (En los países latinoamericanos, de la Argentina al Perú, las revoluciones inspiradas en el Che tuvieron el mismo resultado práctico de reforzar el militarismo brutal durante muchos años.)

En Bolivia, el Che fue nuevamente derrotado, y por última vez. Malinterpretó la situación local. Una reforma agraria había tenido lugar unos años antes; el gobierno había respetado muchas de las instituciones de las comunidades campesinas; y el ejército era cercano a Estados Unidos a pesar de su nacionalismo. “Las masas campesinas no nos ayudan en absoluto” fue la melancólica conclusión de Guevara en su diario boliviano. Aún peor: Mario Monje, el líder comunista local, quien no tenía estómago para una guerra de guerrillas tras haber sido humillado en los comicios, condujo a Guevara hacia una ubicación vulnerable en el sudeste del país. Las circunstancias de la captura del Che en la quebrada del Yuro, poco después de reunirse con el intelectual francés Régis Debray y el pintor argentino Ciro Bustos, ambos arrestados cuando abandonaban el campamento, fueron, como gran parte de la expedición boliviana, cosa de aficionados.

Guevara fue ciertamente audaz y corajudo, y rápido para organizar la vida con base en principios militares en los territorios bajo su control, pero no era un General Giap. Su libro La guerra de guerrillas enseña que las fuerzas populares pueden vencer a un ejército, que no es necesario aguardar a que se den las condiciones necesarias ya que un foco insurreccional puede provocarlas, y que el combate debe tener lugar principalmente en el campo. (En su receta para la guerra de guerrillas, reserva también para las mujeres el papel de cocineras y enfermeras.) Sin embargo, el ejército de Batista no era un ejército sino un corrupto manojo de matones carente de motivación y sin mucha organización; los focos guerrilleros, con la excepción de Nicaragua, terminaron todos en cenizas para los foquistas, y América Latina se ha vuelto urbana en un setenta por ciento en estas últimas cuatro décadas. Al respecto, también, el Che Guevara fue un cruel alucinado.

En las últimas décadas del siglo XIX, la Argentina tenía la segunda tasa de crecimiento más grande del mundo. Hacia la década de 1890, el ingreso real de los trabajadores argentinos era superior al de los trabajadores suizos, alemanes y franceses. Para 1928, ese país ocupaba el 12o lugar en el mundo en cuanto a su pbi per capita. Ese logro, que las siguientes generaciones arruinarían, se debió en gran medida a Juan Bautista Alberdi.

Al igual que Guevara, a Alberdi le gustaba viajar: caminó a través de las pampas y de los desiertos de norte a sur a los catorce años de edad, rumbo a Buenos Aires. Como Guevara, Alberdi se oponía a un tirano, Juan Manuel Rosas. Igual que Guevara, Alberdi tuvo la oportunidad de influir sobre un líder revolucionario en el poder –Justo José de Urquiza, quien derrocó a Rosas en 1852. Como Guevara, Alberdi representó al nuevo gobierno en giras mundiales, y murió en el exterior. Pero a diferencia del viejo y nuevo predilecto de la izquierda, Alberdi nunca mató una mosca. Su libro, Bases y puntos de partida para la organización de la República Argentina, fue la base de la Constitución de 1853 que limitó el Estado, abrió el comercio, alentó la inmigración y aseguró los derechos de propiedad, inaugurando de ese modo un periodo de setenta años de asombrosa prosperidad. No se entremetió en los asuntos de otras naciones, y se opuso a la guerra de su país contra el Paraguay. Su semblante no adorna el abdomen de Mike Tyson.

