sábado, 29 de diciembre de 2012

Cae el telón

EL CORREO 29/12/12

JAVIER ZARZALEJOS

Pensar que el entendimiento entre Mas y Junqueras lleva escrito el fracaso inevitable es desconocer la extraordinaria comodidad que proporciona flotar en el plasma nacionalista

Es muy poco probable que quien vive de ser un problema quiera resolverlo. Durante décadas hemos querido orillar esta contradicción genética en la posición de los nacionalismos hacia la Constitución, buscando ese pretendido ‘encaje en España’, un encaje impensable –e indeseable– para esta inexorable lógica del nacionalismo. Las cosas, sin embargo, han llegado a un punto en el que el rechazo de los nacionalismos a la política de conllevanza y su agresiva ruptura con los mínimos de lealtad institucional, impiden seguir ese juego, al menos hasta que no se recupere el tablero que en Barcelona la patada nacionalista ha hecho saltar por los aires. Porque sólo en ese tablero, que se construyó con el consenso constitucional y los acuerdos de la Transición –los declarados y los implícitos– puede encontrar el lugar que necesita la política democrática. La alternativa, como han dejado claro los nacionalistas catalanes, es el choque, la política de fuerza y de hechos consumados, que es la estrategia contra la Constitución que el nacionalismo catalán hace visible con la manifestación del 11 de septiembre. El nacionalismo catalán ha decidido hacer insalvable esa fractura simbólica, afectiva y humana con el resto de España y sitúa su futuro en la gestión oportunista de esta quiebra.

Lo que en 1978 era un proyecto de transformación del Estado lleno de ambición e incógnitas se ha culminado en niveles máximos tanto en lo que significaba de descentralización política como de reconocimiento de identidades. Pocas expresiones de la vida social quedan libres de la sujeción a los cánones establecidos por la reelaboración identitaria que reclama su dominio hasta en los rincones más escondidos del espacio público. Y esto no es que sea especialmente meritorio pero es un hecho. Por más que prediquen su incomodidad en el Estado, no hay otro caso de integración tan continuada, irrestricta y lucrativa como la de los nacionalistas, tanto en sus respectivas comunidades autónomas como a través de su influencia en el gobierno de la nación.

Se reclama diálogo cuando no se ha hecho otra cosa, con todos los gobiernos y en todos los momentos. Se pide ‘sensibilidad’ cuando el lenguaje político y periodístico ha de someterse a las tabúes que ha impuesto las prescripciones semánticas del nacionalismo más exacerbado. Se elogia el pacto, cuando el ultimátum, el ‘sí o sí’ o la amenaza como la de Artur Mas al presidente del Gobierno cuando este rechazó la exigencia de pacto fiscal, ponen seriamente en duda la sinceridad de semejantes apelaciones, mientras el nacionalismo entienda el pacto como ganancia a cuenta, nunca como renuncia mutua.

Frente a la evidente gravedad de lo que está ocurriendo en Cataluña, se extiende la idea tranquilizadora de que el pacto CiU-ERC caerá por su propio peso, que es inviable, que tiene sus días contados. Tal previsión, sin embargo, puede resultar precipitada. En primer lugar, si ese pacto es tan precario e insostenible, habría que empezar por una explicación razonable de por qué ha llegado a producirse. Artur Mas no es más que un mediocre ganador de las elecciones pero un estruendoso perdedor del plebiscito que él mismo planteó. ¿Cómo es posible que un liderazgo tan descapitalizado pueda cerrar un acuerdo que al parecer sólo desean los que lo han fabricado?

Pero, en segundo lugar, pensar que el entendimiento entre Mas y Junqueras lleva escrito el fracaso inevitable es desconocer la extraordinaria comodidad que proporciona flotar en el plasma nacionalista y la eficacia de la apelación frentista para salvar contradicciones. En tercer lugar, el nuevo gobierno nacionalista en Cataluña puede durar mucho o poco pero lo relevante es que, al margen de este concreto gobierno, lo que hay no es un acto testimonial sino un proceso de ruptura alentado por determinadas élites del nacionalismo burgués que sienten amenazado su control patrimonial sobre Cataluña y por la pretensión de la Esquerra Republicana, como izquierda y como nacionalista, de ocupar los espacios que le deja la crisis económica y social acentuando su perfil más antisistema.

La cuestión no es si CiU y Esquerra tienen suficientes puntos de contacto para compartir la responsabilidad de gobierno, sino si esa relación es mutuamente funcional, si puede ser en alguna medida simbiótica.

Precisamente es este proceso, que trasciende a una concreta fórmula de gobierno, lo que explica que un personaje como Mas –que en buena lógica democrática debería haber abandonado la escena– encabece la estrategia más desestabilizadora y divisiva que se ha experimentado en Cataluña en tiempos democráticos. Una sociedad civil débil y renuente a expresar su malestar y una opinión publicada que, salvo muy contadas excepciones, opta por la glosa benevolente del independentismo asumiendo patrióticamente como propio el discurso del agravio y la victimización de Cataluña, no constituyen precisamente una realidad disuasoria para Mas y su equipo.

La aspereza despectiva y amenazante con la que Mas se pronuncia, la sucesión de gestos hostiles, la explicitación de un desafío ilegal y antidemocrático contra la Constitución, sitúan a Convergència i Unió en un terreno mucho más próximo a ERC de lo que se supone. El sentido del acuerdo es repartirse con Junqueras los componentes antisistema que el nacionalismo catalán viene acumulando porque a eso lleva su decisión de romper. El telón con el que Mas tapó el cuadro del Rey para que éste no presidiera su toma de posesión ni siquiera simbólicamente no es una anécdota; es una declaración.



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