domingo, 28 de octubre de 2012

Identidades

JON JUARISTI

28/10/2012 ABC


FUERON dos alemanes, Herder y Humboldt, quienes, a finales del XVIII, comenzaron a denominar vascos a los naturales de las Vascongadas y Navarra, pero tal uso no se generalizaría en Francia y España hasta un siglo después. El romántico vascofrancés Chaho se refirió así a los habitantes de ambas Vasconias, la cantábrica y la aquitana, en el título de un libro de 1836, pero sólo dos años antes llamaba todavía biscaïens («vizcaínos») a los vascos de España, como había sido usual hacerlo en toda Europa desde la Edad Media. Vascos propiamente dichos sólo lo eran los de la parte francesa, además de los gascones y bearneses, que se siguen definiendo en su patois como bascous. De este modo se presentaba el señor Michel de Montaigne, bordelés, que firmó su exvoto a la Santa Casa de Loreto, durante su viaje a Italia, como Gallus Vasco, o sea, galo vasco, vasco de la Galia o vascofrancés. A mediados del XVII, el jesuita navarro Moret pedía a otro cronista, el suletino Arnaldo de Oyenart, que no se irritara en exceso por las dificultades que había encontrado para investigar en la Cámara de Comptos de Pamplona, porque los vascos (entiéndase vascofranceses) siempre habían sido muy estimados en el Reino de Navarra. Los escritores regionalistas de la Restauración comenzaron a sustituir sistemáticamente el término «vascongado» por el de vasco (o basco), como lo hizo en 1881 José de Manterola en su Cancionero Basco, colección de poesías modernas en vascuence. Pío Baroja heredó este uso de su padre, Serafín, autor de zarzuelas eusquéricas.

En la última generación decimonónica el marbete se popularizó, en detrimento de las antiguas denominaciones, gracias, sobre todo, a Baroja y Unamuno, muy influidos ambos por la etnografía alemana y francesa. Sabino Arana, en cambio, se mostró reacio a adoptarlo, prefiriendo hablar de bizkaínos o bizkaitarras. El caso de Baroja es curioso. Consciente de la artificialidad del término vasco en su referencia a los de España, naturalizó dicha identidad en una tierra o, mejor, en un agua de nadie. Sus vascos pertenecen al Bidasoa, a cuya vera se instaló él mismo, ansioso de acceder a la República de las Letras europea por contigüidad con los renombrados escritores franceses que habían hecho de la región aquitana su bastión estival o perpetuo (Pierre Loti, Edmond de Rostand, Francis Jammes). En La leyenda de Jaun de Alzate (1922), don Pío propone un paradigma étnico desterritorializado, el Aventurero Vasco, «ni español ni francés», quizá porque el otro arquetipo fronterizo disponible, el contrabandista, ya había sido explotado con éxito por Pierre Loti en su Ramuntcho, pero debe reconocer, a través de las palabras del protagonista de la novela, Jaun, que la Historia ha hecho de los vascos reales españoles o franceses, contagiados aquéllos de la altivez castellana y éstos de la vanidad gala.

Las identidades son productos de la Historia, no de la Naturaleza. La vasca es muy reciente, una invención literaria del siglo XIX que hizo fortuna, y que además fue forjada por escritores que ninguna duda tenían de su condición de españoles. Oponer la identidad vasca o catalana a la española constituye, sencillamente, un desatino ridículo. Los antepasados de los catalanes, si hemos de creer al Gerundense, fueron los primeros en ser denominados españoles, nombre que les dieron sus anfitriones del norte cuando se refugiaban de las aceifas moras en tierras de Provenza antes de la existencia misma de Cataluña. Ninguna identidad catalana o vasca antecede a la española, ni en los pueblos ni en los individuos, por mucho que se rasquen los que sientan picor.



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