jueves, 8 de julio de 2010

Paradojas de la crisis

08.07.10

JUAN IGNACIO PÉREZ IGLESIAS |

El Correo



«Dicen que la propuesta de Obama de que el Estado gaste mucho para estimular el consumo es progresista y la de Merkel de equilibrar gastos e ingresos es conservadora. Suena tan simple y tan maniqueo que resulta inverosímil»


Antes de la crisis económica combinábamos, con desparpajo, un intenso consumo de todo tipo de bienes y servicios con una difusa mala conciencia, de bajo perfil, por lo mal que creíamos estar tratando al planeta. Está claro que había una contradicción palmaria entre una cosa y la otra, pero la sobrellevábamos con desenvoltura.

Los argumentos valen casi para cualquier aspecto de lo 'ambiental', pero empezaré por la preocupación por el clima terrestre. Antes de la crisis el planeta se calentaba. Y al parecer la culpa la teníamos todos, porque no hacíamos nada para consumir menos combustibles fósiles. Emitíamos mucho CO2 y otros gases a la atmósfera, y entre todos ellos hacían que el calor no se escapase hacia el espacio y se quedase con nosotros. Durante años nos han sermoneado con estas cosas, y a uno, cada vez que irresponsablemente encendía el aire acondicionado del coche, le entraba un complejo 'planeticida' terrible. Se descongelarán los polos, el nivel del mar subirá y anegará las planicies costeras. Las epidemias tropicales nos acecharán y alguna hará presa de nosotros. La agricultura se resentirá y mucha más gente pasará hambre. Habrá sequías devastadoras y tornados y huracanes.

No sólo el clima era un problema. También estábamos agotando los recursos naturales, cada vez más escasos, según el discurso ecologista oficial. Los más pesimistas, con Jeremy Rifkin a la cabeza, nos advertían de que quedan menos reservas de hidrocarburos fósiles que las que ya hemos gastado, y que en muy poco tiempo la carestía petrolera iba a ocasionar -lo estaba ocasionando ya- un aumento desbocado de guerras y conflictos por esa causa. Y por supuesto, lo mismo cabía decir de todo tipo de metales y otros minerales. Su previsible agotamiento nos abocaba a un escenario de pesadilla, tan del gusto de cierto cine futurista.

Los gobiernos, sobre todo los etiquetados de progresistas, y desde luego los que nos gobernaban, desde Bruselas, Madrid o Vitoria, pusieron su granito de arena para combatir el cambio climático y promover prácticas de consumo 'sostenible' o , si se quiere, 'responsable'. Y todo ello venía aderezado con agendas locales 21 y cosas por el estilo. Se nos aleccionaba acerca de lo bueno que era consumir poca gasolina. Se afirmaba -así de pomposamente- que debíamos transitar hacia otros modelos de movilidad; la llamaban movilidad sostenible: más transporte público, menos chatarra en calles y carreteras, más coches híbridos, más investigación para desarrollar otras fuentes de energía. En fin, atmósferas limpias, menos CO2, menos óxido nitroso, menos efecto invernadero, un planeta algo más frío.

Pero la crisis ha venido a trastocar del todo esos esquemas. Resulta que compramos la mitad de coches que antes, y gastamos mucha menos gasolina. Todo parece indicar que no necesitamos tantos coches, o no necesitamos tanto el coche. Ahora no se cambia de vehículo cada dos por tres y hasta es posible que vayamos más en autobús, o en metro. Y, en general, se consume menos de todo salvo, quizás, alimentos. Y eso, que puede ser bueno para el planeta, resulta que es malo para la economía. Porque si se consume menos se vende menos, y si se vende menos, se fabrica menos, y si se fabrica menos, hace falta menos gente trabajando, por lo que las empresas cierran y se pierden puestos de trabajo. Y luego viene todo lo demás: la gente gana menos o no gana nada, y a partir de ahí se desencadena toda una secuencia de daños que hacen que, en general, vivamos peor, seamos más infelices y tengamos menos esperanza en el futuro.

Dicen que en los países occidentales se contraponen dos posturas a la hora de diseñar las políticas para combatir la crisis. Por un lado, Barack Obama se muestra partidario de estimular la actividad económica gastando el dinero de todos, de manera que ese dinero sirva para que la gente consuma más y de esa forma se active la cadena productiva, con sus consiguientes beneficios. Por el otro lado, parece que están los principales países europeos, con Angela Merkel a la cabeza, aplicando y promoviendo básicamente lo contrario: prefieren equilibrar gastos e ingresos. Opinan que hay que evitar que el gasto público, al detraer demasiados recursos del sistema económico, lastre su funcionamiento, o llegue incluso a poner en peligro su viabilidad.

El debate tiene, seguramente, mucha enjundia desde el punto de vista de la teoría económica, pero a los legos no nos es dado comprenderlo en toda su dimensión. Uno, de talante más bien austero, ve con simpatía la actitud ahorradora alemana. Es lo que tienen los años pasados en casa de los padres, que también en esto dejan huella. Pero, inclinaciones personales al margen, otros son los aspectos de esta cuestión que me interesan ahora. Dicen que lo que propone el señor Obama es progresista y lo llaman neokeynesiano, para no dejar al liberalismo el monopolio del prefijo. Y también dicen que lo que propone la señora Merkel es conservador, y lo tachan, cómo no, de neoliberal. Lo de los norteamericanos es progresista, al parecer, porque se toma por tal todo aquello que suponga que el Estado gaste mucho. Siguiendo la misma lógica, lo de los alemanes es conservador, porque intenta que el Estado gaste poco. Y la verdad es que suena tan simple y tan maniqueo que resulta inverosímil.

No resulta creíble, y menos creíble aún si lo ponemos en el contexto de la cuestión ambiental a que antes me he referido. No me encuentro entre los agoreros ambientalistas que ven el fin del mundo a la vuelta de la esquina. Pero aprecio la austeridad, el consumo responsable y el respeto por el entorno. Tengo la intuición de que las posturas europeas en todo este debate son, desde más de un punto de vista, las verdaderamente progresistas. Y no deja de causarme asombro que los mismos que hasta hace nada eran adalides del llamado desarrollo sostenible sean ahora quienes con más ardor defienden, si bien con otras palabras, la vuelta al consumo desbocado.

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