sábado, 22 de septiembre de 2007

Bush debe decidir, y pronto/Getting Iraq Wrong

REPORTAJE: El conflicto de Oriente Próximo
Bush debe decidir, y pronto

El canadiense Michael Ignatieff, ex profesor de las universidades de Cambridge, Oxford y Harvard, autor de reconocidos ensayos históricos, periodista y politólogo hasta convertirse él mismo en diputado en 2005 y vicepresidente del Partido Liberal de Canadá, reconoce en este artículo su error al apoyar la guerra de Irak y critica a George W. Bush por no asumir su equivocación.

En el mundo académico las ideas falsas no son más que falsas, y las inútiles pueden ser divertidas, pero en la vida política pueden arruinar la vida de millones de personas

MICHAEL IGNATIEFF 06/08/2007

El País


La catástrofe de Irak ha servido de argumento para condenar el criterio político de un presidente. Pero también el criterio de muchos otros -yo entre ellos- que apoyaron la invasión. Muchos pensamos -como me dijo un amigo iraquí exiliado la noche que comenzó la guerra- que era la única oportunidad que tenía su generación de disfrutar de libertad en su país. Qué lejano parece ahora ese sueño. Desde que dejé mi cargo en Harvard, en 2005, y volví a Canadá para incorporarme a la política, no dejo de pensar en el desastre de Irak, de intentar comprender de qué forma las opiniones que debo emitir hoy en política tienen que ser mejores que las que ofrecía desde las gradas. He aprendido que, para tener buen juicio en política, hay que empezar por reconocer los errores.

El filósofo Isaiah Berlin dijo, en una ocasión, que lo malo de los intelectuales y los comentaristas es que les importa más que las ideas sean interesantes que ciertas. Los políticos viven tan pendientes de las ideas como los pensadores profesionales, pero no pueden permitirse el lujo de tener en cuenta ideas que sean meramente interesantes. Tienen que trabajar con el escaso número de ideas que son ciertas y con el todavía más escaso de las que sirven para la vida real. En el mundo académico, las ideas falsas no son más que falsas, y las inútiles pueden resultar divertidas. En la vida política, las ideas falsas pueden arruinar las vidas de millones de personas y las inútiles pueden malgastar recursos preciosos. La responsabilidad de un intelectual respecto a sus ideas es seguir sus consecuencias hasta donde le lleven. La responsabilidad de un político es controlar esas consecuencias e impedir que hagan daño.

He aprendido que el buen juicio en política es distinto del buen juicio en la vida intelectual. Entre los intelectuales, juzgar es cuestión de generalizar e interpretar hechos concretos como ejemplos de alguna gran idea. En política, una cosa es lo que es, y nada más. Lo concreto importa más que las generalidades. La teoría estorba.

La cualidad que sirve de base a los políticos para tener buen juicio es el sentido de la realidad. "Lo que se llama sabiduría en los estadistas", escribe Berlin, en referencia a figuras como Roosevelt y Churchill, "es comprensión, más que conocimiento; cierta familiaridad con los hechos relevantes que les permite saber qué encaja con qué; qué puede hacerse en determinadas circunstancias y qué no, qué métodos van a ser útiles en qué situaciones y en qué medida, sin que eso quiera necesariamente decir que son capaces de explicar cómo lo saben ni incluso qué saben". Los políticos no pueden permitirse el lujo de refugiarse en el mundo interior de sus propias suposiciones. No deben confundir el mundo existente con el que les gustaría que fuese. Deben ver Irak -o cualquier otro sitio- tal como es.

Como antiguo residente en Harvard, he tenido que aprender que el sentido de la realidad no siempre florece en las instituciones más selectas. Es la virtud de la calle por excelencia. Un conductor de autobús puede ser más perspicaz, a la hora de saber qué es cada cosa, que un premio Nobel. La única forma de comprender mejor la realidad es enfrentarse cada día al mundo y aprender, sobre todo de nuestros errores, lo que sirve y lo que no. Pero toda la experiencia del mundo puede no servir de nada en la vida y la política. La experiencia puede hacer que quienes toman las decisiones se aferren a soluciones manidas e impedirles ver un remedio no probado y capaz de resolver la situación.