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© The New Republic

Traducción de Gabriel Gasave

http://www.letraslibres.com/index.php?art=11821




The Killing Machine: Che Guevara, from Communist Firebrand to Capitalist Brand

July 11, 2005

Alvaro Vargas Llosa

The New Republic


Che Guevara, who did so much (or was it so little?) to destroy capitalism, is now a quintessential capitalist brand. His likeness adorns mugs, hoodies, lighters, key chains, wallets, baseball caps, toques, bandannas, tank tops, club shirts, couture bags, denim jeans, herbal tea, and of course those omnipresent T-shirts with the photograph, taken by Alberto Korda, of the socialist heartthrob in his beret during the early years of the revolution, as Che happened to walk into the photographer’s viewfinder—and into the image that, thirty-eight years after his death, is still the logo of revolutionary (or is it capitalist?) chic. Sean O’Hagan claimed in The Observer that there is even a soap powder with the slogan “Che washes whiter.”

Che products are marketed by big corporations and small businesses, such as the Burlington Coat Factory, which put out a television commercial depicting a youth in fatigue pants wearing a Che T-shirt, or Flamingo’s Boutique in Union City, New Jersey, whose owner responded to the fury of local Cuban exiles with this devastating argument: “I sell whatever people want to buy.” Revolutionaries join the merchandising frenzy, too—from “The Che Store,” catering to “all your revolutionary needs” on the Internet, to the Italian writer Gianni Minà, who sold Robert Redford the movie rights to Che’s diary of his juvenile trip around South America in 1952 in exchange for access to the shooting of the film The Motorcycle Diaries so that Minà could produce his own documentary. Not to mention Alberto Granado, who accompanied Che on his youthful trip and advises documentarists, and now complains in Madrid, according to El País, over Rioja wine and duck magret, that the American embargo against Cuba makes it hard for him to collect royalties. To take the irony further: the building where Guevara was born in Rosario, Argentina, a splendid early twentieth-century edifice at the corner of Urquiza and Entre Ríos Streets, was until recently occupied by the private pension fund AFJP Máxima, a child of Argentina’s privatization of social security in the 1990s.

The metamorphosis of Che Guevara into a capitalist brand is not new, but the brand has been enjoying a revival of late—an especially remarkable revival, since it comes years after the political and ideological collapse of all that Guevara represented. This windfall is owed substantially to The Motorcycle Diaries, the film produced by Robert Redford and directed by Walter Salles. (It is one of three major motion pictures on Che either made or in the process of being made in the last two years; the other two have been directed by Josh Evans and Steven Soderbergh.) Beautifully shot against landscapes that have clearly eluded the eroding effects of polluting capitalism, the film shows the young man on a voyage of self-discovery as his budding social conscience encounters social and economic exploitation—laying the ground for a New Wave re-invention of the man whom Sartre once called the most complete human being of our era.

But to be more precise, the current Che revival started in 1997, on the thirtieth anniversary of his death, when five biographies hit the bookstores, and his remains were discovered near an airstrip at Bolivia’s Vallegrande airport, after a retired Bolivian general, in a spectacularly timed revelation, disclosed the exact location. The anniversary refocused attention on Freddy Alborta’s famous photograph of Che’s corpse laid out on a table, foreshortened and dead and romantic, looking like Christ in a Mantegna painting.

It is customary for followers of a cult not to know the real life story of their hero, the historical truth. (Many Rastafarians would renounce Haile Selassie if they had any notion of who he really was.) It is not surprising that Guevara’s contemporary followers, his new post-communist admirers, also delude themselves by clinging to a myth—except the young Argentines who have come up with an expression that rhymes perfectly in Spanish: “Tengo una remera del Che y no sé por qué,” or “I have a Che T-shirt and I don’t know why.”


