sábado, 23 de marzo de 2013

El desprecio a la democracia

MANUEL MONTERO El Correo 23/3/2013

Lo peor es el aire complaciente que adopta el desestabilizador, como de superioridad moral por tener la panacea, la ultrasolución

En nuestra vida pública está muy extendido el desprecio a la democracia. No sólo la vilipendian elementos antisistema, que por otra parte son jaleados y usados como ariete en el juego electoral. También arremeten contra ella políticos 'del régimen', que paradójicamente la vilipendian en nombre de la democracia, de la que se sienten depositarios.

Los casos más flagrantes se dan hoy cuando el nacionalismo se saca de la manga su 'derecho a decidir' y lo presenta como el no va más de la democracia, así se rompan las reglas del juego. Lo peor es el aire complaciente que adopta el desestabilizador, como de superioridad moral por tener la panacea, la ultrasolución, la verdadera democracia.

Y abundan las expresiones que menosprecian la democracia, que al decir de sindicalistas y progres varios no lo es en manos de este Gobierno, al que tachan de ilegítimo. «Y antidemocrático». Los recortes lo invalidan, aseguran. Que incumplan el programa no sirve sólo para la crítica, sino para desacreditar todo el sistema.

No sólo desde la izquierda. Desde la derecha se dio parecido trato al Gobierno socialista. El PP ponía el grito en el cielo por las medidas que hoy aplica y alguna dirigente concluía que «con este Gobierno la democracia está en un serio peligro». En este clima se tildaba a ZP de antidemócrata por convivir con la corrupción, por el endeudamiento, por tratos de favor a los suyos, etc. Nada muy distinto a lo de hoy tras la vuelta de la tortilla.

Frente a la democracia parlamentaria se exalta la presión de la calle, a la que con frecuencia los medios de comunicación consideran algo así como la expresión de la voluntad popular, una 'autenticidad' que no suelen discutir los parlamentarios (el PSOE llegó a proponer el 'escaño 351' para que la representase, dando por bueno que no lo consiguen los diputados elegidos). Y suele presentarse a la Constitución como un yugo insoportable -cuya reforma drástica nos librará de todas las penurias-, echando por la borda más de treinta años de funcionamiento democrático. Todo es fatal, el Senado, el Congreso, la monarquía, los partidos, los concejales, los alcaldes... El cuestionamiento general de nuestro sistema político es uno de los efectos preocupantes de la crisis económica.

No sólo se critica la situación actual. El repudio alcanza a la democracia como sistema de convivencia y tolerancia. Véase, por ejemplo, el brote de republicanismo populista que inunda manifestaciones y los mítines de algunos partidos. No suele ir asociado a peticiones de más democracia, sino de una democracia sectaria -valga el oxímoron- en la que la derecha y gente reaccionaria sería pasada por la piedra o al menos apartada. Están convencidos de que monopolizan la democracia y de que ésta requiere la liquidación política del adversario. Una aberración.

Dos notas acompañan al desprecio a la democracia característico de la democracia española.

Primero: para muchos sectores lo importante no cola convivencia sino la victoria. Las rupturas independentistas, por ejemplo, no se argumentan sugiriendo que así mejoraría la concordia social, sino en función del triunfo de idearios propios a los que se atribuye -cualquiera sabe por qué- la rara virtud de llevarnos al reino de la justicia histórica y, por ende, a una especie de dicha general.

Segundo: nuestros partidos suelen identificar la democracia con su acceso al poder. En el sentir de todos, la democracia da en auténtica cuando están en el Gobierno. En caso contrario éste es un trilero y ha perdido el apoyo popular. De ahí que en la oposición todos los partidos se deslicen hacia la sal gruesa, el populismo y la descalificación tremendista del gobierno por tomar las medidas que ellos mismos tomaron en el poder o tomarán cuando lleguen.

El menosprecio de la democracia se ha agudizado con la crisis, pero no es una novedad. Lo encontramos ya en la transición, que nos llevó de la dictadura a la democracia en un plazo breve y de forma eficaz, por mucho que hoy la crítica a la democracia se extienda también a la transición como su proceso fundacional.

Pues bien: los programas de los partidos que hicieron la transición sorprenden por el escaso valor que daban a la democracia. Se daba por supuesto que centro y derecha no eran partidarios, pero extraña el reducido peso que tenía en los discursos antifranquistas. En lo fundamental, sus propuestas presentaban contundentes alternativas sociales, económicas y nacionalistas al sistema capitalista o al modelo territorial. La democracia aparecía como el medio de llegar a tales cambios, un mero instrumento. Algunos textos socialistas o nacionalistas expresaban reticencias respecto a «la democracia formal», asociada a una mera expresión política del capitalismo.

Las opciones antifranquistas no exaltaban los valores democráticos. Hablaban sobre todo de cambios drásticos del sistema, hacia la liberación social o hacia la liberación nacional, como si el criterio para evaluar los cambios políticos no fuese la superación democrática de la dictadura sino los avances socialistas y/o nacionalistas.

El ciudadano no estaba por la labor de las grandes transformaciones y los partidos tuvieron que adaptarse. Pero el sistema constitucional careció de políticos valedores de los principios democráticos, que sólo los mencionan a la defensiva. Así, a medida que unos partidos socialmente aislados se enseñorearon del espacio público afloró su menosprecio de la convivencia. Estalla cuando la crisis enturbia la esperanza en el futuro, lo que hace que valga todo.

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