El hecho de haber enseñado ciencia política me permite decir que es una disciplina que promete más de lo que luego cumple. En la práctica política, no existe una ciencia de la toma de decisiones. Lo que un político tiene que juzgar cada día es, sobre todo, a las personas: en quién confiar, a quién creer y a quién evitar. La cuestión de la lealtad surge a diario: ¿Quién va a traicionarme y quién me será fiel? Tener buen criterio en estos asuntos, tener sentido de la realidad, exige confiar en instintos muy poco científicos sobre la gente.

El sentido de la realidad no es sólo un sentido del mundo tal como es, sino como podría ser. Los grandes políticos, como los grandes artistas, ven posibilidades que otros no ven, y tratan de convertirlas en realidades. Para llevar a cabo algo nuevo, el político necesita tener sentido de la oportunidad, saber cuándo dar el salto y cuándo permanecer quieto. En una frase famosa, Bismarck definió el juicio en política como la capacidad de oír, antes que nadie, el distante ruido de los cascos del caballo de la historia.

Pocos oyen venir a los caballos. En una ocasión preguntaron a un primer ministro británico qué era lo que hacía más difícil su trabajo. "Los acontecimientos, querido amigo", contestó con pesar. Ante un acontecimiento inesperado, el virtuoso de la política debe ser capaz de improvisar y aparecer lo más imperturbable posible. La gente desea que la dirijan, e incluso cuando un dirigente se siente perplejo ante los acontecimientos, debe acordarse de tranquilizar a sus ciudadanos como se merecen. Parte del buen juicio consiste en saber cuándo guardar las apariencias.

La improvisación puede no evitar el fracaso. La partida suele acabar en llanto. Muchas carreras políticas acaban mal porque los políticos experimentan una situación humana: la de escoger entre cosas opuestas sin poder recurrir más que a unos instintos corrientes y una información falible. Por supuesto, una mejor información y unos criterios objetivos para tomar decisiones pueden reducir el margen de incertidumbre. Los puntos de referencia para juzgar los progresos en Irak pueden ayudar a decidir cuánto tiempo más debe quedarse Estados Unidos. Sin embargo, a la hora de la verdad, nadie sabe -porque nadie puede saber- qué pueden hacer todavía los estadounidenses para lograr la estabilidad en Irak.

La decisión que tiene que tomar Estados Unidos sobre Irak es paradigmática del tipo más difícil de juicio político. Tanto marcharse como quedarse tienen un coste inmenso. Hay una cosa clara: el precio de quedarse lo pagarán los estadounidenses, mientras que el precio de marcharse lo pagarán, sobre todo, los iraquíes. Sólo esto ya indica qué decisión es la más probable.

Pero tienen que decidir, y pronto. Los retrasos y vacilaciones son más caros aún en la política que en la vida privada. El letrero que tenía Truman sobre su mesa -"¡La responsabilidad final es mía!"- nos recuerda que los que toman buenas decisiones en política suelen ser los que no rehúyen la responsabilidad de hacerlo. En el caso de Irak, decidir qué rumbo emprender ahora exige, ante todo, reconocer que todos los planes emprendidos hasta ahora han fracasado.

En política, aprender de los fracasos es tan importante como explotar los éxitos. La frase de Samuel Beckett "Fracasa otra vez. Fracasa mejor" expresa la tenacidad necesaria para practicar el arte de la política. Churchill y De Gaulle confiaban en su propio criterio cuando los observadores informados opinaban que estaban equivocándose. Su empeño en esperar al reconocimiento de la historia, aunque estuviera muy lejano, nos parece ahora un síntoma de grandeza. En el presidente actual, esa misma fe en que la historia le juzgará con benevolencia parece burda obstinación.