Consider some of the people who have recently brandished or invoked Guevara’s likeness as a beacon of justice and rebellion against the abuse of power. In Lebanon, demonstrators protesting against Syria at the grave of former prime minister Rafiq Hariri carried Che’s image. Thierry Henry, a French soccer player who plays for Arsenal, in England, showed up at a major gala organized by FIFA, the world’s soccer body, wearing a red and black Che T-shirt. In a recent review in The New York Times of George A. Romero’s Land of the Dead, Manohla Dargis noted that “the greatest shock here may be the transformation of a black zombie into a righteous revolutionary leader,” and added, “I guess Che really does live, after all.” The soccer hero Maradona showed off the emblematic Che tattoo on his right arm during a trip where he met Hugo Chávez in Venezuela. In Stavropol, in southern Russia, protesters denouncing cash payments of welfare concessions took to the central square with Che flags. In San Francisco, City Lights Books, the legendary home of beat literature, treats visitors to a section devoted to Latin America in which half the shelves are taken up by Che books. José Luis Montoya, a Mexican police officer who battles drug crime in Mexicali, wears a Che sweatband because it makes him feel stronger. At the Dheisheh refugee camp on the West Bank, Che posters adorn a wall that pays tribute to the Intifada. A Sunday magazine devoted to social life in Sydney, Australia, lists the three dream guests at a dinner party: Alvar Aalto, Richard Branson, and Che Guevara. Leung Kwok-hung, the rebel elected to Hong Kong’s Legislative Council, defies Beijing by wearing a Che T-shirt. In Brazil, Frei Betto, President Lula da Silva’s adviser in charge of the high-profile “Zero Hunger” program, says that “we should have paid less attention to Trotsky and much more to Che Guevara.” And most famously, at this year’s Academy Awards ceremony Carlos Santana and Antonio Banderas performed the theme song from The Motorcycle Diaries, and Santana showed up wearing a Che T-shirt and a crucifix. The manifestations of the new cult of Che are everywhere. Once again the myth is firing up people whose causes for the most part represent the exact opposite of what Guevara was.


No man is without some redeeming qualities. In the case of Che Guevara, those qualities may help us to measure the gulf that separates reality from myth. His honesty (well, partial honesty) meant that he left written testimony of his cruelties, including the really ugly, though not the ugliest, stuff. His courage—what Castro described as “his way, in every difficult and dangerous moment, of doing the most difficult and dangerous thing”—meant that he did not live to take full responsibility for Cuba’s hell. Myth can tell you as much about an era as truth. And so it is that thanks to Che’s own testimonials to his thoughts and his deeds, and thanks also to his premature departure, we may know exactly how deluded so many of our contemporaries are about so much.

Guevara might have been enamored of his own death, but he was much more enamored of other people’s deaths. In April 1967, speaking from experience, he summed up his homicidal idea of justice in his “Message to the Tricontinental”: “hatred as an element of struggle; unbending hatred for the enemy, which pushes a human being beyond his natural limitations, making him into an effective, violent, selective, and cold-blooded killing machine.” His earlier writings are also peppered with this rhetorical and ideological violence. Although his former girlfriend Chichina Ferreyra doubts that the original version of the diaries of his motorcycle trip contains the observation that “I feel my nostrils dilate savoring the acrid smell of gunpowder and blood of the enemy,” Guevara did share with Granado at that very young age this exclamation: “Revolution without firing a shot? You’re crazy.” At other times the young bohemian seemed unable to distinguish between the levity of death as a spectacle and the tragedy of a revolution’s victims. In a letter to his mother in 1954, written in Guatemala, where he witnessed the overthrow of the revolutionary government of Jacobo Arbenz, he wrote: “It was all a lot of fun, what with the bombs, speeches, and other distractions to break the monotony I was living in.”

Guevara’s disposition when he traveled with Castro from Mexico to Cuba aboard the Granma is captured in a phrase in a letter to his wife that he penned on January 28, 1957, not long after disembarking, which was published in her book Ernesto: A Memoir of Che Guevara in Sierra Maestra: “Here in the Cuban jungle, alive and bloodthirsty.” This mentality had been reinforced by his conviction that Arbenz had lost power because he had failed to execute his potential enemies. An earlier letter to his former girlfriend Tita Infante had observed that “if there had been some executions, the government would have maintained the capacity to return the blows.” It is hardly a surprise that during the armed struggle against Batista, and then after the triumphant entry into Havana, Guevara murdered or oversaw the executions in summary trials of scores of people—proven enemies, suspected enemies, and those who happened to be in the wrong place at the wrong time.

