domingo, 11 de agosto de 2013

Espejos del alma

José María Romera

El Correo 11/8/2013




Cuando se supone que tenemos a nuestro alcance más herramientas que nunca para conocer a los demás sin dejarnos llevar por las impresiones o los prejuicios, más crédito damos a la apariencia de quienes se nos cruzan en el camino. Con razón o sin ella, el rostro nos etiqueta, y su sentencia puede llegar a imponerse sobre las evaluaciones matizadas que derivan de nuestra conducta. Se ha podido comprobar que los profesores están predispuestos a considerar mejores estudiantes a los alumnos de aspecto más agradable. El cine nos sigue presentando al villano con facciones patibularias y a los héroes como dechados de belleza. Y de vez en cuando la actualidad ofrece muestras de un renacido lombrosianismo, como el de la testigo que en el juicio al parricida Bretón declaraba que «tenía cara de psicópata», o los de quienes creían ver el rostro del diablo en las fotos del siniestro 'monje shaolín' bilbaíno.

Fiarse de las apariencias, sean estas las 'pintas' en el vestir, los ademanes o los rasgos faciales, es uno de los medios que utiliza nuestro cerebro para situarse en el mundo y reaccionar a sus estímulos con los suficientes reflejos como para no llevarse sorpresas desagradables. Pero habría que plantearse si, cumplida esta primera función, no es conveniente revisar esas impresiones. «Imago animi vultus, et indices oculi», dijo Cicerón, a quien el adagio traduce como «la cara es el espejo del alma», olvidándose de la segunda proposición: «Y los ojos, sus intérpretes». Es decir, no deducimos, no obtenemos una información fiable, sino que simplemente interpretamos lo que la cara nos transmite.

El criterio de Daniel Kahneman (Pensar rápido, pensar despacio', Debate, 2013) nos pone sobre la pista: las impresiones inmediatas corresponden a mecanismos cerebrales intuitivos, de tipo I, a través de los cuales obtenemos respuestas ágiles aun a riesgo de que sean erróneas. Por eso es necesario el concurso del pensamiento de tipo II, racional y reflexivo, que maneja informaciones más completas y que nos garantiza una mayor grado de acierto en nuestra observación. Lo lógico sería pensar que el cerebro del tipo I se retira de la escena cuando, resuelta la urgencia, hay tiempo para sopesar las cosas poniéndolas en manos del fiable tipo II. Pues resulta que no siempre es así. Miles de años de lucha por la supervivencia se conjuran para mantenernos sujetos a las caras y a las señales corporales y hacernos seguir practicando esa fisiognómica natural que nos conduce a leer en ellas el carácter de los otros con la misma credulidad que el quiromante lee el futuro en las rayas de las manos.

Como recuerda Belén Altuna en 'Una historia moral del rostro' (Pretextos, 2010), «nuestra habilidad para hacer juicios y predicciones de actuación de más largo aliento basándonos en los rasgos faciales y en la forma de mirar de la persona que tenemos enfrente, es fruto de una tendencia instintiva universal, de clara utilidad evolutiva». Podrá replicarse que el tiempo hace cambiar las cosas, y que a medida que tratamos con una persona descubrimos en ella cualidades o defectos que desmienten la primera impresión basada en su aspecto. Con ser cierto, también está comprobado lo contrario. Es decir, que cuando la imagen visual repentina nos ha provocado sensaciones de agrado o desagrado, las sucesivas informaciones que vamos acumulando para ampliar la precaria información inicial son elegidas por nosotros de modo que tiendan a reforzar aquella.

Es lo que la psicología denomina el «sesgo de confirmación», en virtud del cual la mente escoge solo los datos que redundan en el esquema formado con anterioridad. Así que, donde se esperaría una intervención equilibrada del cerebro del tipo II, suele entrometerse de forma tramposa el del tipo I para afianzar la creencia de partida. Dado que el sistema intuitivo de la especie está diseñado para detectar amenazas y para percibir señales placenteras, donde el sesgo de confirmación actúa de forma más obstinada es en aquellas imágenes humanas que nos provocan rechazo o nos resultan fascinantes, lo que tal vez explique la creciente tendencia a la satanización del adversario político y a la idealización -mediante el 'efecto halo'- del ídolo deportivo o artístico.

¿Hasta qué punto somos responsables de nuestra cara, como decía Orwell de los mayores de cincuenta años (o Lincoln de los que ya han cumplido los treinta, según Borges)? La palabra 'cosmética' ('arte de aplicar productos al embellecimiento del cuerpo') viene de 'cosmos', es decir: orden. Mientras los Menos agraciados tratan de poner orden en el caos de su rostro, condenado a ser leído de forma sesgada, otros tienen la fortuna de mostrar una apariencia canónica que todavía surte efecto a los ojos de los otros. Así ha ocurrido siempre, y así parece que seguirá ocurriendo mientras el mundo sea mundo.

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