viernes, 31 de julio de 2009

Cincuenta miserables años


31.07.2009

MANUEL MONTERO

El Correo



Medio siglo cumple ETA. Lo celebra recordándonos su esencia, la muerte, con la de dos personas en Mallorca. Vive así su agonía, macabramente. Su legado estremece. Consiste en cientos de personas asesinadas y una sociedad que década tras década ha conocido el chantaje y la extorsión, acostumbrada a estas sevicias. Más aún: el País Vasco ha experimentado en este periodo los principales cambios de su historia y se ha modernizado con esta rémora en su seno, que no ha ocupado un lugar marginal o episódico, sino sitios claves de la percepción política. Es cierto que sus apoyos, a estas alturas, tienen un peso decreciente, pero la miseria ética y política que ha generado y genera la barbarie totalitaria impregna a toda la sociedad vasca, siquiera porque ha llevado a que se relativizase durante años la brutalidad del terrorismo y a que se generalizase el hábito de mirar hacia otro lado. Se ha hecho como si el terror tuviera algún adarme de razón.

Seguramente no es ésa la razón fundamental de la larga supervivencia de ETA, pero algo ha colaborado a ella el planteamiento, sobre todo nacionalista, que imagina que en el fondo, aunque están equivocados, los terroristas y sus apoyos forman una especie de organización altruista que lucha por un fin loable -la libertad vasca-, aunque lo hagan por procedimientos rechazables. A esta idea se asocia otra, que hace estragos: que dejarán de hacer el animal cuando se hable con ellos y se les negocie alguna concesión... a la sociedad vasca: una concesión al nacionalismo, en realidad.

Este argumento mezquino ha provocado que, con excepción de algunos momentos -cuando el Pacto de Ajuria Enea-, el nacionalismo moderado entendiese que la guerra no era entre el totalitarismo y la democracia, sino una vertiente del enfrentamiento entre el pueblo vasco (nacionalista por definición) y los no nacionalistas, o entre aquél y España. Tal apreciación tuvo efectos fatales.

Era, en realidad, una consecuencia del núcleo del mito nacionalista, según el cual Euskadi vive en guerra con España (la potencia agresora y ocupante) desde los comienzos del siglo XIX, y que tal circunstancia explica la historia vasca, es su 'leit motiv'. Tenía un corolario la argumentación: no debe practicarse el terrorismo (la 'violencia política' en el lenguaje del nacionalismo moderado, la 'lucha armada' para la izquierda abertzale) porque resulta estratégicamente ineficaz, ante la disparidad de fuerzas entre Euskadi y los Estados español y francés y porque en estos tiempos daña la imagen vasca. Pero este rechazo por razones circunstanciales, de eficacia, implica una comprensión de las razones del terror. Lleva a no verlo como tal. A minusvalorar la importancia de la democracia cuando se contrapone al tratamiento que entiende es debido a los radicales que, al fin y al cabo, sí merecen el nombre de 'vascos' -miembros por tanto de la comunidad nacionalista vasca-, el mismo nombre que se escatima para los no nacionalistas, básicamente españoles, por tanto no vascos en la ortodoxia de la doctrina nacionalista.

Este esquema perverso contribuyó a que las brutalidades contaminasen seriamente a toda la sociedad. Recuérdese el 'algo habrá hecho' que estigmatizaba a las víctimas; la descomposición moral que ha supuesto la relativización de los asesinatos y demás crímenes, como si fuesen una circunstancia política más; la parsimonia con que se asistió a los despliegues simbólicos de ETA y sus adláteres; la contemplación que se ha tenido con los desmanes y con los grupos de apoyo al terror; la distracción con que se asiste al espectáculo de cargos públicos permanentemente escoltados, como si fuese normal, una parte del paisaje.

as cosas han cambiado, desde luego. Los matones han perdido fuerza, aunque todavía los pistoleros llegan a intentar asesinatos en masa, por el heroico procedimiento de poner una furgoneta con bombas donde duerme gente; y hasta asesinan a dos guardias civiles, miembros de las fuerzas de orden público que defienden la democracia. Aunque les deja perplejos a los interfectos, se ha extendido entre los vascos la convicción de que esta gente constituye el principal lastre que arrastramos, que no son una cuadrilla alegre y combativa sino una pandilla de buitres. Han perdido la pátina de justicieros morales que tuvieron en tiempo y puede la idea de que, después de todo, no son más que unos imbéciles.

Pese a todo, estos mismos días asistimos a las reticencias nacionalistas para quitar de las calles vascas los símbolos terroristas, como si fuese normal su exhibición -no lo ha sido nunca, por más que hayan estado durante tanto tiempo- y una imprudencia que se establezca el orden democrático. Como si esta gente no hubiese amenazado de muerte a parte de la sociedad -y a veces, como hoy, la haya llevado a la práctica-, o como si una amenaza de muerte fuese una anécdota, o que no es para tanto, o que algo habrá hecho el amenazado y se atenga a las consecuencias, no hay que quejarse tanto. Los reticentes, que no quieren meterse en líos, no se han dado cuenta de que las apologías del terror amenazan a unos pero hieren a toda la sociedad.

Es posible que el restablecimiento de unos mínimos éticos y la propagación de los valores democráticos, el término de la miseria social, sea una tarea dificilísima, que llevará mucho tiempo, pero cincuenta años después del día aciago en que apareció ETA una cosa sigue siendo clara. El fin del terrorismo tiene que producirse mediante su derrota plena, sin paliativos: con una rendición incondicional en el mejor de los casos. No hay atajos. De no acabar esta historia con vencedores y vencidos tendríamos miseria para otros cincuenta años. Y ya ha durado la broma demasiado.

http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/prensa/20090731/opinion/cincuenta-miserables-anos-20090731.html

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