In January 1957, as his diary from the Sierra Maestra indicates, Guevara shot Eutimio Guerra because he suspected him of passing on information: “I ended the problem with a .32 caliber pistol, in the right side of his brain.... His belongings were now mine.” Later he shot Aristidio, a peasant who expressed the desire to leave whenever the rebels moved on. While he wondered whether this particular victim “was really guilty enough to deserve death,” he had no qualms about ordering the death of Echevarría, a brother of one of his comrades, because of unspecified crimes: “He had to pay the price.” At other times he would simulate executions without carrying them out, as a method of psychological torture.

Luis Guardia and Pedro Corzo, two researchers in Florida who are working on a documentary about Guevara, have obtained the testimony of Jaime Costa Vázquez, a former commander in the revolutionary army known as “El Catalán,” who maintains that many of the executions attributed to Ramiro Valdés, a future interior minister of Cuba, were Guevara’s direct responsibility, because Valdés was under his orders in the mountains. “If in doubt, kill him” were Che’s instructions. On the eve of victory, according to Costa, Che ordered the execution of a couple dozen people in Santa Clara, in central Cuba, where his column had gone as part of a final assault on the island. Some of them were shot in a hotel, as Marcelo Fernándes-Zayas, another former revolutionary who later became a journalist, has written—adding that among those executed, known as casquitos, were peasants who had joined the army simply to escape unemployment.


But the “cold-blooded killing machine” did not show the full extent of his rigor until, immediately after the collapse of the Batista regime, Castro put him in charge of La Cabaña prison. (Castro had a clinically good eye for picking the right person to guard the revolution against infection.) San Carlos de La Cabaña was a stone fortress used to defend Havana against English pirates in the eighteenth century; later it became a military barracks. In a manner chillingly reminiscent of Lavrenti Beria, Guevara presided during the first half of 1959 over one of the darkest periods of the revolution. José Vilasuso, a lawyer and a professor at Universidad Interamericana de Bayamón in Puerto Rico, who belonged to the body in charge of the summary judicial process at La Cabaña, told me recently that

Che was in charge of the Comisión Depuradora. The process followed the law of the Sierra: there was a military court and Che’s guidelines to us were that we should act with conviction, meaning that they were all murderers and the revolutionary way to proceed was to be implacable. My direct superior was Miguel Duque Estrada. My duty was to legalize the files before they were sent on to the Ministry. Executions took place from Monday to Friday, in the middle of the night, just after the sentence was given and automatically confirmed by the appellate body. On the most gruesome night I remember, seven men were executed.

Javier Arzuaga, the Basque chaplain who gave comfort to those sentenced to die and personally witnessed dozens of executions, spoke to me recently from his home in Puerto Rico. A former Catholic priest, now seventy-five, who describes himself as “closer to Leonardo Boff and Liberation Theology than to the former Cardinal Ratzinger,” he recalls that

there were about eight hundred prisoners in a space fit for no more than three hundred: former Batista military and police personnel, some journalists, a few businessmen and merchants. The revolutionary tribunal was made of militiamen. Che Guevara presided over the appellate court. He never overturned a sentence. I would visit those on death row at the galera de la muerte. A rumor went around that I hypnotized prisoners because many remained calm, so Che ordered that I be present at the executions. After I left in May, they executed many more, but I personally witnessed fifty-five executions. There was an American, Herman Marks, apparently a former convict. We called him “the butcher” because he enjoyed giving the order to shoot. I pleaded many times with Che on behalf of prisoners. I remember especially the case of Ariel Lima, a young boy. Che did not budge. Nor did Fidel, whom I visited. I became so traumatized that at the end of May 1959 I was ordered to leave the parish of Casa Blanca, where La Cabaña was located and where I had held Mass for three years. I went to Mexico for treatment. The day I left, Che told me we had both tried to bring one another to each other’s side and had failed. His last words were: “When we take our masks off, we will be enemies.”

