jueves, 29 de agosto de 2013

Lo mejor de nosotros

José María Romera

El Correo 4/8/2013




Al oír el estrépito del tren descarrilado, los vecinos de la localidad gallega de Angrois abandonaron los preparativos de la fiesta del patrón y se lanzaron a las vías para socorrer a las víctimas. No fueron solo unos pocos valientes. Antes de que llegaran los servicios de emergencia ya estaban como un solo hombre rompiendo las ventanillas de los vagones volcados para rescatar a los supervivientes, trasladando heridos en sus brazos, cubriendo piadosamente los cadáveres con mantas y ofreciendo consuelo a los afligidos sin pensar que sus propias vidas podían estar en riesgo. En medio de aquel panorama infernal de horror y muerte, pusieron uno de esos toques de hermosura que nos redimen del pesimismo cuando el mal irrumpe en la vida de forma tan implacable. Es como si nos vinieran a decir que no todo está perdido, y que dentro de nuestro cinismo narcisista los humanos conservamos un fondo de nobleza que sale a la superficie en las situaciones extremas.

¿Qué empuja a la gente a actuar así cuando podría hacer lo contrario, es decir, huir sin pensarlo del lugar del espanto? ¿Por qué el impulso altruista se impone sobre el instinto de conservación? Dentro del abanico de las emociones positivas hay una, la llamada 'elevación', ligada a los mecanismos de supervivencia, que nos inclina a hacer el bien por la sola satisfacción de hacerlo, sin esperar recompensa alguna, primando la generosidad sobre cualquier otra actitud. Aunque la elevación puede activarse en situaciones diversas, cuando irrumpe de manera más nítida y arrolladora es en las catástrofes colectivas, donde es frecuente encontrar a personas habitualmente miedosas transformadas en samaritanos llenos de coraje. Ayudar nos eleva unos palmos sobre el suelo, y también nos eleva ser testigos de cómo otros ayudan a los demás. Por eso tendemos a construir relatos embellecidos de los acontecimientos altruistas, tanto más edificantes cuantas mayores dosis de esfuerzo, valor o grandeza carguemos en la narración de la gesta.

Hay que admitir que estas historias nos fascinan no tanto por lo que dicen de sus protagonistas sino porque indirectamente nos dejan en buen lugar a nosotros mismos, como miembros de una misma especie. Y, en particular, como seres anónimos identificados con esos otros ciudadanos de a pie que, a diferencia de los políticos, se guían por los buenos sentimientos. En el recientemente publicado 'Manual del dictador. Por qué la mala conducta es casi siempre una buena política' (Siruela, 2013) los politólogos Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith han dejado cortas las impresiones de Maquiavelo acerca del poder y vienen a demostrar que las organizaciones políticas precisan de la maldad para tener éxito. Es una contribución académica al mito popular del gobernante odioso, contra el que emerge esta otra imagen del buen ciudadano capaz de comportarse con la máxima dignidad en los momentos difíciles. Si el espectáculo de la actualidad nos aturde con su continua exhibición de deformidades humanas, ¿cómo resistirse a la tentación de crear modelos opuestos sacándolos además de la vida cotidiana donde residimos la mayoría? Frente a villanos como Berlusconi o Bárcenas y monstruos como José Bretón o Ariel Castro, que muestran la parte más bellaca de la condición humana, ¿cómo no volver la mirada hacia estos seres ejemplares que nos recuerdan hasta qué punto seríamos capaces de darlo todo por los demás? Lo que ocurre es que, no contentos con valorar los hechos en su exacta dimensión ya de por sí honrosa, tendemos a magnificarlos rodeándolos de méritos añadidos. La corriente laudatoria del individuo común y corriente que de pronto alcanza la excelencia está llevando a presentar como modelos singulares de civismo y solidaridad a personas que se limitan a cumplir con deberes elementales como devolver una cartera extraviada a su dueño, sofocar las llamas de un incendio o pedir una ambulancia para el vecino accidentado. El uso indiscriminado y algo gratuito de la palabra 'héroe' ha elevado a la categoría de gesta cualquier acto de empatía espontánea. Tan necesitados debemos de estar de soplos de confianza en el ser humano que damos el mismo peso a una buena acción que a una gesta sobrehumana.

En cualquier caso, actuaciones colectivas e individuales como las del 24 de julio en Angrois animan a creer en las tesis de Pinker ('Los ángeles que llevamos dentro', Paidós, 2012) acerca del progreso moral de una humanidad que se aleja de la violencia y, con todos sus altibajos en el trayecto, va acercándose a la bondad. Que no es poca cosa. En otras catástrofes -sin ir más lejos, y en el mismo orden de desgracias, el accidente ferroviario en Brétigny diez días antes- hubo quienes, en vez de dejarse llevar por el impulso de ayuda, optaron por el pillaje. Ellos sí que no podrán decir como los héroes o simples buenas gentes de Angrois: «Hicimos lo que teníamos que hacer».



LA CITA Henry-Lotás Mencken «El altruismo descansa en la evidencia de que es muy engorroso tener gente desgraciada al lado de uno»

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