Maquiavelo decía que las decisiones políticas, para servir de algo, deben regirse por unos principios más implacables que los que son aceptables en la vida diaria. Escribió que "un príncipe que desee mantenerse firme debe saber hacer el mal y hacer uso de él o no según sea necesario". Roosevelt y Churchill sabían hacer el mal, pero no pedían que se les juzgara de acuerdo con criterios éticos distintos de los de los demás ciudadanos. Estaban de acuerdo en que un dirigente democrático no puede inventarse sus propias normas morales, una restricción que es válida tanto en su propio país como en el extranjero: en Guantánamo, Abu Ghraib o cualquier otro sitio. Tiene que vivir y ser juzgado con arreglo a las mismas normas que el resto de la gente.

Sin embargo, en ciertas áreas, los criterios políticos y los personales son muy diferentes. En la vida privada, una persona recibe los ataques como algo personal, y sería un tipo raro si no lo hiciera. En política, si uno se toma los ataques como algo personal, da pruebas de vulnerabilidad. Los políticos tienen que aprender a parecer invulnerables sin parecer inhumanos. Como personas, tienen el instinto de devolver los insultos. Pero tienen que aprender que la venganza, como dice la famosa frase, es un plato que se come mejor frío.

En política nada es personal, porque la política es un teatro. Parte del trabajo consiste en fingir emociones que, en realidad, no se sienten. Es habitual en los parlamentos ver a los diputados que se insultan mutuamente en la Cámara y luego van a tomarse algo al bar juntos. Esta hipocresía redentora de la vida pública no es posible en la vida privada. Aquí, el juego va en serio.

Ahora bien, también es cierto que, entre familiares y amigos, nos damos cierto respiro. Tenemos una serie de sobrentendidos. Lo que queremos decir importa más que lo que decimos. En política no hay esa bendición. En la vida pública, el lenguaje es un arma de guerra que se despliega en condiciones de total desconfianza. Lo que importa es lo que se ha dicho, no lo que se quería decir. El ámbito político es un mundo de literalidad lunática. La menor grieta en la armadura -entre lo que uno quería decir y lo que ha dicho- puede servir para deslizar por ella el cuchillo.

En la vida privada, el precio de nuestros errores lo pagamos nosotros mismos. En la vida pública, los primeros que pagan los errores de un político son otros. El buen juicio significa saber ser responsable ante quienes pagan el precio de nuestras decisiones. Cuando Edmund Burke fue escogido por primera vez para la Cámara de los Comunes, aseguró a los electores de Bristol que nunca sacrificaría su propio criterio a las presiones que ejercieran ellos para imponer su opinión. No estoy seguro de que a mis votantes les gustara oír eso. A veces, sacrificar mi criterio en favor del de ellos es la esencia misma de mi trabajo. Siempre, claro está, que no sacrifique mis principios.

Los principios firmes son importantes. Hay ciertas cosas que no pueden intercambiarse, ciertos límites que no pueden sobrepasarse, ciertas personas a las que nunca se debe traicionar. Pero las ideas fijas de tipo dogmático suelen ser enemigas del buen juicio. Es imposible pensar con claridad cuando se cree que la política exterior de Estados Unidos forma parte de un plan de Dios para expandir las libertades humanas. Este tipo de pensamiento ideológico manipula lo que Kant llamaba "la madera torcida de la humanidad" para adaptarla a una ilusión abstracta. Por el contrario, los políticos sensatos manipulan la política para adaptarla a la madera humana. Al fin y al cabo, no siempre es posible tener todo lo bueno, ni en la vida ni en la política.

En mis clases de ciencia política enseñaba que ejercer un buen criterio significa aplicar una buena estrategia política. En el mundo real, es frecuente que una mala estrategia política acabe siendo muy popular. Resistir la tentación de lo popular no es fácil, porque no siempre es prudente. El buen juicio en política es complicado. Significa encontrar un equilibrio entre la estrategia política y la política en abstracto, en compromisos imperfectos que siempre dejan descontento a alguien: muchas veces, a uno mismo.

En política, saber la diferencia entre un buen compromiso y un mal compromiso es más importante que aferrarse como sea a los principios. Un buen compromiso restablece la paz y permite a las dos partes seguir adelante con algún elemento de sus intereses fundamentales satisfecho. Un mal compromiso pone el interés público en manos de la compulsión o la fuerza.