How many people were killed at La Cabaña? Pedro Corzo offers a figure of some two hundred, similar to that given by Armando Lago, a retired economics professor who has compiled a list of 179 names as part of an eight-year study on executions in Cuba. Vilasuso told me that four hundred people were executed between January and the end of June in 1959 (at which point Che ceased to be in charge of La Cabaña). Secret cables sent by the American Embassy in Havana to the State Department in Washington spoke of “over 500.” According to Jorge Castañeda, one of Guevara’s biographers, a Basque Catholic sympathetic to the revolution, the late Father Iñaki de Aspiazú, spoke of seven hundred victims. Félix Rodríguez, a CIA agent who was part of the team in charge of the hunt for Guevara in Bolivia, told me that he confronted Che after his capture about “the two thousand or so” executions for which he was responsible during his lifetime. “He said they were all CIA agents and did not address the figure,” Rodríguez recalls. The higher figures may include executions that took place in the months after Che ceased to be in charge of the prison.

Which brings us back to Carlos Santana and his chic Che gear. In an open letter published in El Nuevo Herald on March 31 of this year, the great jazz musician Paquito D’Rivera castigated Santana for his costume at the Oscars, and added: “One of those Cubans [at La Cabaña] was my cousin Bebo, who was imprisoned there precisely for being a Christian. He recounts to me with infinite bitterness how he could hear from his cell in the early hours of dawn the executions, without trial or process of law, of the many who died shouting, ‘Long live Christ the King!’”


Che’s lust for power had other ways of expressing itself besides murder. The contradiction between his passion for travel—a protest of sorts against the constraints of the nation-State—and his impulse to become himself an enslaving state over others is poignant. In writing about Pedro Valdivia, the conquistador of Chile, Guevara reflected: “He belonged to that special class of men the species produces every so often, in whom a craving for limitless power is so extreme that any suffering to achieve it seems natural.” He might have been describing himself. At every stage of his adult life, his megalomania manifested itself in the predatory urge to take over other people’s lives and property, and to abolish their free will.

In 1958, after taking the city of Sancti Spiritus, Guevara unsuccessfully tried to impose a kind of sharia, regulating relations between men and women, the use of alcohol, and informal gambling—a puritanism that did not exactly characterize his own way of life. He also ordered his men to rob banks, a decision that he justified in a letter to Enrique Oltuski, a subordinate, in November of that year: “The struggling masses agree to robbing banks because none of them has a penny in them.” This idea of revolution as a license to re-allocate property as he saw fit led the Marxist Puritan to take over the mansion of an emigrant after the triumph of the revolution.

The urge to dispossess others of their property and to claim ownership of others’ territory was central to Guevara’s politics of raw power. In his memoirs, the Egyptian leader Gamal Abdel Nasser records that Guevara asked him how many people had left his country because of land reform. When Nasser replied that no one had left, Che countered in anger that the way to measure the depth of change is by the number of people “who feel there is no place for them in the new society.” This predatory instinct reached a pinnacle in 1965, when he started talking, God-like, about the “New Man” that he and his revolution would create.

Che’s obsession with collectivist control led him to collaborate on the formation of the security apparatus that was set up to subjugate six and a half million Cubans. In early 1959, a series of secret meetings took place in Tarará, near Havana, at the mansion to which Che temporarily withdrew to recover from an illness. That is where the top leaders, including Castro, designed the Cuban police state. Ramiro Valdés, Che’s subordinate during the guerrilla war, was put in charge of G-2, a body modeled on the Cheka. Angel Ciutah, a veteran of the Spanish Civil War sent by the Soviets who had been very close to Ramón Mercader, Trotsky’s assassin, and later befriended Che, played a key role in organizing the system, together with Luis Alberto Lavandeira, who had served the boss at La Cabaña. Guevara himself took charge of G-6, the body tasked with the ideological indoctrination of the armed forces. The U.S.-backed Bay of Pigs invasion in April 1961 became the perfect occasion to consolidate the new police state, with the rounding up of tens of thousands of Cubans and a new series of executions. As Guevara himself told the Soviet ambassador Sergei Kudriavtsev, counterrevolutionaries were never “to raise their head again.”


