domingo, 7 de febrero de 2010

Americanos en Moscú

07.02.10

CÉSAR COCA


Miles de estadounidenses fueron a trabajar a la URSS en los años treinta y acabaron víctimas de una feroz persecución que no molestó a su Gobierno


A comienzos de 1931, algunos periódicos estadounidenses publicaron un anuncio en el que se ofrecía empleo en empresas de la Unión Soviética, pagado en dólares y con salarios altos. Los mismos diarios fueron más allá al difundir reportajes en los que se aseguraba que en la URSS no había paro, los trabajadores eran el centro del sistema y disponían de bellas residencias con piscina, biblioteca y guardería. Y no faltaron los intelectuales, como George Bernard Shaw, que lanzaron al mundo una proclama: el paraíso estaba en la URSS. Así que, en medio año, decenas de miles de estadounidenses tomaron rumbo a ese paraíso. Pronto se dieron cuenta del engaño, pero entonces no pudieron regresar porque habían sido privados de sus pasaportes. El destino de la gran mayoría fue la muerte. Los más afortunados la encontraron con rapidez frente a un pelotón de fusilamiento, tras una farsa de juicio en el que se les acusaba de conspirar contra el Estado soviético. Quienes no tuvieron tanta suerte la hallaron como resultado inevitable de trabajar a 50º bajo cero en el campo de Kolimá, en Siberia. La apertura de algunos archivos en Rusia y el trabajo de un puñado de investigadores ha permitido reconstruir el drama desconocido de esos norteamericanos y descubrir otro capítulo de infamia en un siglo sobrante de ella. Ahora se publica en español el libro de Tim Tzouliadis 'Los olvidados' (Ed. Debate) con el resultado de esas investigaciones. Un texto perturbador.

EE UU sufría en esos años el azote de la Gran Depresión, que se traducía en 13 millones de parados, un enorme aumento de la delincuencia, numerosos grupos familiares o de amigos que vagaban de unos estados a otros de la Unión sin rumbo fijo en busca de un lugar en el que asentarse para sobrevivir, y una desmoralización general. En ese ambiente que de forma tan realista describió John Steinbeck en 'Las uvas de la ira', miles de ingenieros, mineros, artistas, granjeros y trabajadores de la industria, unos de marcada ideología izquierdista y otros tan sólo en busca de un empleo, emprendieron el camino a la URSS como casi un siglo antes sus bisabuelos habían partido hacia el Oeste.

Lo hicieron entusiasmados ante el horizonte que se les presentaba, y las cosas no les fueron mal al principio. Había trabajo para todos y pronto crearon incluso equipos de béisbol y un periódico en inglés. También se abrieron colegios en los que la asignatura más importante era el adoctrinamiento en los principios del comunismo. De forma paralela, Henry Ford llegó a un acuerdo con el Gobierno de Moscú para instalar en territorio soviético una fábrica de automóviles y les vendió a buen precio unos cuantos miles de coches al borde del desguace.

Informes ocultos

Pero había también hechos muy preocupantes que no pasaban inadvertidos a observadores atentos. La libertad de expresión estaba abolida, el Estado controlaba hasta los aspectos más íntimos de la vida de la persona y la policía política había comenzado a perseguir, no ya a los díscolos, sino incluso a los tibios. Lo vio con claridad un ingeniero de Ford que viajó a la URSS: las fábricas son ineficaces, el sistema está anquilosado y el Gobierno mata a miles de personas que se oponen a él, dijo. El magnate del automóvil guardó en un cajón el informe. No era cuestión de echar por tierra la posibilidad de un gran negocio.

No fue el único que cerró los ojos. Cuando comenzaron a llegar algunas informaciones sobre los campos de trabajo abiertos en Siberia, el 'New York Times' se apresuró a explicar que eran sólo un destino para descarriados sociales y que allí tenían alojamiento y comida, e incluso se les pagaba por su trabajo. Muchos de sus compatriotas tendrían ocasión muy pronto de comprobar las ventajas laborales de ese destino.

Roosevelt llegó a la Casa Blanca con la intención de abrir una Embajada en Moscú. Para entonces, los estadounidenses ya habían descubierto que el alto salario prometido se lo pagaban en rublos que no valían nada, las bellas residencias eran colmenas carentes de calefacción y cualquiera podía ser víctima de las denuncias anónimas. Además, eran espiados día y noche y muchos de ellos desaparecían tras haber recibido la visita nocturna de la Policía. Aún antes de abrir la Embajada, centenares de norteamericanos ya estaban pidiendo documentación nueva para regresar antes de que las cosas empeoraran. Cuando dos años después de su llegada el embajador regresó a Washington, entregó un informe en el que hablaba a las claras de la política de terror que imperaba en la URSS y que salpicaba de lleno a sus compatriotas. La Casa Blanca lo archivó y envió para sustituirlo a Joseph Davies, un millonario por vía conyugal que en plena etapa del terror se dedicó a comprar obras de arte y navegar en velero por el Báltico.