Medir el buen juicio en política no es fácil. Las campañas y las precampañas ponen a prueba el encanto, la resistencia, la capacidad recaudatoria y los poderes retóricos de un candidato, pero no necesariamente su criterio cuando esté en el poder y en una crisis.

Podríamos poner a prueba el buen juicio preguntando, a propósito de Irak, quién predijo mejor el desarrollo de los acontecimientos. Pero muchos de los que acertaron al predecir la catástrofe no lo hicieron porque tuvieran buen criterio, sino porque se dejaron llevar por la ideología. Se opusieron a la invasión porque pensaban que el presidente sólo buscaba el petróleo o porque creían que Estados Unidos no tiene razón nunca, en ninguna situación.

Quienes de verdad mostraron buen juicio sobre Irak fueron los que predijeron las consecuencias que luego hemos visto pero también valoraron acertadamente los motivos que había detrás de la acción. No es que supieran más cosas que nosotros. Reflexionaron, como todos, a partir de las mismas informaciones equivocadas y el mismo desconocimiento de la historia de Irak, partidista y llena de fisuras. Sin embargo, lo que no hicieron fue confundir los deseos con la realidad. No pensaron -como sí hizo el presidente Bush- que, como ellos estaban convencidos de la integridad de sus motivos, todos los habitantes de la región iban a verlo también así. No supusieron que era posible construir un Estado libre sobre los cimientos de 35 años de terror policial. No imaginaron que Estados Unidos tenía la capacidad de determinar los resultados políticos en un país lejano del que los estadounidenses sabían poca cosa. No creyeron que, como Estados Unidos había defendido los derechos humanos y la libertad en Bosnia y Kosovo, debía hacerlo también en Irak. Supieron evitar todos estos errores.

Yo cometí todos ésos y alguno más. La lección que he aprendido para el futuro es que debo dejarme influir menos por las pasiones de personas a las que admiro -los exiliados iraquíes, por ejemplo- y dejarme llevar menos por mis emociones. En 1992 visité el norte de Irak. Vi lo que Sadam Husein había hecho a los kurdos y, a partir de ese momento, no me cupo duda de que tenía que irse. Mis convicciones tenían toda la autoridad de la experiencia personal, pero, precisamente por eso, dejé que la emoción me impidiera hacerme las preguntas fundamentales, como ¿pueden los kurdos, suníes y chiíes mantener unido en paz lo que Sadam Husein mantenía unido mediante el terror? Debería haber sabido que en política, como en la vida, la emoción tiende a justificarse a sí misma, y que, cuando hay que tener un criterio político definitivo, nada, ni los propios sentimientos, debe librarse de ser objeto de interrogatorios y discusiones.

El buen juicio en política, al final, depende de la capacidad de ser crítico con uno mismo. No sólo es que el presidente no se molestó en entender Irak. Es que no se molestó en entenderse a sí mismo. El sentido de la realidad que habría podido salvarle de la catástrofe habría tenido que ser algún tipo de alarma interna, que le alertara de que no sabía lo que estaba haciendo. Pero es dudoso que hubiera oído alguna vez alarmas internas. Había vivido siempre una vida fácil, y, en ese tipo de vidas, no hay alarmas que valgan.

La gente con buen juicio hace caso a sus alarmas internas. Los líderes prudentes se obligan a prestar la misma atención a los defensores y los detractores de la línea de acción que están planeando. No cuentan con que sus buenas intenciones son suficientes para garantizar buenos resultados. No pretenden que saben todo lo que hay que saber. Si hay algo que el poder corrompe, es ese sexto sentido de las limitaciones personales que constituye la base de la prudencia.