“Counterrevolutionary” is the term that was applied to anyone who departed from dogma. It was the communist synonym for “heretic.” Concentration camps were one form in which dogmatic power was employed to suppress dissent. History attributes to the Spanish general Valeriano Weyler, the captain-general of Cuba at the end of the nineteenth century, the first use of the word “concentration” to describe the policy of surrounding masses of potential opponents—in his case, supporters of the Cuban independence movement—with barbed wire and fences. How fitting that Cuba’s revolutionaries more than half a century later were to take up this indigenous tradition. In the beginning, the revolution mobilized volunteers to build schools and to work in ports, plantations, and factories—all exquisite photo-ops for Che the stevedore, Che the cane-cutter, Che the clothmaker. It was not long before volunteer work became a little less voluntary: the first forced labor camp, Guanahacabibes, was set up in western Cuba at the end of 1960. This is how Che explained the function performed by this method of confinement: “[We] only send to Guanahacabibes those doubtful cases where we are not sure people should go to jail ... people who have committed crimes against revolutionary morals, to a lesser or greater degree.... It is hard labor, not brute labor, rather the working conditions there are hard.”

This camp was the precursor to the eventual systematic confinement, starting in 1965 in the province of Camagüey, of dissidents, homosexuals, AIDS victims, Catholics, Jehovah’s Witnesses, Afro-Cuban priests, and other such scum, under the banner of Unidades Militares de Ayuda a la Producción, or Military Units to Help Production. Herded into buses and trucks, the “unfit” would be transported at gunpoint into concentration camps organized on the Guanahacabibes mold. Some would never return; others would be raped, beaten, or mutilated; and most would be traumatized for life, as Néstor Almendros’s wrenching documentary Improper Conduct showed the world a couple of decades ago.


So Time magazine may have been less than accurate in August 1960 when it described the revolution’s division of labor with a cover story featuring Che Guevara as the “brain” and Fidel Castro as the “heart” and Raúl Castro as the “fist.” But the perception reflected Guevara’s crucial role in turning Cuba into a bastion of totalitarianism. Che was a somewhat unlikely candidate for ideological purity, given his bohemian spirit, but during the years of training in Mexico and in the ensuing period of armed struggle in Cuba he emerged as the communist ideologue infatuated with the Soviet Union, much to the discomfort of Castro and others who were essentially opportunists using whatever means were necessary to gain power. When the would-be revolutionaries were arrested in Mexico in 1956, Guevara was the only one who admitted that he was a communist and was studying Russian. (He spoke openly about his relationship with Nikolai Leonov from the Soviet Embassy.) During the armed struggle in Cuba, he forged a strong alliance with the Popular Socialist Party (the island’s Communist Party) and with Carlos Rafael Rodríguez, a key player in the conversion of Castro’s regime to communism.

This fanatical disposition made Che into a linchpin of the “Sovietization” of the revolution that had repeatedly boasted about its independent character. Very soon after the barbudos came to power, Guevara took part in negotiations with Anastas Mikoyan, the Soviet deputy prime minister, who visited Cuba. He was entrusted with the mission of furthering Soviet-Cuban negotiations during a visit to Moscow in late 1960. (It was part of a long trip in which Kim Il Sung’s North Korea was the country that impressed him “the most.”) Guevara’s second trip to Russia, in August 1962, was even more significant, because it sealed the deal to turn Cuba into a Soviet nuclear beachhead. He met Khrushchev in Yalta to finalize details on an operation that had already begun and involved the introduction of forty-two Soviet missiles, half of which were armed with nuclear warheads, as well as launchers and some forty-two thousand soldiers. After pressing his Soviet allies on the danger that the United States might find out what was happening, Guevara obtained assurances that the Soviet navy would intervene—in other words, that Moscow was ready to go to war.

