domingo, 5 de mayo de 2013

¿Trabajar para el Estado?

J. M. RUIZ SOROA,

EL CORREO 05/05/2013


· El más sencillo egoísmo nos dice que cuando «trabajamos para la comunidad» estamos en realidad trabajando para nosotros mismos.



Hay una manera sutilmente insidiosa de plantear la relación económica entre el ciudadano y la comunidad, entre el individuo particular y el Estado de que forma parte. Es ésa que se nos presentaba en un reciente artículo en este periódico, expuesta en forma de cuadro comparativo que pretende recoger la parte del año que un trabajador dedica a «trabajar para el Estado», es decir, la parte de su trabajo que se queda el Estado en forma de impuestos, contribuciones y tasas aplicadas sobre el fruto de su rendimiento. Dado el volumen de estas deducciones, se afirma que un trabajador español, por ejemplo, trabaja todos los años desde el 1 de enero hasta el 15 de junio «para el Estado», y sólo desde el 15 de junio a fin de año «trabaja para su propio beneficio».

Esta presentación no es en absoluto falsa en sus números y, sin embargo, es falaz en su mismo planteamiento. Puede ser cierto que la Administración en su conjunto detraiga un porcentaje elevado del rendimiento del trabajo del ciudadano, y sin embargo es escandalosamente ideológico y mendaz presentar esta deducción como si fuera un caso de «trabajar para otro» o de verse privado del propio rendimiento para el interés de un ente ajeno al propio interés del ciudadano. En el fondo, esta presentación de la cuestión incurre en la típica esquizofrenia neoconservadora, que pretende que existe un interés del ciudadano que sería distinto e incluso contrario al de la ciudadanía en su conjunto.

Para comprobar lo absurdo de este esquema comprensivo de la realidad basta con recurrir a ejemplos obvios derivados de ese mismo planteamiento. Por ejemplo, ¿no es cierto que ese ciudadano que se supone trabaja para el Estado durante seis meses al año está recibiendo durante esos seis meses de ese mismo Estado servicios públicos variados, o prestaciones tales como la enseñanza de sus hijos o la sanidad universal? Si es así, malamente se puede decir que «trabaja para el Estado», más bien sucedería que trabaja como «un sí mismo individuo» para «un sí mismo ciudadano». ¿Y qué sucede si ese trabajador queda inválido en un accidente laboral en su primer día de trabajo? ¿No le garantiza ese Estado una pensión vitalicia? ¿Diríamos entonces que el Estado «trabaja para el ciudadano» el resto de su vida? ¿Sería una forma mínimamente lógica de presentar la cuestión?

Estos ejemplos ponen de manifiesto que, incluso dejando aparte valores como los de solidaridad interpersonal o de igualación de oportunidades vitales entre todas las personas, incluso si no se concede relevancia a estos principios por su aroma socialista, el más sencillo egoísmo nos dice que cuando «trabajamos para la comunidad» estamos en realidad trabajando para nosotros mismos, porque al sostener la ciudad sostenemos la condición de posibilidad del individuo. Lo único que hace falta para entenderlo es practicar un egoísmo que sea, eso sí, un poco esclarecido o ilustrado, el mismo que utilizó el filósofo fundador de la sociedad occidental moderna, el tan temido como incomprendido Thomas Hobbes. En efecto, lo que defendió fue algo tan sencillo como que el interés egoísta de conservación del individuo le llevaba inevitablemente a renunciar a la violencia privada si todos los demás hacían lo mismo y se fundaba así a cambio un Estado de paz. Bastaba con que los individuos esclarecieran cuál era su interés y vieran un poco más allá de sus narices inmediatas.

Pues lo mismo sucede en nuestro caso, que si el ciudadano moderno mira un poquito más allá de la casilla «a pagar» de su declaración de impuestos comprueba pronto que ese pago le interesa porque revierte en su beneficio (aunque aquí sí que habría que recordar la cláusula de Hobbes de que todos –y todos por igual– hagan lo mismo, porque es un punto donde falla el sistema actual). Naturalmente que habrá algunos que digan que a ellos el Estado no les da nada o muy poco, que ellos pueden sufragarse con mucho menos sus servicios, su sanidad o su educación, que el volumen de lo que pagan es escandalosamente superior a lo que reciben, que por eso se tienen que ir a un paraíso fiscal para escapar a la voracidad del Estado respectivo. Naturalmente que existe una ‘upper class’ que practica una especie de secesión política invisible, no tanto territorial como personal. Se van –dicen– porque la sociedad sólo les quita, casi nada les da, luego la ciudadanía es un mal negocio para ellos.

Y, sin embargo, incluso en este caso el argumento es falaz y contrario al egoísmo esclarecido. Porque basta reflexionar acerca de un hecho subyacente al éxito económico de los ‘upper class’, sean empresarios, ejecutivos o deportistas de élite. El de que todos ellos deben su éxito a la existencia de unas sociedades organizadas que les proporcionan la ocasión para hacer fructificar esos sus dotes o méritos. Estos méritos no les producirían nada –realmente nada– si no fuera porque existe una sociedad compleja y desarrollada en cuyo seno trabajan, luego es de su interés que se mantenga esa sociedad que les garantiza el éxito. Al final, se trata sólo de ver las cosas en su complejidad: el financiero que se enriquece con su hábil manejo del dinero, el ejecutivo que triunfa en la gestión de su empresa, el deportista idolatrado por la afición, incluso el científico que inventa algo nuevo, todos ellos, no deben el pago que reciben tanto a sus méritos personales como a la existencia en su derredor de una sociedad organizada sin la cual su esfuerzo carecería de sentido y consecuencias positivas. Y es que la del mérito personal es una idea que, en lo económico, resulta ser bastante más borrosa de lo que a primera vista parece y de la que se abusa fácilmente.

Dicho todo lo cual a modo de crítica de la ideología disfrazada en las estadísticas de ‘trabajar para el Estado’, también conviene añadir que el interés esclarecido del ciudadano sí exige que ese Estado, precisamente ese Estado que sostiene para su beneficio, opere con criterios de racionalidad y eficiencia a la hora de emplear los recursos que se le entregan, por lo menos con el mismo nivel de racionalidad y eficiencia con que el ciudadano particular maneja sus propios asuntos. Porque resulta desalentador comprobar, una y otra vez, que quienes manejan los fondos públicos no lo hacen con el cuidado y atención que el individuo que se los entrega utiliza en su día a día. Y no se trata de la corrupción directa que, aunque pueda parecer lo contrario, es lo menos importante de las disfunciones de lo público. Se trata de que la política emplea todavía criterios egoístas nacidos de su interés propio que son escasamente ilustrados. Y, por ello, curiosamente es en gran parte la culpable de la popularidad de ideologías como las de «¡no trabajéis para el Estado!».

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