Un líder prudente salva a una democracia de los peores peligros, pero no le inspira para que dé lo mejor de sí misma. Los pueblos democráticos deberían buscar siempre algo más que prudencia en un dirigente: audacia, visión y -complemento de ambas cosas- la voluntad de arriesgarse al fracaso. Los líderes audaces merecen nuestra fe siempre que muestren algún indicio de saber lo que es fracasar. Deben ser hombres que conozcan la tristeza, como dice el profeta Isaías, hombres y mujeres que no hayan tenido una vida fácil, que nos comprendan tal como somos, que nunca hayan renunciado a la esperanza y que sepan que están en la política para mejorar su país. Ésos son los líderes cuyo juicio, aunque a veces sea erróneo, seguirá siendo digno de confianza.


Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © Michael Ignatieff - Distribuido por The New York Times Syndicate.

Artículo publicado en El País en

http://www.elpais.com/articulo/internacional/Bush/debe/decidir/pronto/elpepuint/20070806elpepiint_4/Tes


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Artículo original


August 5, 2007

Getting Iraq Wrong

By MICHAEL IGNATIEFF

New York Times Magazine


The unfolding catastrophe in Iraq has condemned the political judgment of a president. But it has also condemned the judgment of many others, myself included, who as commentators supported the invasion. Many of us believed, as an Iraqi exile friend told me the night the war started, that it was the only chance the members of his generation would have to live in freedom in their own country. How distant a dream that now seems.

Having left an academic post at Harvard in 2005 and returned home to Canada to enter political life, I keep revisiting the Iraq debacle, trying to understand exactly how the judgments I now have to make in the political arena need to improve on the ones I used to offer from the sidelines. I've learned that acquiring good judgment in politics starts with knowing when to admit your mistakes.

The philosopher Isaiah Berlin once said that the trouble with academics and commentators is that they care more about whether ideas are interesting than whether they are true. Politicians live by ideas just as much as professional thinkers do, but they can't afford the luxury of entertaining ideas that are merely interesting. They have to work with the small number of ideas that happen to be true and the even smaller number that happen to be applicable to real life. In academic life, false ideas are merely false and useless ones can be fun to play with. In political life, false ideas can ruin the lives of millions and useless ones can waste precious resources. An intellectual's responsibility for his ideas is to follow their consequences wherever they may lead. A politician's responsibility is to master those consequences and prevent them from doing harm.

I've learned that good judgment in politics looks different from good judgment in intellectual life. Among intellectuals, judgment is about generalizing and interpreting particular facts as instances of some big idea. In politics, everything is what it is and not another thing. Specifics matter more than generalities. Theory gets in the way.

The attribute that underpins good judgment in politicians is a sense of reality. "What is called wisdom in statesmen," Berlin wrote, referring to figures like Roosevelt and Churchill, "is understanding rather than knowledge — some kind of acquaintance with relevant facts of such a kind that it enables those who have it to tell what fits with what; what can be done in given circumstances and what cannot, what means will work in what situations and how far, without necessarily being able to explain how they know this or even what they know." Politicians cannot afford to cocoon themselves in the inner world of their own imaginings. They must not confuse the world as it is with the world as they wish it to be. They must see Iraq — or anywhere else — as it is.

As a former denizen of Harvard, I've had to learn that a sense of reality doesn't always flourish in elite institutions. It is the street virtue par excellence. Bus drivers can display a shrewder grasp of what's what than Nobel Prize winners. The only way any of us can improve our grasp of reality is to confront the world every day and learn, mostly from our mistakes, what works and what doesn't. Yet even lengthy experience can fail us in life and in politics. Experience can imprison decision-makers in worn-out solutions while blinding them to the untried remedy that does the trick.

Having taught political science myself, I have to say the discipline promises more than it can deliver. In practical politics, there is no science of decision- making. The vital judgments a politician makes every day are about people: whom to trust, whom to believe and whom to avoid. The question of loyalty arises daily: Who will betray and who will stay true? Having good judgment in these matters, having a sound sense of reality, requires trusting some very unscientific intuitions about people.

A sense of reality is not just a sense of the world as it is, but as it might be. Like great artists, great politicians see possibilities others cannot and then seek to turn them into realities. To bring the new into being, a politician needs a sense of timing, of when to leap and when to remain still. Bismarck famously remarked that political judgment was the ability to hear, before anyone else, the distant hoofbeats of the horse of history.

Few of us hear the horses coming. A British prime minister was once asked what made his job so difficult. "Events, dear boy," he replied ruefully. In the face of the unexpected event, a virtuoso in politics must be capable of improvisation and appear as imperturbable as possible. People do want leadership, and even when a leader is nonplussed by events, he must still remember to give the people the reassurance they deserve. Part of good judgment consists of knowing when to keep up appearances. Improvisation may not stave off failure. The game usually ends in tears. Political careers often end badly because politicians live the human situation: making choices among competing goods with only ordinary instincts and fallible information to go by. Of course, better information and factual criteria for decision-making can reduce the margin of uncertainty. Benchmarks for progress in Iraq can help to decide how long America should stay there. But in the end, no one knows — because no one can know — what exactly America can still do to create stability in Iraq.

The decision facing the United States over Iraq is paradigmatic of political judgment at its most difficult. Staying and leaving each have huge costs. One thing is clear: The costs of staying will be borne by Americans, while the cost of leaving will be mostly borne by Iraqis. That in itself suggests how American leaders are likely to decide the question.

But they must decide, and soon. Procrastination is even costlier in politics than it is in private life. The sign on Truman's desk — "The buck stops here!" — reminds us that those who make good judgments in politics tend to be those who do not shrink from the responsibility of making them. In the case of Iraq, deciding what course of action to pursue next requires first admitting that all courses of action thus far have failed.

In politics, learning from failure matters as much as exploiting success. Samuel Beckett's "Fail again. Fail better" captures the inner obstinacy necessary to the political art. Churchill and De Gaulle kept faith with their own judgment when smart opinion believed them to be mistaken. Their willingness to wait for historical validation, even if far off, looks now like greatness. In the current president the same faith that history will judge him kindly seems like brute stubbornness.

Machiavelli argued that political judgment, to be effective, must follow principles more ruthless than those acceptable in ordinary life. He wrote that "it is necessary for a prince wishing to hold his own to know how to do wrong, and to make use of it or not according to necessity." Roosevelt and Churchill knew how to do wrong, yet they did not demand to be judged by different ethical standards than their fellow citizens did. They accepted that democratic leaders cannot make up their own moral rules, a stricture that applies both at home and abroad — in Guantánamo, at Abu Ghraib or anywhere else. They must live and be judged by the same rules as everyone else.

Yet in some areas political and personal judgments are very different. In private life, you take attacks personally and would be a cold fish if you didn't. In politics, if you take attacks personally, you display vulnerability. Politicians have to learn to appear invulnerable without appearing inhuman. Being human, they are bound to revenge insults. But they also have to learn that revenge, as it has been said, is a dish best served cold.

Nothing is personal in politics, because politics is theater. It is part of the job to pretend to have emotions that you do not actually feel. It is a common spectacle in legislatures for representatives to insult one another in the chamber and then retreat for a drink in the bar afterward. This saving hypocrisy of public life is not available in private life. There we play for keeps.

But among friends and family, we also cut one another some slack. We fill in one another's sentences. What we mean matters more than what we say. No such mercies occur in politics. In public life, language is a weapon of war and is deployed in conditions of radical distrust. All that matters is what you said, not what you meant. The political realm is a world of lunatic literalism. The slightest crack in your armor — between what you meant and what you said — can be pried open and the knife driven home.

In private life, we pay the price of our own mistakes. In public life, a politician's mistakes are first paid by others. Good judgment means understanding how to be responsible to those who pay the price of your decisions. Edmund Burke, when first elected to the House of Commons, told the voters of Bristol that he would never sacrifice his judgment to the pressure of their opinion. I'm not sure my constituents would be happy to hear this. Sometimes sacrificing my judgment to theirs is the essence of my job. Provided, of course, that I don't sacrifice my principles.

Fixed principle matters. There are some goods that cannot be traded, some lines that cannot be crossed, some people who must never be betrayed. But fixed ideas of a dogmatic kind are usually the enemy of good judgment. It is an obstacle to clear thinking to believe that America's foreign policy serves God's plan to expand human freedom. Ideological thinking of this sort bends what Kant called "the crooked timber of humanity" to fit an abstract illusion. Politicians with good judgment bend the policy to fit the human timber. Not all good things, after all, can be had together, whether in life or in politics. In my political-science classes, I used to teach that exercising good judgment meant making good public policy. In the real world, bad public policy can often turn out to be very popular politics indeed. Resisting the popular isn't easy, because resisting the popular isn't always wise. Good judgment in politics is messy. It means balancing policy and politics in imperfect compromises that always leave someone unhappy — often yourself.

Knowing the difference between a good and a bad compromise is more important in politics than holding onto pure principle at any price. A good compromise restores the peace and enables both parties to go about their business with some element of their vital interest satisfied. A bad one surrenders the public interest to compulsion or force.

Measuring good judgment in politics is not easy. Campaigns and primaries test a candidate's charm, stamina, money-raising ability and rhetorical powers but not necessarily judgment in office and under fire.

We might test judgment by asking, on the issue of Iraq, who best anticipated how events turned out. But many of those who correctly anticipated catastrophe did so not by exercising judgment but by indulging in ideology. They opposed the invasion because they believed the president was only after the oil or because they believed America is always and in every situation wrong.

The people who truly showed good judgment on Iraq predicted the consequences that actually ensued but also rightly evaluated the motives that led to the action. They did not necessarily possess more knowledge than the rest of us. They labored, as everyone did, with the same faulty intelligence and lack of knowledge of Iraq's fissured sectarian history. What they didn't do was take wishes for reality. They didn't suppose, as President Bush did, that because they believed in the integrity of their own motives everyone else in the region would believe in it, too. They didn't suppose that a free state could arise on the foundations of 35 years of police terror. They didn't suppose that America had the power to shape political outcomes in a faraway country of which most Americans knew little. They didn't believe that because America defended human rights and freedom in Bosnia and Kosovo it had to be doing so in Iraq. They avoided all these mistakes.

I made some of these mistakes and then a few of my own. The lesson I draw for the future is to be less influenced by the passions of people I admire — Iraqi exiles, for example — and to be less swayed by my emotions. I went to northern Iraq in 1992. I saw what Saddam Hussein did to the Kurds. From that moment forward, I believed he had to go. My convictions had all the authority of personal experience, but for that very reason, I let emotion carry me past the hard questions, like: Can Kurds, Sunnis and Shiites hold together in peace what Saddam Hussein held together by terror? I should have known that emotions in politics, as in life, tend to be self-justifying and in matters of ultimate political judgment, nothing, not even your own feelings, should be held immune from the burden of justification through cross-examination and argument. Good judgment in politics, it turns out, depends on being a critical judge of yourself. It was not merely that the president did not take the care to understand Iraq. He also did not take the care to understand himself. The sense of reality that might have saved him from catastrophe would have taken the form of some warning bell sounding inside, alerting him that he did not know what he was doing. But then, it is doubtful that warning bells had ever sounded in him before. He had led a charmed life, and in charmed lives warning bells do not sound.

People with good judgment listen to warning bells within. Prudent leaders force themselves to listen equally to advocates and opponents of the course of action they are thinking of pursuing. They do not suppose that their own good intentions will guarantee good results. They do not suppose they know all they need to know. If power corrupts, it corrupts this sixth sense of personal limitation on which prudence relies.

A prudent leader will save democracies from the worst, but prudent leaders will not inspire a democracy to give its best. Democratic peoples should always be looking for something more than prudence in a leader: daring, vision and — what goes with both — a willingness to risk failure. Daring leaders can be trusted as long as they give some inkling of knowing what it is to fail. They must be men of sorrow acquainted with grief, as the prophet Isaiah says, men and women who have not led charmed lives, who understand us as we really are, who have never given up hope and who know they are in politics to make their country better. These are the leaders whose judgment, even if sometimes wrong, will still prove worthy of trust.

Michael Ignatieff, a former professor at Harvard and contributing writer for the
magazine, is a member of Canada's Parliament and deputy leader of the Liberal
Party.

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