According to Philippe Gavi’s biography of Guevara, the revolutionary had bragged that “this country is willing to risk everything in an atomic war of unimaginable destructiveness to defend a principle.” Just after the Cuban missile crisis ended—with Khrushchev reneging on the promise made in Yalta and negotiating a deal with the United States behind Castro’s back that included the removal of American missiles from Turkey—Guevara told a British communist daily: “If the rockets had remained, we would have used them all and directed them against the very heart of the United States, including New York, in our defense against aggression.” And a couple of years later, at the United Nations, he was true to form: “As Marxists we have maintained that peaceful coexistence among nations does not include coexistence between exploiters and the exploited.”

Guevara distanced himself from the Soviet Union in the last years of his life. He did so for the wrong reasons, blaming Moscow for being too soft ideologically and diplomatically, for making too many concessions—unlike Maoist China, which he came to see as a haven of orthodoxy. In October 1964, a memo written by Oleg Daroussenkov, a Soviet official close to him, quotes Guevara as saying: “We asked the Czechoslovaks for arms; they turned us down. Then we asked the Chinese; they said yes in a few days, and did not even charge us, stating that one does not sell arms to a friend.” In fact, Guevara resented the fact that Moscow was asking other members of the communist bloc, including Cuba, for something in return for its colossal aid and political support. His final attack on Moscow came in Algiers, in February 1965, at an international conference, where he accused the Soviets of adopting the “law of value,” that is, capitalism. His break with the Soviets, in sum, was not a cry for independence. It was an Enver Hoxha–like howl for the total subordination of reality to blind ideological orthodoxy.


The great revolutionary had a chance to put into practice his economic vision—his idea of social justice—as head of the National Bank of Cuba and of the Department of Industry of the National Institute of Agrarian Reform at the end of 1959, and, starting in early 1961, as minister of industry. The period in which Guevara was in charge of most of the Cuban economy saw the near-collapse of sugar production, the failure of industrialization, and the introduction of rationing—all this in what had been one of Latin America’s four most economically successful countries since before the Batista dictatorship.

His stint as head of the National Bank, during which he printed bills signed “Che,” has been summarized by his deputy, Ernesto Betancourt: “[He] was ignorant of the most elementary economic principles.” Guevara’s powers of perception regarding the world economy were famously expressed in 1961, at a hemispheric conference in Uruguay, where he predicted a 10 percent rate of growth for Cuba “without the slightest fear,” and, by 1980, a per capita income greater than that of “the U.S. today.” In fact, by 1997, the thirtieth anniversary of his death, Cubans were dieting on a ration of five pounds of rice and one pound of beans per month; four ounces of meat twice a year; four ounces of soybean paste per week; and four eggs per month.

Land reform took land away from the rich, but gave it to the bureaucrats, not to the peasants. (The decree was written in Che’s house.) In the name of diversification, the cultivated area was reduced and manpower distracted toward other activities. The result was that between 1961 and 1963, the harvest was down by half, to a mere 3.8 million metric tons. Was this sacrifice justified by progress in Cuban industrialization? Unfortunately, Cuba had no raw materials for heavy industry, and, as a consequence of the revolutionary redistribution, it had no hard currency with which to buy them—or even basic goods. By 1961, Guevara was having to give embarrassing explanations to the workers at the office: “Our technical comrades at the companies have made a toothpaste ... which is as good as the previous one; it cleans just the same, though after a while it turns to stone.” By 1963, all hopes of industrializing Cuba were abandoned, and the revolution accepted its role as a colonial provider of sugar to the Soviet bloc in exchange for oil to cover its needs and to re-sell to other countries. For the next three decades, Cuba would survive on a Soviet subsidy of somewhere between $65 billion and $100 billion.


