domingo, 9 de agosto de 2009

Ni debate ni deliberación

09.08.2009

JAVIER ZARZALEJOS

El Correo


A la izquierda le gusta mucho hablar de «democracia deliberativa». Se trata de un préstamo ideológico del republicanismo con el que los socialistas quieren llenar el vacío teórico en el que se debaten desde que sus paradigmas quedaron enterrados bajo las ruinas de Muro de Berlín. Pero también sirve para promover un modelo alternativo a la democracia parlamentaria liberal, tachada desde los orígenes del socialismo como «democracia burguesa». La idea de que los procedimientos representativos de la democracia deben ser complementados -cuando no sustituidos- por otras formas de pretendida representación debería ser tomada con cautela. Con la misma cautela que hay que recibir alternativas 'deliberativas' a la democracia liberal basada en la representación de los ciudadanos a través de elecciones libres.

José Luis Rodríguez Zapatero ha encontrado en la idea de «democracia deliberativa» un barniz con el que dar cierto lustre teórico a sus apelaciones al diálogo. Uno tiende a creer que toda democracia verdadera es, por definición, una deliberación permanente y múltiple. Por algo las cámaras representativas se llaman parlamentos y por algo también la democracia se ha definido como un régimen de opinión pública. Pero, en fin, aun concediendo que la izquierda en España inaugura un nuevo modelo de democracia, llama la atención lo escasamente respetuosa con el debate que demuestra ser esa sedicente democracia deliberativa.

Dos ejemplos llamados a estar presentes durante mucho tiempo prueban lo escuálido de nuestras deliberaciones colectivas. El primero de estos casos es el debate en el marco del llamado 'diálogo social'. Pocos negarán la trascendencia de esta deliberación entre Gobierno, sindicatos y representación empresarial para una economía como la española, que debería adoptar las medidas necesarias que le permitan engancharse a la recuperación para que, cuando ésta se produzca en las economías tractoras, no pase de largo. Pues bien, resulta que en el diálogo entre empresarios, Gobierno y sindicatos no puede hablarse de la reforma laboral, y si se plantea, el asunto se despacha acusando a los empresarios de querer «abaratar el despido» y de «hacer recaer sobre los trabajadores el peso de la crisis». Todo eso en un país que supera el 18% de paro.

Claro que si se plantea la reducción de las cotizaciones sociales hasta un umbral que sea eficaz para evitar, por lo menos, destrucción de empleo, entonces de lo que se trata es de una conjura empresarial para hace saltar por los aires el sistema de protección social porque hay gentes -curiosamente a las que se les pide que creen empleo- que buscan extender la miseria entre sus compatriotas. Para rematar el cuadro, cuando la representación empresarial se niega -con buen criterio- a bailar el rigodón con el que el Gobierno quería distraerse, aparece Rodríguez Zapatero iracundo, arremetiendo contra los empresarios en un insólito e irresponsable pronunciamiento de izquierdismo con olor a naftalina, más propio del populismo peronista que de un gobernante europeo.

El Gobierno -después de hacer grandes elogios del diálogo, faltaría más- se reserva el derecho a trazar cuantas líneas rojas le parezcan convenientes, a prohibir que se plantee este o aquel asunto, a vetar preventivamente todo aquello que no encaje en el diseño propagandístico que ha realizado del proceso.

De modo que en España, con más del 18% de paro, no se puede hablar de la reforma del mercado laboral que, al parecer, es perfecto. De la misma manera que -segundo ejemplo- en un país con una dependencia energética del exterior que supera el 80%, y que se encuentra a la cabeza del incumplimiento de los límites de emisión de gases de efecto invernadero, tampoco se puede hablar de energía nuclear porque ésa es otra de las líneas rojas que este Gobierno impone a un debate que primero se convoca y al que, después, se vacía de contenido. De energía nuclear hablan Obama, Sarkozy, Brown y tantos otros con programas de inversión en los que compiten empresas españolas, pero en España ésa resulta ser la línea roja preferida de un jefe de Gobierno que, por otra parte, escamotea a la opinión pública la realidad de este tema, como pudo comprobarse con su trucada argumentación para justificar el cierre de la central nuclear de Garoña.

Bien es cierto que, a medida que se empobrece el debate, menos importante es la argumentación, el soporte discursivo y racional de las diversas posiciones, y más decisiva resulta la capacidad de cada una de las partes para sentimentalizar sus pretensiones. La economía española tiene un problema muy grave de mercado de trabajo, se reconozca o no. Pero si no se quiere hablar del tema, nada mejor que evocar famélicas legiones que llenarían nuestras ciudades si se tocara la actual reglamentación, o echar mano de la épica de las conquistas sociales para descalificar al discrepante acusándolo de querer destruirlas.

De la misma manera, sabemos que la reducción de gases de efecto invernadero y la mejora de la seguridad de nuestro abastecimiento energético es cuestión de tecnología, de inversiones, de precios para retribuirlas y de marcos regulatorios estables y predecibles, así como de una adecuada utilización de todas las fuentes de generación disponibles, incluida la energía nuclear, cuya alternativa no son las energías renovables sino los combustibles fósiles. Pero, en vez de este árido discurso, es mucho más gratificante exhortar a los ciudadanos a convertirse a esa nueva religión laica haciéndoles creer que la salvación del planeta depende de la vuelta a una naturaleza idealizada y falsa, en la que ahora ya ni siquiera las vacas tienen cabida por sus persistentes emisiones de metano.

Según lo que hemos visto, la democracia deliberativa da muy poco de sí. Lo que debería importarnos es que los problemas que han de ser abordados en estos debates que el Gobierno sabotea no se dejan conmover por las prédicas sentimentales de los manipuladores, ni se dejan disolver en la demagogia. Están ahí y, aunque se quiera negar su existencia, ninguna línea roja los destierra. Seguirán llamando a la puerta, aunque es seguro que la banalidad seguirá elevando su volumen para que esa incómoda llamada siga sin oírse.


http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/prensa/20090809/opinion/debate-deliberacion-20090809.html

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