domingo, 18 de abril de 2010

No es el franquismo, es la Transición

18.04.10

JAVIER ZARZALEJOS |

El Correo



«Garzón ha querido ser el brazo judicial de una poderosa corriente deslegitimadora del pacto constituyente que, sobre todo, debe su presencia corrosiva en la política española a un Gobierno empeñado en ensombrecer el pacto constitucional»



Cada cierto tiempo, como si tuviera que administrarse una dosis de recuerdo, una izquierda de médula sectaria e iracunda destapa sus frustraciones más oscuras poniendo a prueba los límites del sistema democrático. El acto en apoyo de Baltasar Garzón celebrado en la Universidad Complutense entra en esta categoría como un episodio a la vez inquietante, deprimente y patético. Patéticos esos gritos de 'no pasarán', la pura farsa como forma en que la tragedia se repite. Patética la pasión de los que siguen empeñados en revivir a Franco para tener una segunda oportunidad de reescribir un relato que no acepta el sentido de la reconciliación nacional ni asimila la experiencia sin precedentes de libertad y prosperidad ganada desde ese acuerdo colectivo de futuro.

Lo deprimente de lo visto y escuchado en esa algarada donde se perdió -porque de eso se trataba- todo sentido de la medida y de la razón radica en comprobar el retroceso histórico en el que estamos, en términos de convivencia y vertebración cívica. Por ejemplo, ninguno de los antecesores de Méndez y Toxo habría secundado semejante discurso de deslegitimación de nuestro sistema democrático. No menos deprimente resulta que una ardiente defensora de las atrocidades de ETA, Hebé de Bonafini, perversión andante de una causa noble, haya podido sentirse exaltada a través del aplauso a las 'madres de la Plaza de Mayo' presentes en el acto. Pero difícilmente puede extrañar que, en semejante situación, la calumnia, la manipulación argumental y la deslegitimación de instituciones neurálgicas del sistema constitucional convirtieran el acto de marras en una subasta al alza para ver quién la decía más gorda.

Hay que agradecer a los promotores del espectáculo el valor de éste para clarificar las cosas. Eso de que Garzón quería someter a juicio al franquismo no es más que una coartada sin recorrido. También que él sea la garantía de que se abran fosas en satisfacción de las pretensiones amparadas por la ley de los descendientes de víctimas. Lo que Garzón realmente ha querido es sentar en el banquillo es a la Transición democrática y, con ella, al pacto constitucional. Que al hacerlo haya prevaricado o no, lo decidirá el Tribunal Supremo. En este empeño, es verdad que Garzón no está sólo. De hecho, el magistrado de la Audiencia Nacional ha querido ser el brazo judicial de una poderosa corriente deslegitimadora del pacto constituyente que ha ido ampliando sus espacios en la historiografía y la opinión publicada pero que, sobre todo, debe su presencia corrosiva en la política española a un Gobierno empeñado desde sus primeros pasos en ensombrecer el pacto constitucional proyectando sobre él como una sombra una legitimidad histórica anclada en la II República que sería la genuinamente democrática.

Presentar la Transición como un fraude y el consenso constitucional como una debilidad colaboracionista con el franquismo es un disparate incendiario que, sin embargo, el Gobierno contempla, cuando menos, con simpatía y tolera mientras hace números. «La tensión nos conviene», confesaba Rodríguez Zapatero a su entrevistador en la campaña electoral de 2008, en confidencia recogida por uno de esos micrófonos furtivos que suelen traicionar a los políticos. Si ésa es la conveniencia en la que cree Rodríguez Zapatero, nada mejor que lo que está pasando. Se busca de nuevo inhabilitar al PP -es decir, a la alternativa de gobierno representativa hoy de más de diez millones de votantes- con el estigma del franquismo, estimular a un electorado en desafección y movilizar a lo más extremo de la izquierda de la que depende la suerte electoral del socialismo. Para Rodríguez Zapatero, aquello de que las elecciones se ganan en el centro es otra reliquia de la Transición que él sigue dispuesto a desmentir cortejando a esa amalgama de izquierda extrema y nacionalismo radical sobre la que cree tener un atractivo carismático.

Lo que no deja de resultar paradójico es que esta irresponsable demasía interpela también a toda esa izquierda que es coautora del pacto constituyente y que dedicó sus mejores elogios a la ley de amnistía como logro histórico, según recuerda el testimonio abrumador de las hemerotecas. Esa izquierda cuyo triunfo en el 82 cerró la Transición con la madurez democrática de la alternancia y que gobernó durante casi catorce años sin sentir los apremios revisionistas de sus sucesores años después. Descontada la cabalgada de los comunistas a posiciones de hace sesenta años, esa izquierda necesaria calla, tal vez arrollada por un revisionismo que la deja reducida al humillante papel de colaboradora en la pervivencia camuflada del franquismo.

Referirse a los magistrados del Tribunal Supremo como cómplices de torturadores y acusar al máximo órgano judicial de ser instrumento del fascismo español es algo más que un desvarío. Es la obra de demasiados pirómanos satisfechos con la excitación que les producen los fuegos que están alentando. Cuidado. Que digan a qué casilla de salida quieren que volvamos. Porque si llegamos a creernos que la Transición fue un fraude, que el Tribunal Supremo es instrumento del fascismo y que el consenso constitucional fue una trampa del franquismo para perpetuarse, entonces que nadie se extrañe de que otros, necesitados más que nunca de legitimación, reclamen para sí la propiedad histórica e intelectual del disparate. Y, en ese punto, será la farsa la que se recree como drama.


http://www.elcorreo.com/vizcaya/v/20100418/opinion/franquismo-transicion-20100418.html

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