El comportamiento de Davies hoy sería considerado delictivo. Fue el único diplomático occidental que acudió a los juicios-farsa contra altos dirigentes soviéticos caídos en desgracia (presenció íntegro el de Bujarin) y se creyó punto por punto las acusaciones y la veracidad de las autoinculpaciones. No le importó que la Embajada estuviese llena de micrófonos y parecía convencido de que el ruido de los fusilamientos nocturnos -que hasta su aristocrática esposa reconocía como tal- se debía a las obras del metro. Y desde luego no hizo nada por los compatriotas que cada día acudían a la Embajada a pedir documentación para huir y a quienes la Policía política esperaba a la puerta para detenerlos cuando salían del edificio desesperados por la indiferencia con que les habían tratado. Cerca de allí, el embajador austriaco, tan poco amigo de izquierdistas como Davies, dio cobijo a unas docenas de compatriotas -hasta que se llenó su sede- y los salvó de una muerte segura.

Peor que la muerte

La gran mayoría de los miles de estadounidenses que se trasladaron a la URSS en esos años sufrió persecución. Ni siquiera se libraron quienes trabajaban para la Embajada. Testimonios hallados por Tzouliadis muestran cómo cualquier cosa servía para una acusación de conspiración contra el régimen. Un ingeniero, por ejemplo, fue detenido porque alguien le denunció por haber dicho que un parado vivía en EE UU mejor que un ingeniero en la URSS. Ese comentario le valió una condena en Kolimá.

Kolimá. La palabra terrible. Si los nombres propios tuvieran sinónimos, Kolimá, el campo de trabajo en Siberia en el que los condenados debían realizar sus tareas a temperaturas que podían caer por debajo de los 50º bajo cero, sólo tendría uno: Auschwitz. El zar Nicolás II, que no era precisamente un alma caritativa, llegó a decir que aquella región era inhabitable para los humanos. Stalin envió allí a millones de rusos y a unos cuantos miles de estadounidenses, que nada más llegar se dieron cuenta de lo afortunados que habían sido sus compañeros condenados a muerte.

La esperanza de vida en Kolimá era de cuatro meses. La comida escaseaba y no había apenas ropa, de manera que los presos más fuertes se quedaban con las prendas mejores y condenaban a morir de frío a los más débiles. En aquel campo no se eludió ninguna atrocidad imaginable... hasta que el vicepresidente estadounidense Henry Wallace anunció una visita, en la primavera de 1944, en pleno esfuerzo final de los aliados contra Alemania.

Entonces, los responsables del campo repitieron la experiencia de las 'aldeas Potemkin', con las que el favorito de Catalina la Grande engañó a la emperatriz sobre la prosperidad del pueblo, construyendo bellos decorados poblados por campesinos bien alimentados y vestidos a lo largo del camino en su viaje por Crimea. Cuando llegó Wallace, las alambras y las torres de vigilancia habían desaparecido, los prisioneros habían sido enviados a otro sitio y en su lugar, como obreros, estaban los vigilantes, limpios y de aspecto saludable. Incluso se abrieron fruterías porque, explicaron al mandatario estadounidense, los trabajadores debían comer varias piezas al día para mejorar su estado físico. Por las noches, se organizaron espectáculos y Wallace recibió la información de que los había cada semana. En cuanto el vicepresidente partió, el decorado se desmontó y regresaron el hambre, la violencia y la muerte.

Archivos abiertos

Al acabar la guerra, varios informes de diplomáticos dispuestos a contar la verdad refirieron con todo detalle la persecución a la que habían sido -y eran aún- sometidos los estadounidenses en la URSS. Pero fuera porque Washington los despreciaba por 'rojos' o porque no quería enemistarse con Moscú, se archivaron sin que se adoptara ninguna medida. Los periódicos tampoco hablaban del sufrimiento de esos compatriotas, pese a que sus corresponsales conocieron algunos casos de primera mano. Nunca era el momento idóneo para desvelar lo sucedido.

Hasta que en una cumbre entre Yeltsin y Bush padre, el presidente ruso contó a su colega estadounidense algo sobre unos americanos que vivieron en Rusia décadas atrás. Se decidió entonces crear una comisión de investigación. Los datos hallados tras la apertura parcial de los archivos del KGB y los testimonios de los pocos supervivientes han permitido sacar a la luz la tragedia de miles de personas que creyeron en el paraíso terrenal. Muchos de ellos habían contribuido a convertir en best seller en su país en 1931 un libro que explicaba el Plan Quinquenal de la URSS. Nadie les dijo que antes de emprender tan largo viaje deberían haber preguntado a los habitantes del paraíso.


http://www.nortecastilla.es/v/20100207/vida/americanos-moscu-20100207.html

No hay comentarios: