martes, 3 de mayo de 2011

Bin Laden y el fracaso del integrismo

03.05.11

JUANJO SÁNCHEZ ARRESEIGOR | HISTORIADOR Y ESPECIALISTA EN EL MUNDO ÁRABE

El Correo


Ahora que Bin Laden ha muerto, su epitafio podría ser: 'Destruyó dos grandes edificios, mató a varios miles de personas que no tenían nada que ver con el asunto y provocó la caída de sus mejores amigos'.

'Usama Bin Ladin' -las vocales 'o' y 'e' no existen en el idioma árabe- era uno de los muchos hijos de un emigrante yemení, que llegó a ser tan rico que logró la hazaña extraordinaria de conseguir la nacionalidad saudí. Bin Laden era por lo tanto saudí, pero pasó parte de su infancia en Yemen, en una región con fuertes minorías chiíes a las que odiaba ferozmente, pero de las que iba a recoger las nociones místicas del martirio y la violencia autodestructiva, desconocidas en el islam suní. Era el hijo privilegiado de un multimillonario que disfrutaba de largas vacaciones en Europa, pero fue instruido en el wahabismo, una secta ultrafanática y ultrareaccionaria que despreciaba la riqueza y consideraba pecaminoso todo lo occidental. Bin Laden era por lo tanto un manojo de paradojas. Tal vez por eso se lanzó a la guerra santa contra los soviéticos en Afganistán.

Los rasgos dominantes de la personalidad y la ideología de Bin Laden eran la xenofobia y el ultra conservadurismo. Mientras estuvo en Afganistán, jamás fue entrenado ni financiado por la CIA pues se negaba a mantener contacto directo con los norteamericanos o cualquier tipo de 'infieles'. El adolescente que disfrutaba de sus vacaciones en Europa se había convertido en un fanático que consideraba a todos los no musulmanes y a muchos musulmanes como infieles enemigos a los que combatir y exterminar.

Cuando Irak invadió Kuwait, los saudíes tuvieron que llamar a los norteamericanos porque carecían de un ejército eficaz. Bin Laden no quiso entenderlo y ofreció al Gobierno saudí una alternativa islámica para derrotar a un Sadam Hussein al que consideraba un despreciable descreído y apóstata. Había conservado una base -'al qaida', en árabe- de datos con los nombres de los mujaidines que habían luchado contra los soviéticos. Podía reunir a un par de decenas de miles de aquellos encallecidos veteranos para usarlos como punta de lanza del ejército saudí. Ahora bien, ¿unos cuantos miles de milicianos iban a detener en campo abierto a las divisiones acorazadas iraquíes? Este disparate estratégico demuestra que Bin Laden estaba desconectado de la realidad.

La ruptura de Bin Laden con el Gobierno saudí fue por lo tanto una rabieta xenófoba, pero existía cierta lógica en sus acciones. Era humillante tener que depender de extranjeros infieles para defender el reino, pero sobre todo le parecía nefasta la influencia que pudiera ejercer la mera presencia de medio millón de infieles. La xenofobia de Bin Laden no era caprichosa, sino que nacía de su hostilidad a cualquier cambio.

Los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron un gran éxito mediático y propagandístico, pero resultaron un desastre estratégico porque condujeron a la caída de sus anfitriones talibanes. Bin Laden había calculado mal la reacción norteamericana y perdió su única base de operaciones. Pudo escapar con vida gracias a la incompetencia criminal de la Administración Bush, pero pasó el resto de su vida como una presa perseguida.

Bin Laden entregó su vida y su fortuna a lo que consideraba una noble causa: la defensa de un orden social tradicional arcaizante e inamovible, santificado mediante una interpretación sesgada de las variantes más anacrónicas del islam. Su gran sueño era una especie de Esparta islámica; todos los hombres serían mitad monjes-ascetas, mitad soldados de la guerra santa. A las mujeres ni se las menciona. Nada de arte, de música, de juegos o diversiones. La economía quedaría reducida al mínimo indispensable para proveer las necesidades más básicas y sostener el esfuerzo bélico contra los infieles, incluyendo en esta categoría a los chiíes y a la mayoría de los suníes no integristas.

Bin Laden encontró su ideal en la dictadura de pesadilla de los talibanes. Afganistán era a sus ojos lo que debería haber sido la Arabia Saudí wahabita, pero que no había llegado a ser debido a la influencia corruptora de las riquezas del petróleo. De ahí el extremo ascetismo que el terrorista multimillonario practicó durante toda su vida adulta, alejándose de los lujos de su juventud. Nunca comprendió que si Arabia Saudí hubiera sido gobernada y administrada como el Afganistán taliban, jamás hubiera podido desarrollarse ni operar industria moderna alguna, incluida la petrolífera.

Al-Qaida ha tenido siempre mucho de espejismo. La espectacularidad de los atentados ha servido para ocultar su debilidad estructural. Bin Laden llevaba mucho tiempo fuera de juego, de manera que su muerte podría no tener mucha influencia. Sin embargo, a largo plazo el factor decisivo es la imposibilidad manifiesta de llevar a la práctica una ideología tan arcaizante como el integrismo. Bin Laden muere justo cuando las revoluciones árabes demuestran que el terrorismo integrista está doblemente obsoleto. En primer lugar, porque los movimientos de masas consiguen derribar gobiernos y cambiar regímenes, mientras que los grupúsculos terroristas solo consiguen muerte y destrucción. En segundo lugar, porque a la hora de la verdad, las masas piden precisamente lo que el integrismo rechaza por encima de todo: democracia, libertad y modernización.

Una advertencia: Si las revoluciones árabes fracasan, las masas podrían volverse hacia el integrismo. En cualquier caso, de cara al futuro el peligro integrista no está en los grupos terroristas ni en el Irán de los ayatolás, sino en Arabia saudí, donde el integrismo es dogma de Estado, y sobre todo en tres países: Pakistán, Pakistán y Pakistán.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20110503/opinion//laden-fracaso-integrismo-20110503.html

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