Having failed as a hero of social justice, does Guevara deserve a place in the history books as a genius of guerrilla warfare? His greatest military achievement in the fight against Batista—taking the city of Santa Clara after ambushing a train with heavy reinforcements—is seriously disputed. Numerous testimonies indicate that the commander of the train surrendered in advance, perhaps after taking bribes. (Gutiérrez Menoyo, who led a different guerrilla group in that area, is among those who have decried Cuba’s official account of Guevara’s victory.) Immediately after the triumph of the revolution, Guevara organized guerrilla armies in Nicaragua, the Dominican Republic, Panama, and Haiti—all of which were crushed. In 1964, he sent the Argentine revolutionary Jorge Ricardo Masetti to his death by persuading him to mount an attack on his native country from Bolivia, just after representative democracy had been restored to Argentina.

Particularly disastrous was the Congo expedition in 1965. Guevara sided with two rebels—Pierre Mulele in the west and Laurent Kabila in the east—against the ugly Congolese government, which was sustained by the United States as well as by South African and exiled Cuban mercenaries. Mulele had taken over Stanleyville earlier before being driven back. During his reign of terror, as V.S. Naipaul has written, he murdered all the people who could read and all those who wore a tie. As for Guevara’s other ally, Laurent Kabila, he was merely lazy and corrupt at the time; but the world would find out in the 1990s that he, too, was a killing machine. In any event, Guevara spent most of 1965 helping the rebels in the east before fleeing the country ignominiously. Soon afterward, Mobutu came to power and installed a decades-long tyranny. (In Latin American countries too, from Argentina to Peru, Che-inspired revolutions had the practical result of reinforcing brutal militarism for many years.)

In Bolivia, Che was defeated again, and for the last time. He misread the local situation. There had been an agrarian reform years before; the government had respected many of the peasant communities’ institutions; and the army was close to the United States despite its nationalism. “The peasant masses don’t help us at all” was Guevara’s melancholy conclusion in his Bolivian diary. Even worse, Mario Monje, the local communist leader, who had no stomach for guerrilla warfare after having been humiliated at the elections, led Guevara to a vulnerable location in the southeast of the country. The circumstances of Che’s capture at Yuro ravine, soon after meeting the French intellectual Régis Debray and the Argentine painter Ciro Bustos, both of whom were arrested as they left the camp, was, like most of the Bolivian expedition, an amateur’s affair.

Guevara was certainly bold and courageous, and quick at organizing life on a military basis in the territories under his control, but he was no General Giap. His book Guerrilla Warfare teaches that popular forces can beat an army, that it is not necessary to wait for the right conditions because an insurrectional foco (or small group of revolutionaries) can bring them about, and that the fight must primarily take place in the countryside. (In his prescription for guerrilla warfare, he also reserves for women the roles of cooks and nurses.) However, Batista’s army was not an army, but a corrupt bunch of thugs with no motivation and not much organization; and guerrilla focos, with the exception of Nicaragua, all ended up in ashes for the foquistas; and Latin America has turned 70 percent urban in these last four decades. In this regard, too, Che Guevara was a callous fool.


In the last few decades of the nineteenth century, Argentina had the second-highest growth rate in the world. By the 1890s, the real income of Argentine workers was greater than that of Swiss, German, and French workers. By 1928, that country had the twelfth-highest per capita GDP in the world. That achievement, which later generations would ruin, was in large measure due to Juan Bautista Alberdi.

Like Guevara, Alberdi liked to travel: he walked through the pampas and deserts from north to south at the age of fourteen, all the way to Buenos Aires. Like Guevara, Alberdi opposed a tyrant, Juan Manuel Rosas. Like Guevara, Alberdi got a chance to influence a revolutionary leader in power—Justo José de Urquiza, who toppled Rosas in 1852. And like Guevara, Alberdi represented the new government on world tours, and died abroad. But unlike the old and new darling of the left, Alberdi never killed a fly. His book, Bases y puntos de partida para la organización de la República Argentina, was the foundation of the Constitution of 1853 that limited government, opened trade, encouraged immigration, and secured property rights, thereby inaugurating a seventy-year period of astonishing prosperity. He did not meddle in the affairs of other nations, opposing his country’s war against Paraguay. His likeness does not adorn Mike Tyson’s abdomen.

http://www.independent.org/newsroom/article.asp?id=1535

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