domingo, 14 de febrero de 2010

¿Justicia a cualquier precio?

14.02.10

J. M. RUIZ SOROA

El Correo


El caso de Garzón recuerda la necesaria separación entre lo que se cree justo y lo que las reglas del Estado de Derecho permiten

La querella contra el juez Garzón por un delito de prevaricación, supuestamente cometido al incoar e instruir un sumario sobre las fosas del franquismo, es materia altamente inflamable. Es un asunto que recrea entre nosotros la 'escisión machadiana' y hace tomar partido a muchos de manera más intuitiva que reflexiva: 'Le persiguen por haber tratado de investigar los crímenes de la Guerra Civil y de Franco', 'se acusa a un juez que sólo ha intentado destapar los horrores enterrados bajo un manto de olvido injusto', 'es una venganza de los herederos ideológicos del franquismo'.

Renuncio de antemano a este tipo de acercamiento a la cuestión. Lo que hizo Garzón consta en sus sucesivas decisiones y a ellas hemos de remitirnos. Y desde luego hay algo que ningún jurista puede discutir: la actuación procesal de Garzón fue por lo menos estrafalaria. Con las razones que adujo podía perfectamente haber instruido también un sumario contra los Reyes Católicos por el genocidio americano, o contra Leopoldo II de Bélgica por el de Congo. El auto dictado por el magistrado Varela es bastante convincente al subrayar las violaciones de reglas jurídicas básicas, procesales y sustantivas, en que incurrió Garzón, probablemente a sabiendas de su falta de soporte legal. Se las resumo a continuación.

1) Garzón decidió instruir un sumario porque las víctimas le solicitaban el amparo de su legítimo interés de obtener ayuda pública para localizar y desenterrar a sus deudos, y no porque existiera un delito y un culpable a perseguir; de esta manera invirtió el sentido del proceso penal que es el de perseguir y castigar delitos, no el de ayudar a personas en desamparo. 2) Fue inventando sobre la marcha los delitos que convenían para justificar su competencia y poder así organizar la apertura de las fosas: delito contra la forma de gobierno, rebelión, desaparición de personas, crimen contra la Humanidad, tráfico de menores, genocidio, aunque todos ellos eran muy difícilmente sostenibles. 3) Instruyó un sumario contra personas notoriamente fallecidas, arguyendo que primero se abría la instrucción y luego se comprobaba el fallecimiento, cuando el orden es justo al revés y además tal fallecimiento era un hecho notorio no precisado de prueba alguna. 4) Instruyó un sumario por hechos que, bajo cualquier calificación tipológica, estaban evidentemente prescritos hacía tiempo. 5) Desconoció flagrantemente el efecto de la Ley de Amnistía de 1978 aprobada por unanimidad de las Cortes constituyentes, calificándola de poco menos que 'autoamnistía' y 'ley basura'.

La defensa de Garzón tratará de defender que sus decisiones en ningún caso constituyen un caso de prevaricación, sino tomas de posición más o menos arriesgadas sobre puntos jurídicos difíciles, que pueden ser discutidas pero no criminalizadas. Espero y deseo que tenga éxito, pues, a mi humilde entender, si bien están claros la extralimitación y el esperpento, no lo está tanto la prevaricación. Pero esperaría que no convierta su caso (como tantos otros hacen) en un circo mediático y político de buenos y malos, de héroes republicanos humanitaristas contra malvados reaccionarios añorantes del franquismo.

En cualquier caso, lo que interesa subrayar desde la perspectiva democrática no es tanto la peripecia concreta de este juez y de su sumario guerracivilista; eso no pasa de anécdota. Lo que importa trasladar a la opinión es otra cosa, es la necesaria separación que debe establecerse en democracia entre medios y fines, entre lo que se considera justo y lo que las reglas del Estado de Derecho permiten. Porque estoy convencido de que habrá en mi derredor muchos ciudadanos que con toda buena fe se encojan de hombros ante las supuestas infracciones procesales cometidas por Garzón y digan: ¿Y qué más da? Lo importante era la justicia del fin que buscaba, el de ayudar a los represaliados y sacar a la luz crímenes horrendos. Lo demás son minucias de leguleyos. Como en el 'caso GAL': ¿Qué más da que Garzón cometiera las groseras infracciones a los derechos humanos de los imputados que ha sentenciado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos recientemente? Lo importante es que gracias a su actuación salió a la luz el 'caso GAL' y fueron castigados los culpables. Como en otros casos: ¿Pues no es gracias a él como se persigue y castiga al entorno de ETA, aunque sus sumarios estén llenos de incorrecciones y abusos? Esta opinión social difusa, que no distingue entre la justicia de una causa y la validez de los medios que pueden emplearse para lograrla, es la que debe preocuparnos.

Un juez de instrucción posee uno de los mayores poderes que existe en nuestro Estado democrático: puede hacer cosas que ninguna otra autoridad puede. Por eso está encorsetado por unas reglas, fundadas sobre una idea básica: el juez no tiene ese poder para hacer su justicia, para dar rienda suelta a su particular concepción de lo bueno y lo verdadero, para resolver con su heroísmo las carencias del Estado. Está ahí para aplicar el Derecho. Con toda su carga de indeterminación y dúctil interpretación, pero al final sólo para aplicar el Derecho. El juez no es un poder preconstituyente, que pueda enmendar la plana al legislador ordinario y descubrir él solo lo que es justo para la sociedad que le rodea, sino un poder constituido sometido a las reglas establecidas por los representantes de los ciudadanos. No puede desconocerlas sin faltar a su responsabilidad.

No se trata de discutir acerca de la Justicia ni de la Verdad, no caigan en ese error. Se trata de que no todos los caminos para llegar a la Verdad o a la Justicia son válidos y admisibles. Que todo poder democrático, y el del juez más aún, está sometido a reglas y límites, que no hacen sino garantizar nuestros derechos como personas en una sociedad libre y, al final, la existencia misma de esa sociedad. Si admitimos que las reglas pueden forzarse o despreciarse cuando lo exige la excelsa magnitud de la causa perseguida (restablecer la verdad en la historia, castigar a unos terroristas, perseguir a unos mercenarios asesinos, etcétera), estaremos admitiendo que mañana las fuercen contra nosotros mismos. Siempre habrá causas nobilísimas para la mente ávida de los justicieros y los profetas, que les impelen a forzar un poco las reglas. Pero, al final, lo que mantiene nuestra sociedad democrática son esas reglas, no los profetas, ni los justicieros, ni sus causas.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20100214/opinion/justicia-cualquier-precio-20100214.html

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