lunes, 20 de mayo de 2013

La lucha de clanes

MANUEL MONTERO

EL CORREO 20/05/2013


· La sustitución del concepto de interés común por los sacrosantos intereses de la secta permite la irresponsabilización general.

La sociedad española se configura tribalmente. Las cohesiones se definen por clanes, no por referencias generales, mucho menos nacionales. Incluso las afinidades ideológicas se entienden en términos grupales. Se dicen ‘gente de izquierdas’ y el imaginario no arranca del tipo de ideas. Lo forma una especie de cabila de miembros fijos nacida en el paleolítico o al menos en la II República. La connotación no es ideológica sino tribal.

Los clanes luchan: en realidad es su principal nexo y función. El enemigo lo tienen siempre bien configurado. Da en abyecto, pues las sectas nacionales se otorgan a sí mismas la superioridad moral.

Las izquierdas se la atribuyen explícitamente, convencidas de que derraman virtudes, no como la derecha, aviesa y felona, que hace lo que hace porque «quieren acabar con todo» y «no tienen límite», incluso si hace lo que hacían los propios, pero en éstos era por sacrificio. El clan de la izquierda lo componen distintos clanes, que se diferencian por su grado de pureza. A su izquierda se encuentra el clan que vigila a los socialistas, por si relajan su hostilidad al enemigo común, y les reprocha su flojera por no saltarle a la yugular. Los aludidos, que suelen sentirse avergonzados, procuran emularlos. Las tribus tienen identidades netas y éstas se definen por su radicalismo y su capacidad de aborrecer al enemigo.

Ninguna duda hay del espíritu clánico de los nacionalistas –divididos en subclanes, como todos–, pero se objetará que la derecha no tiene esta configuración. No es exacto: sucede que, por sus vericuetos históricos, rehúye la exposición de identidades fuertes. Buena parte de la derecha española se avergüenza públicamente de serlo y se contenta con dispersas apelaciones al orden, la familia, la moral, la neoliberalidad conservadora… Pero sí se sitúa en el antagonismo nosotros/ellos como un bloque definido por la posesión de la verdad, el desprecio a los contrarios y las voluntaristas sugerencias de eficacia… no como los otros.

Entendida la sociedad en clanes, los que no tienen sitio en los imaginarios son los no adscritos, los que votan a unos o a otros no para demostrar esencias, sino según vaya la feria. Tienen un momento de protagonismo: en vísperas de elecciones salen en las encuestas como ‘indecisos’. Ponen nerviosos a los partidos, a los que seguramente no les cabe en la cabeza tanta necedad. Dependen de ellos, pero resulta sintomático que por lo común las estrategias electorales se monten para que no vayan a votar a los otros, no para atraérselos. Que se abstengan los indecisos a los que suponen que forman parte del clan enemigo, pues en estos esquemas todos los ciudadanos son de alguna secta. El principal objetivo es entusiasmar a los propios, que sientan que la tribu está en marcha. Así la vida política tiene el propósito clánico de movilizar a los suyos sin que se cabreen los márgenes indecisos de los otros, no sea que al final voten a la contra.

La configuración tribal de nuestra sociedad tiene varios efectos, todos lamentables. El primero: aniquila la noción de interés general y lo subordina al ande yo caliente. Ha de hacerse lo que robustece a la tribu, así se la den todas a los demás.

Así, por ejemplo, el clan catalán (formado por el clan nacionalista y asimilados) puede despotricar porque no le toca suficiente ración de la tarta. Y lo mismo andaluces, valencianos, madrileños, etc., pues en esta cuestión los nacionalistas no tienen el monopolio del autismo insolidario. Lo mismo vale para los clanes de referencia doctrinal. Que se sangre a ‘los ricos’ sirve como reclamo de subvenciones; que las cuentas no les salgan se usa para abominar de la herencia recibida. Y así todos contentos: inocentes, satisfechos y con capacidad de maldecir a los otros, lo que une mucho.

La sustitución del concepto de interés común por los sacrosantos intereses de la secta permite la irresponsabilización general. Esto nos pasa porque «España nos roba», «si el Gobierno diese lo que nos debe a los andaluces», «el mal viene del derroche autonómico». O, lo mismo, «los recortes de la derecha nos llevan al caos», «ha sido el despilfarro socialista». No hay, por tanto, responsabilidades colectivas ni propias. Todo se debe a las torpezas ajenas, a que el Gobierno nos estrangula a la comunidad autónoma o al ayuntamiento; o a que el antagonista ideológico no sigue nuestras propuestas. Serán brutos, ineptos, incompetentes: los demás, claro. Somos un país de inocentes. «Yo no he sido», «es por tu culpa».

En estas condiciones la política española adquiere la fisonomía de una guerra tribal, de todos contra todos. Presiono, a ver si mi parroquia aumenta el porcentaje, me ponen el AVE o me declaran el campanario patrimonio histórico y a cobrar. La pelea puede hacerse sin escrúpulos ni límites, pues ya ha quedado sentado que la culpa es de los otros, pues el clan propio, además de tener la verdad, es íntegro por definición. Y si en algo ha pecado lo ha hecho con la mejor voluntad, que esa es otra, como si las buenas intenciones disculparan cualquier incompetencia o desatino.

La lucha de clanes se ha convertido en el motor de nuestra historia. En el combate sempiterno –así lo es en el imaginario– se aspira a la aniquilación política del contrario, a desmembrarnos, a ganar por volumen o por triquiñuela. Es de una lógica aplastante: cuando reine nuestro clan e imponga los criterios llegará la felicidad. Al menos la de los propios, que son la única preocupación de las sectas.

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